[…] Muchas veces, las y los profesionales necesitamos sostener dicha alarma para mantener el trabajo con esas personas o familias. A veces, por motivos turbios, como cuando alguien destaca lo negativo o chungo de la gente, para dar importancia a su trabajo —que pasa más de lo que nos gustaría reconocer —; y, otras veces, por motivos más confesables o altruistas, como, por ejemplo, cuando se necesita justificar sostener cierto apoyo a las personas que lo necesitan. […]
La narrativa de cualquier informe de los servicios sociales está mediatizada, directa o indirectamente, por la alarma de uno o varios profesionales.
Así que, lo menos que podemos hacer, es ser conscientes de ello. Pero no se trata de hacer un mero ejercicio de intelectualismo, sino de una forma de ser justos con las personas que trabajamos y de restaurar la dignidad que muchas veces se les ha quitado.
Pensadlo bien. Cualquier caso atendido por los Servicios Sociales parte de una alarma. A veces, se trata de una alarma que parte de la propia persona o familia y que se traduce en una demanda (explícita e implícita). Pero es necesario que una o varias figuras profesionales le den entidad suficiente como para incorporar “el caso” —ojo con el ejercicio de despersonalización—al sistema.
Muchas veces, las y los profesionales necesitamos sostener dicha alarma para mantener el trabajo con esas personas o familias. A veces, por motivos turbios, como cuando alguien destaca lo negativo o chungo de la gente, para dar importancia a su trabajo —que pasa más de lo que nos gustaría reconocer —; y, otras veces, por motivos más confesables o altruistas, como, por ejemplo, cuando se necesita justificar sostener cierto apoyo a las personas que lo necesitan.
El problema es que es muy complicado sostener una alarma sin creérsela. Ya sabéis cositas de la disonancia cognitiva. Y, si nos la creemos, hay casi necesariamente cierto miedo asociado a la valoración del riesgo: porque, si la cosa está tan chunga como para alarmar, es probable que pasen de nuevo cosas que nos salpiquen.
A ver si se me va a suicidar y yo no lo supe ver. A ver si va a estar pegando a su mujer y yo no me estoy dando cuenta. A ver si va a haber un abuso sexual que me está pasando desapercibido. Ojo, que igual están consumiendo drogas.
Para una figura profesional, sea del tipo de sea, suele ser una verdadera vergüenza que se descubra el pastel que tuvo frente a sus ojos. Y esa vergüenza es una de las emociones más primarias y desestabilizadoras que alguien puede sufrir, porque atenta directa y frontalmente contra su autoestima.
¿Quién soy yo como profesional si no supe ver eso?
¿Si no pude proteger a las personas que dependían de mi trabajo y mi criterio?
Las y los profesionales vivimos con el terror de vivir una experiencia de éstas. Y una forma de protegernos de ese terror es sostener el estado de alarma. Es decir, actuar como si la alarma persistiera todo el rato. Eso nos protege de lo que pueda pasar (“ya decía yo que la cosa estaba fatal, pero no me hicieron caso”), pero justifica una de las formas más crueles de maltrato institucional, a saber, la reducción de las personas a un problema que se debe resolver, o lo que es lo mismo, la despersonalización más absoluta.
Una despersonalización que arrebata de un tirón y por la fuerza la dignidad de las personas, dejándolas a la altura del barro; y que les roba, poco a poco, sin que se den cuenta, el protagonismo que deberían tener en su propia vida, al confiar su pensamiento, sus emociones, su experiencia y sus decisiones a un equipo de expertos, supuestamente mejor preparados.
Pero esto, amigas y amigos, es maltrato institucional. Porque implica colocar por delante los intereses de profesionales e instituciones, sobre los de las personas vulnerables que están sufriendo.
Pero ahí no queda todo. Tenemos que hablar, también, del peloteo de casos entre instituciones y profesionales. Ojo con eso. Porque el momento de la derivación del caso, a través de informes que cristalizan los miedos y paranoias profesionales, es el punto álgido para la exaltación de lo malo. Y es que siempre hay una agenda oculta en nosotras y nosotros: salvar el culo.
Pero, claro, llega el momento en el que la gente se harta y se queja. Oye, colegas, que no estáis situados en la realidad. Que no me estáis entendiendo. Que lo que pone en el informe que he podido leer es falso. O no hace honor a la realidad, que es lo mismo.
Se cierra, entonces, perfectamente el círculo. Porque, cuando con razón estallan, las personas que han sido ultrajadas a través de estas formas sutiles pero muy dañinas de maltrato institucional, están ya reducidas a su mínima expresión, aplastadas por la narrativa de las alarmas que han ido creando, sosteniendo y alimentando las figuras profesionales, una detrás de otra, granito a granito, hasta constituir una verdadera montaña. Una cuesta arriba infinita que agota, y a cuya cumbre no se puede acceder sin oxígeno en botella y un equipamiento adecuado.
Es entonces cuando las condiciones (de poder, estructurales y psicosociales) permiten imponer, de nuevo, el relato de las y los profesionales, negando las apreciaciones o valoraciones que puedan hacer las personas o sus familias. Unas personas que ya no pueden escapar de este ciclo de revictimización constante, atrapadas en las infinitas “intervenciones” de unos servicios sociales que necesitan anclarlos ahí, justo ahí, en la alarma.
Pues bien, hagamos presentes esas alarmas. Comuniquémoslas en nuestras coordinaciones e informes. Así, al menos, podremos liberar un poco de ellas a las personas vulneradas y vulnerables.
No se merecen cargar, además, con nuestras angustias.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com