El rescate de Ártax

[…] Me imagino a un Atreyu que, en un primer momento, reacciona igual, poniéndose tó loco, y haciendo las cosas a lo bestia. Y que, cuanto más tira de la cuerda, más se hunde su amigo. Pero al que le llega un momento, en el que recuerda que él ya pasó por esas tierras, sólo, y vivió lo mismo. Recuerda que empezó a hundirse en el barro, lenta pero inexorablemente, pero cuando éste llenó sus fosas nasales, descubrió, con sorpresa, que se podía respirar allí dentro. […]

Una de las escenas de película más potentes y significativas de mi infancia es en la que Ártax, el caballo de Atreyu –de La Historia Interminable– , se hunde para simepre en el Pantano de la Tristeza:

El otro día, estando en el coche, entre visita y visita volví a verla. Al principio, temía que no me impresionara. Que el sabor que me había dejado de pequeño se hubiera diluído con el tiempo. Pero las circunstancias y el batiburrillo interior que tenía, rápidamente me colocaron el la piel de ese niño de 10 años que fue al cine, se metió de lleno en la trama, y tuvo que aguantarse como pudo las lágrimas para no parecer débil –marica, se decía entonces– delante de todo el mundo.

Sea como sea, ahí, en ese aparcamiento, con 42 años, me sequé las lágrimas y pensé que esa parte sigue siendo la polla. Pero, ahora, con la mirada de un adulto que, en demasiadas ocasiones, observa situaciones similares en las familias a las que acompaña.

Porque, ¿qué es lo que solemos hacer cuando un ser querido se empieza a hundir en el Pantano de la Tristeza?

Posiblemente, algo parecido a lo que hizo Atreyu. Asustarnos mucho, y empezar a cambiar de estrategia a lo loco, con una urgencia de sacarlo de ahí, de darle aire, y mantenerlo con nosotros.

Porque la tristeza nos da mucho miedo. Nos da miedo sentir a las personas desconectadas de nosotros mismos, que acaben deprimidos, que no puedan hacer vida, y que entren en bucles que les lleven a hundirse irremediablemente en un pozo demasiado profundo. Y por eso, porque sentimos el peligro, nos hiperactivamos, nos llenamos de energía, y tratamos de darles fuerzas, hacer por ellos, tirar de los estribos, hasta hacerles daño.

Pero nuestros esfuerzos rara vez tienen el efecto que pretendemos. A veces, logramos trasladarles nuestra energía y empiezan a luchar contra las arenas movedizas, pero rápidamente se cansan y se desesperan, al ver que a cada patada y cada brazada hace subir el nivel del fango o bajarles hacia las profundidades de la tierra. En otras ocasiones, nuestra energía les parece de otro planeta y/o les manda el mensaje de que ellos, jamás, podrán hacer tanta fuerza como tú haces, por ti y por ellos, y, en vez de salir hacia el claro más carcano, se dejan hundir en la desesperación con la que nosotras o nosotros mismos les hemos confrontado.

Cuando nos hacemos cargo de la tristeza de nuestros seres queridos –«¡Caballo cabezota! ¡Tienes que luchar contra la tristeza!»– es más que probable que les estemos empujando hacia dentro.

Especialmente, si se trata de niñas y niños altamente sensibles o neurodivergentes –que, como sabéis nada tiene que ver con la crizanza– que tienden a bloquearse cuando las emociones se vuelven tan intensas que sobrepasan su ventana de tolerancia, lo cual, les hace más vulnerables a la incomprensión o proyecciones del mundo adulto.

Entonces, ¿qué podría haber hecho Atreyu para ayudar a su caballo?

Parecía imposible. Pero yo tengo una deuda con ese niño que vio morir a un ser querido. Y, aunque no quede bien en la peli, me gustaría imaginar un final alternativo. Algo que sí podría hacer Atreyu para sacar de ahí a Ártax.. Y que, metafóricamente, es lo que hablo con muchas personas que, también, necesitan saber qué hacer (y qué poder) para ayudar a sus hijas e hijos.

Me imagino a un Atreyu que, en un primer momento, reacciona igual, poniéndose tó loco, y haciendo las cosas a lo bestia. Y que, cuanto más tira de la cuerda, más se hunde su amigo. Pero al que le llega un momento, en el que recuerda que él ya pasó por esas tierras, sólo, y vivió lo mismo. Recuerda que empezó a hundirse en el barro, lenta pero inexorablemente, pero cuando éste llenó sus fosas nasales, descubrió, con sorpresa, que se podía respirar allí dentro.

A Atreyu le sigue dando mucho miedo ese pantano. No recuerda bien cómo salió de allí, y tiene miedo de ser engullido para siempre, que le coman los gusanos, y que nunca se encuentre su esqueleto. Pero, a pesar de ello, se acerca al oído de su caballo y le dice.

–Tranquilo, amigo, yo he estado dentro de esa tierra y se puede respirar allí dentro.

Entonces, abraza su cuello, se deja hundir con él, poco a poco, sincronizando el latido de sus corazones que, cada vez, se vuelve más rápido.

Y ambos se hunden, abrazados.

Y al descubrir que allí debajo siguen funcionando sus pulmones, la frecuencia de sus latidos decrece… y decrece… pum, pum, mientras las lágrimas afloran de sus ojos.

Y son esas lágrimas, justo esas lágrimas, las que se hunden en la tierra y generan algo extraño debajo de ellos. El fango se seca, se convierte progresivamente en arena, y aparece un sustrato en el que confiar y apoyar los pies y tirar hacia arriba. Y así, poco a poco, paso a paso, se van abriendo camino de nuevo hacia la vida.

Que sí, que vale, que es un final de mierda. Lo sé. Como guionista no tengo desperdicio. Pero, coño, he sacado a Ártax del pantano. Leches en vinagre. Y el caballo y Atreyu vuelven a cabalgar juntos.

Va a ser que soy un poco como Bastián, el niño pera ése que lee el libro.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Un comentario en “El rescate de Ártax

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