El reajuste de las hipótesis: todo un gusto 

[…] Creo que, con los años, he desarrollado algo así como un sentido arácnido. Una maldita intuición que me hace registrar, muy de cerca, los detalles que mandan a la mierda mis hipótesis. […] 

Me encanta cuando las sesiones me rompen los esquemas.  

Creo que, con los años, he desarrollado algo así como un sentido arácnido. Una maldita intuición que me hace registrar, muy de cerca, los detalles que mandan a la mierda mis hipótesis.  

Siento como un golpe en la patata. Si os soy sincero, al principio me cago en mi maldita vida, porque a nadie —y mucho menos a mí— le gusta reconocer que está equivocado. Pero luego viene ese hormigueo mental que precede al reajuste de los propios esquemas que, con suerte, da lugar a un equilibrio mucho más realista y satisfactorio.  

Una paja mental con final feliz, y de la que estoy orgulloso.  

Hoy mismo, andaba yo con un padre. Hasta que ha abierto el pico, manejábamos la hipótesis de que su hijo andaba haciendo el mal porque se sentía profundamente dolido con su familia, ultrajado porque siempre le habían tratado como el segunda de a bordo, haciéndole comulgar con la idea de que, por mucho que se esforzara, nunca sería suficiente.  

Sin embargo, va y lo casca:  

—Pues la verdad es que esta semana ha ido todo mucho mejor —cuenta.  

—Qué bien saber eso. Y a partir de qué momento lo has notado.  

—Es que hablé con él.  

—¿Y te apetecería compartir conmigo cómo fue esa conversación? 

—Sí, claro. Le dije que no podía seguir así, que nos estaba haciendo mucho daño.  

Toma hostia en la patata. A ver, eso no me cuadra nada. Si él se siente desplazado por sus padres, ¿cómo se va a regular con el reproche? Es imposible.  

¿O no? 

Espera, Gorka, tú pregunta y no digas nada.  

—¿Y de que más hablasteis? —pregunto, convencido de que hay truco o, yo qué sé, dudando de que me estuviera metiendo una bola.  

—No, sólo eso… Le dije que ya valía de hacer burradas. Y luego nos fuimos a la mezquita.  

La palabra mezquita me llega como una revelación divina.  

—¿A qué te refieres con que fuisteis a la mezquita? 

—Pues fuimos a rezar y estuvimos juntos hasta las diez de la noche.  

Toma moreno, ¿lo ves? 

¿Y si fuera una pauta? Me refiero a la misma pauta que siguen muchas familias tradicionales, en las que la madre cuida y el padre, a lo sumo, aparece como salvador para resolver los problemas. No es raro que, en estas circunstancias, los hijos varones desarrollen ciertas conductas sintomáticas para sostener la presencia de un padre ausente, una presencia que, por otro lado, necesitan para sostener la autoestima frágil de la adolescencia: una autoestima que tabién se construye en el equilibrio que se produce entre la necesidad de diferenciarse y de sentirse reconocido (pertenecer) a la propia familia.  

Eso podría explicar lo que pasa… dar un sentido al síntoma y, con él, transmitir cierta esperanza para una familia profundamente angustiada. Y explicaría por qué el chaval —que no suele controlar del todo bien sus impulsos— no se desregula ante el reproche: estaría esperando el acompañamiento cercano que llega justo después de la reprimenda.  

Coño, justo lo que obtiene en el centro educativo, y que sabemos que le regula.  

Lo contrasto con el padre y me da la razón. Lo acepta de buen grado. Y, de repente, me cuadran todas las fichas. Se completa el círculo: cuando el chaval sufre, trata de estar con su padre, pero como sólo sabe estar con él haciendo cosas mal, va y las hace. El padre responde desde el reproche, pero se cuida mucho de acompañarle de cerca, no desde el autoritarismo, sino desde un profundo respeto y cariño, como el pastor bíblico que guía con amor a su oveja descarriada. Esto satisface al chaval, porque necesita, justo, ese tipo de presencia, una presencia que anhela desde hace mucho tiempo. Pero, cuando su padre se aleja, él se queda con el recuerdo de que ha hecho las cosas mal y también daño a su familia. Es decir, con la sensación de que es insuficiente y malo. Y eso, justo eso, es lo que le predispone a regular esa vergüenza demoledora de la manera más sana, esto es, con la presencia de un padre amable y sensible.  

Bingo.  

Decidimos dejar reposar lo que hemos hablado… y confiar en lo que se mueva ahí dentro. Y, como a veces no me puedo callar la bocaza, le propongo una tarea muy sencilla: ir a ver a su hijo al fútbol con relativa frecuencia y, cuando termine, tomar algo juntos. Que la presencia esté garantizada; y que no sea necesario un mal comportamiento para tener junto a él al padre que necesita.  

El hombre lo recibe con un placer que se le nota en los ojos —para mí que hemos dado con una veta de oro—, y me da las gracias.  

Y a ver qué pasa.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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