Un acto de dignidad  

[…] —Pues que él empezó a gritarme como un loco. Y yo le insistía, con toda la calma que me era posible, que él no era nadie para darme largas y que quería hablar con alguien en la ventanilla. No sé cómo me pude contener. […] 

Daba la casualidad de que, esta vez, tenía información sobre el suceso que había protagonizado el chaval, porque sus profesores habían sido testigos. Se trataba de un claro caso de racismo y abuso policial. Un año después, el adolescente y su familia enfrentaban el juicio: era su palabra contra la de la policía, por lo que no tenían forma aparente de ganar.  

Gracias a que hubo testigos de fiar —la postura de sus profesores no daba lugar a dudas—, la familia creía la versión del chico. 

—Creo que este juicio representa, de alguna manera, la vivencia que vuestro hijo ha tenido reiteradamente en este país —dije—; no podemos obviar que en este entorno hay mucho racismo y más entre los miembros de las fuerzas de seguridad.  

—Es así —contestó el padre, y sentí como conectaba con mi mirada.  

—De hecho, hace poco vi en un medio de comunicación —continué—, una encuesta en la que se relacionaba intención de voto con diferentes profesiones, y lo que quedaba claro es que muchos militares y policías eran cercanos a Vox, que, como sabéis, es la opción más racista en el elenco político actual.  

—No me extraña, he tenido un montón de experiencias malas con la policía.  

Sentí que tenía ganas de hablar, así que dejé que se hiciera un silencio.  

—La última, por ejemplo, fue terrible. En esa época, yo vivía en Madrid. Estaba yo en Cádiz y, por motivos de trabajo —el padre era temporero—, me iba a quedar un mes a vivir en casa de un amigo. Un día, me paró la policía en la carretera, me pidió los papeles, y al ver que en todos figuraba mi dirección de Madrid, decidieron no creerme y me pusieron una multa.  

 —¿Cómo? —pregunté con los ojos como platos.  

—Sí, me pararon, no se creyeron que vivía en Madrid a pesar de que mi amigo iba conmigo y les dijo lo mismo, y finalmente me multaron, diciendo que, si había cambiado de domicilio, tenía que haberlo notificado y corregido en los documentos. Creo que fueron 200 euros.  

—¡No jodas! —me salió sin filtro.  

—Pero es que ahí no termina todo. Porque la notificación de la multa le llegó a mi amigo, a pesar de que todos mis documentos y lo que yo había dicho y repetido, era que vivía en Madrid.  

Yo sentía como cada vez me indignaba más. He trabajado con chicas y chicos que migran solos y soy muy consciente de la violencia institucional racista que las personas extranjeras tienen que soportar, especialmente por parte de agentes de la autoridad.  

—La cosa es que fui a las oficinas de la policía con la intención de quejarme y reclamar —continuó con carrerilla—, y en la puerta había dos agentes dando los tiquetes con los turnos. Pues uno la emprendió conmigo. Me dijo, al llegar que allí no se tramitaban esas cosas, y que tenía que ir a Cádiz para poner la reclamación.  

Yo tenía los ojos como huevos. Se me iban a salir.  

—Y tú, ¿qué hiciste?  

—Pues salí y me puse otra vez en la cola, esperando que la siguiente vez no me tocara con él. Pero no tuve suerte, y me volvió a atender él, ahora más enfadado —dijo—, por eso le dije que él no sólo tenía que entregarme el tique con el turno, que, en todo caso, haría caso al funcionario que me iba a atender en ventanilla.  

—¿Y qué te dijo? 

—Que tenía que irme a Cádiz, y que me fuera de allí.  

—Y tú, ¿qué hiciste esta vez? 

—Pues lo mismo. Me fui y me volví a colocar en la cola otra vez.  

—No me digas que…  

—Pues me volvió a tocar con él otra vez.  

—¿En serio? —se me escapó una carcajada—. No me lo puedo creer.  

—Pues creértelo, Gorka. Yo ya estaba muy, pero que muy caliente. Y él creo que estaba peor que yo. 

La cosa se ponía interesante, oye.  

—Y, ¿qué pasó?  

—Pues que él empezó a gritarme como un loco. Y yo le insistía, con toda la calma que me era posible, que él no era nadie para darme largas y que quería hablar con alguien en la ventanilla. No sé cómo me pude contener —coño, me dije, y registré una nota mental—.  

—Y, ¿cómo se resolvió? 

—Pues hubo un momento en el que me quiso sacar a la fuerza. Entonces, intervino un compañero suyo. La gente le contó lo que había pasado, y finalmente su compañero me dio el tique y la razón. —Se le llenó la cara de orgullo—. A final el tío quedó fatal.  

Dejé que se hiciera un silencio.  

—Estoy pensando en una cosa y me gustaría hacerte una pregunta, ¿puedo? —me aventuré.  

—Claro —contestó sin haber abandonado ese orgullo legítimo de ganador.  

—Estoy pensando que Abdoulaye —su hijo— tiene que vivir, casi todos los días, situaciones parecidas a las que me describes. Momentos en los que la gente le juzga o abusa de él por motivos racistas. Motivos que, en muchas ocasiones, no están del todo claros, porque el abuso racista, salvo en ocasiones, ocurre de manera muy sutil.  

Me miraba dándome la razón.  

—Tú lo sabes mejor que nadie, ¿verdad? Cuando se produce ese abuso sutil, es muy complicado defenderse porque, si uno lo hace, puede ser rápidamente tachado de violento o descontrolado, justificando los prejuicios del agresor y los observadores. Entonces, es un doble fracaso: uno no sólo no se puede proteger, sino que está dado más armas a quien le ha violentado.  

—Es así —asintió.  

—Pero Abdoulaye viene de una familia orgullosa. Que no se deja acobardar. Con los valores y la dignidad muy claros. Capaces, como hemos visto en todo este tiempo, de hacer cosas maravillosas para cuidar y protegerse, no sólo entre ellos, sino también a los demás.  

Pude sentir como el aire llenaba sus pulmones.  

—Y me pregunto si no hemos sido muy injustos con Abdoulaye… —dejé caer.  

—Injustos, ¿por qué? 

Sabía que en su mente había cierto reproche hacia su hijo de 15 años por no poder controlarse como él.  

—No lo sé… Imagina que tu hijo se tuviera que enfrentar a la misma situación que me has contado —me aventuré—. A una exactamente igual. ¿Podría responder como tú? 

Pensó un instante la respuesta.  

—No —dijo con una sonrisa tímida que no era habitual en él.  

—¿No podría? —pregunté, invitándole a explicarse.  

—No, porque no se puede controlar como yo.  

—No se puede controlar como tú porque tiene 15 años —dije, dándole la razón—, y nadie con su edad puede hacerlo mucho mejor. Además, él ha vivido prácticamente toda su vida en este país, expuesto a este tipo de situaciones, en mayor o menor intensidad. No sería absurdo pensar que sienta que la gente no le va a apoyar, ni mucho menos proteger.  

—Ya…  

—Es que parece así. 

Asintió.  

—Entonces, ¿qué opciones tiene para mantener, conservar y proteger algo tan precioso como esa dignidad humana tan enraizada en vuestra identidad familiar? —pregunté, ralentizando a propósito el ritmo de mi voz—. A fin de cuentas, igual es lo que le mantiene de pie frente a…  

—Al daño que le van a hacer —me interrumpió.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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