[…] —Me amenaza con irse a Bolivia y ¡llevarse a mi hija con ella! ¿Te lo puedes creer? Siempre está pensando en sí misma. No hace ni caso a lo que la niña y yo necesitamos. Y lo peor de todo es que le veo capaz de hacerlo, ¿sabes? Tiene esos impulsos y los lleva a cabo. […]
Tenía bastante claro que la niña las estaba pasando canutas debido a las sucesivas broncas entre su madre y su padre, y que nada definitivo se iba a mover si ambos no mejoraban su relación, pero, a pesar de haberlo intentado casi todo, no había sido capaz de encontrar una pieza, una forma o un relato que permitiera regular mejor esa tensión.
Ese día había quedado con el padre de manera distraída para acompañarle a hacer unas gestiones. Estaba emprendiendo su propio negocio, y necesitaba hacer una consulta a la hacienda pública, así que, después, decidimos tomar un café juntos y comentar la jugada.
A veces, es inteligente hacer este tipo de acompañamientos, aunque no formen parte estrictamente de nuestro trabajo. Vernos en otros contextos, con otra actitud y frescura, puede abrirnos puertas que hasta la fecha parecían cerradas. Y eso es justo lo que pasó cuando me dijo:
—Me tiene hasta las narices, Gorka. ¿Sabes lo que me está diciendo ahora?
Reconozco que en ese momento sentí una profunda pereza. ¿De verdad que íbamos a entrar de nuevo en esa retahíla de reproches y malos rollos? Yo me bajo del barco.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, más por educación que porque quisiera saber la respuesta.
—Me amenaza con irse a Bolivia y ¡llevarse a mi hija con ella! ¿Te lo puedes creer? Siempre está pensando en sí misma. No hace ni caso a lo que la niña y yo necesitamos. Y lo peor de todo es que le veo capaz de hacerlo, ¿sabes? Tiene esos impulsos y los lleva a cabo.
No sé decir qué, pero algo en esa frase activó mi olfato de sabueso, y pasé de la desconexión a la curiosidad ¡clas! en un chascar de dedos.
—¿Y crees que puede hacerlo? —pregunté, tímidamente.
—Sí que puede. Tanto ella como la niña tienen doble nacionalidad. Tienen pasaporte español y boliviano. No sería muy difícil para ella montarla en un avión y marcharse. —Se le quebró un poco la voz—. No las volvería a ver nunca.
—Es verdad, puede hacerlo —me atreví a señalar—. Es verdad que no sería legal, porque estáis divorciados, pero cosas peores he visto.
—En su caso es todavía más fácil, Gorka. Nosotros estamos divorciados aquí, pero en Bolivia seguimos casados.
—Más fácil que lo tiene. Le monta en el avión con el pasaporte boliviano, y nadie va a preguntarle nada —dije, asegurando su relato.
El hombre miraba hacia abajo, en silencio. Visiblemente apesadumbrado. Dejamos un rato para ese silencio. Algo me decía en el ambiente que era importante.
Cuando levantó la mirada, le pregunté:
—¿Cuánto tiempo lleváis así?
—Así, ¿cómo?
—Con esa sensación de que en cualquier momento se la puede llevar…
—Toda la vida.
—Toda la vida no creo…
—Bueno… toda la vida no. De hecho, la niña nació en Bolivia.
—Anda, ¡yo no sabía eso! —exclamé visiblemente sorprendido.
—Sí, estuvimos los dos primeros años de su vida en La Paz, viviendo juntos.
—¿Qué recuerdos tienes de esa época?
—La verdad es que son recuerdos muy felices. La gente allí era muy abierta, muy maja —dijo, y vi como se le iluminaba la mirada—. Ambos trabajábamos, vivíamos en una casa muy grande y muy bonita, y teníamos esperanzas de que las cosas nos fueran mucho mejor. Queríamos emprender un negocio juntos.
—¿Y cómo terminó ese sueño tan bonito?
—Me llamó mi madre. Me dijo que aquí la crisis había pasado. Que las cosas estaban mucho mejor, y que había más y mejores oportunidades de trabajo.
—Y decidisteis volver…
—Bueno… volver, yo. Ella, venirse.
Esa matización me encantó. Ahora parecía conectado con ella. Fue la señal que me dijo que era buen momento pare decir lo que estaba pasando.
—Tienes razón, la experiencia debió ser muy diferente para ambos —me lancé—. Tú volvías a casa, al entorno que te resultaba seguro. Ella, sin embargo, lo dejaba todo atrás para perseguir un sueño.
—Y al poco tiempo todo se jodió. Nos separamos. Yo creo que tuvo mucho que ver su disgusto.
—¿Disgusto con qué?
—Con el hecho de estar viviendo en la pobreza, depender de las ayudas sociales… —reconoció—, pero también con que mi madre se pusiera enferma y yo tuviera que estar con ella, cuidándola.
—Quedó atrapada aquí…
Se hizo un segundo silencio, espeso.
—No sé si es buen momento para decírtelo, pero me temo que hay una historia por ahí que nos ha podido pasar desapercibida.
—¿Qué historia?
—La de una mujer que llega a España cargada de ilusiones, con una familia a la que quiere y para la que quiere lo mejor del mundo —señalé—; pero que, de repente, ve como su vida sata en mil pedazos, quedando atrapada sola, en un entorno hostil, que no es el suyo.
Me escuchaba.
—La de una mujer que, lógicamente, sigue resentida con su expareja, porque simboliza las cadenas que le impiden retornar a su país, a su ciudad, con los suyos. Una mujer que se siente obligada a vivir de las ayudas sociales, renunciando a los sueños de prosperidad que fueron tan importantes para ella. Una mujer —concluí— atrapada ahora también por su hija, que le dice y le repite, que quiere estar aquí, en su entorno, y que quiere irse a vivir con su padre, garantizándose la estancia en su entorno seguro.
Seguía callado, mirándome.
—Una mujer que, además está casada con otro hombre de Bolivia, con el que tiene una hija. Que, seguramente, desee en su intimidad retornar y regresar a algo parecido a esa vida que un día disfrutasteis juntos; pero que están atrapados porque tú existes y tu hija se opone a perderte.
—Es verdad —tenía lágrimas en los ojos—. Me cuadra lo que dices. Pero ¿qué puedo hacer yo con eso?
—No lo sé… pero conmigo al menos podemos agradecer su esfuerzo. El esfuerzo que ha hecho todos estos años permitiéndote estar con tu hija, a pesar de sus anhelos y de las muchas broncas que habéis tenido. A pesar de las presiones de su familia para que se vuelva, y de la tuya dándole más caña de la que se merece. A pesar de la oposición de tu hija que, con el tiempo, ha ido sintiendo como rechazo. Porque, igual, no es que ella prefiera a nadie, sino que necesita teneros a todos, y que nadie la desarraigue de los lugares donde ella se siente segura.
Ahora sí, lloraba en silencio.
—Seguramente…. —balbuceó— seguramente yo… yo me habría ido. Yo me habría ido.
* Relato compuesto en base a experiencias de acompañamiento reales.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com