[…] Si algo me ha enseñado la teoría sobre el apego y el trauma es que la diferencia entre factores de riesgo y de protección ha quedado completamente desfasada. Vamos, que es una terminología que, lejos de ayudar, nos confunde y causa daño a las personas a quienes acompañamos. […]
¿Preparadas y preparados para otro desbarre brutal?
Pues venga, qué más da. De gilipollas está el mundo lleno.
Frotaros los ojos y los ojetes, si es que os gusta eso.
Si algo me ha enseñado la teoría sobre el apego y el trauma es que la diferencia entre factores de riesgo y de protección ha quedado completamente desfasada. Vamos, que es una terminología que, lejos de ayudar, nos confunde y causa daño a las personas a quienes acompañamos.
Pero, claro, es que hay veces en las que las cosas están claras, y otras veces no tanto.
Por ejemplo, hace años trabajé con un chaval que tenía un historial delictivo de la pera. Sobre todo, robos, tráfico de estupefacientes y peleas. Pero a saco.
Si le hubieras preguntado a cualquiera cómo interpreta esa conducta delictiva, todo el mundo habría dicho que coño, claro, era un fator de riesgo.
Y es que, evidentemente, había unos riesgos de la pera: si hay suerte, condena a un centro cerrado y, si no la hay, convertirse en un cadáver en una cuneta.
Eso no lo niego.
Lo que hay que ver también es qué función cubría ese síntoma. Y es una función que se desplegaba no sólo atendiendo al momento presente, sino también en la historia de este chico. La historia de un chico migrante con un aspecto atemorizante: grande, fuerte, con la cara llena con una enorme cicatriz, y con una mirada que causaba verdadero miedo.
Un miedo que veía reflejado en cada rostro con el que se cruzaba. Cuando caminaba tranquilo por la calle, y cada vez que tuvo que pedir ayuda: a sanitarios, a la policía o a cualquier persona que aparecía por allí. Un miedo que se traducía en huida, rechazo o desprecio, en cuanto pasaban la barrera de su conciencia.
Un chaval que, además, era el segundo de 8 hermanos, y que había tenido que lidiar toda su vida con el hecho de ser el siguiente después del heredero de una familia tradicional, a quien se le había dado de todo, muchas veces en perjuicio de este chico. Y que, cada vez que había hecho algún tipo de esfuerzo por reclamar lo que era suyo, se le había devuelto la imagen de que era peor que su hermano mayor, por lo que no merecía eso.
Un chico que, entre otras dificultades asociadas a la afrenta sufrida y la trauma, arrastraba unas enormes dificultades de concentración. Pero que, por su tamaño, inteligencia y carácter, tenía cierta facilidad para ganarse el respeto de sus iguales. Un respeto que se mezclaba con cierta envidia hacia las chicas y chicos más competentes en la escuela, que, a diferencia de él, tenían en respaldo de sus profesores.
Eso y las mil mierdas en que esto se ramifica, como un árbol venenoso.
Mil mierdas que le recordaban, por activa y por pasiva, y en cualquier aspecto de su vida, que él no era merecedor de la dignidad que naturalmente se le otorga a otras personas. En cada mirada, cada gesto, cada palabra y cada reacción. Traducido: que no era suficientemente bueno, ni jamás lograría serlo.
Porque, en este entramado relacional, ¿qué opciones hay para un chico de 15 años?
¿Qué le puede ayudar a sobrellevar eso?
Se te pueden ocurrir mil opciones, pero creo que hay pocas que pueden ser realistas:
Puede intentar ser tan bueno como sus padres. Que lo eran. Pero eso, amigas y amigos, no era una buena opción, porque cuanto más se esforzaba por llegar al estándar que le habían impuesto, más se recordaba a sí mismo que no era suficiente. Y más riesgo de fracaso había.
Puede darse a las drogas. Y ya estaba haciendo algunos pinitos con eso. Pero las drogas más potentes —él sólo consumía porros— iban a mermar sus capacidades, exponiéndole más si cabe tanto a los peligros como a la mirada despreciativa de sus compañeros: porque nadie puede ser un buen malote, si pierde los papeles por el camino.
Puede volverse loco, recreándose en una realidad paralela. Una realidad en la que él es bueno, omnipotente o un héroe de cuento. Pero eso tampoco es buenrrollero. A fin de cuentas, esa imagen era incompatible con el rol de chico activo y agresivo que ahora le estaba nutriendo.
Puede suicidarse. Pero eso implica la aceptación definitiva de un fracaso.
Visto el panorama, no es tan chungo que se dedicara al malaje. Coño, si lo piensas un poco, es una alternativa bastante saludable. Le permite restaurar su dignidad como persona y su sentido de agencia (ver el trabajo de F. Javier Aznar Alarcón). La dignidad porque le sitúa frente al mundo y a sus iguales como un interlocutor válido, que debe ser tenido en cuenta, aunque sea por imposición o la fuerza; y el sentido de agencia, porque mantiene una postura de protagonismo en su propia vida, aunque sea jodiendo a los demás y pasándose la ley por el forro de los cojones.
Lleva el timón, aunque sea hacia la tormenta. Una tormenta que enfrenta con valor y orgullo, aunque tenga que sacrificar parte de su tripulación para salvar el navío.
¿Es, entonces, la delincuencia un factor de riesgo o de protección?
Pues si nos ponemos un poco estrictos —y en esta profesión hay que serlo—, o ambas cosas, o ninguna. Vamos, que no nos sirve de nada bueno hacer esa diferencia.
Que, por supuesto, como profesionales tendremos que hacer algo para facilitarle otras opciones de vida. Pero nuestro lugar en esa relación estará necesariamente mediatizado por los ojos con los que miremos a ese síntoma, a saber, por la comprensión que podamos ofrecerle.
Y para esa comprensión y empatía no ayuda nada etiquetarlo como un factor de riesgo.
Por favor, compañeras y compañeros, no hablemos más en esos términos.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com