[…] No hay mejor indicador de éxito profesional que llegar a viejo y seguir sintiendo de cerca el dolor de la gente que sufre. Es el mejor homenaje que podemos hacer a la gente que lo está pasando mal, muy mal, y que se abre en canal, con la esperanza de encontrar un camino más satisfactorio. […]
Os voy a meter el dedo en el ojete.
Éste, el corazón, que es el más largo.
A ver si os reinicio con la configuración de fábrica. Es decir, con esa mirada que teníais —cabronas y cabrones, pitos y tambores— cuando estudiabais la carrera y todavía os quedaban ganas de esforzaros por mejorar esta mierda de mundo.
«Yo ya estoy de vuelta de todo.»
«No me llevo el trabajo a casa.»
«Yo me implico lo justo.»
«A mí mientras me paguen a final de mes…»
«Estoy hasta las narices de que me lloren.»
Lamentablemente, éstas son expresiones muy frecuentes en profesionales que deberían acompañar a las personas que sufren. Y digo “deberían” porque con esta actitud evitativa, rechazante o #disociativa, es lo más lejano a estar junto a alguien que he escuchado nunca. Sin embargo, en determinados contextos profesionales no sólo se toleran, sino que se promueven, como si fueran el reflejo de que somos profesionales curtidos en mil batallas, los amos de la barraca, que estamos de vuelta de todo, y somos capaces hasta de currar “en automático”.
Y, al final, si no tenemos una base sólida, lo normal es que nos las creamos.
«Ja, ja, ja, si a mí me la suda lo que sufra la gente, yo hago mi trabajo y punto.»
Pues, déjame que te diga, corazón de piedra, que no hay nada más dañino para las personas que sufren que encontrarse con alguien con esta actitud a su maldito lado. Sobre todo, si se supone que esa persona tiene que ayudarte a encontrarte mejor, o a que se encuentren mejor las personas a quienes más quieres en la vida, y daros, a todos, un poco más de seguridad en vuestra vida.
No hay nada más terrible que mostrar la propia vulnerabilidad, el trauma y la vergüenza que una o uno siente, y encontrarte ese vacío afectivo, sucio, frío y gris al otro lado.
La disociación profesional no tiene nada que ver con el hecho de escuchar historias terribles. Como norma general —lo digo porque en todo hay excepciones—, no se nos activa el vagal dorsal por escuchar a nadie, por muy jodido que sea su relato. Eso no es amenazante. Se nos activa porque ese relato conecta de alguna manera con alguna experiencia sin resolver de nuestro pasado. Es decir, con una amenaza que no se pudo resolver y que, todavía, sigue gravitando sobre nuestro presente, dando lugar a las mismas respuestas que, en su día, nos ayudaron a protegernos.
Pero la putada de este tipo de reacciones es que dejan al margen, muy al margen, los recuerdos asociados. Así que no esperéis disociar y saber, rápidamente y del tirón, con qué se relacionan las reacciones corporales y mentales que estáis experimentando. Es necesario mucho autocuidado, mucho cuidado, autoconocimiento y un trabajo profundo para dar con la pieza que no cuadra en el puzzle de nuestras narrativas preponderantes, y que todavía sigue aislada en una cajita negra fuera de la conciencia.
A menudo, veo más disociación en las figuras profesionales que en las personas a quienes acompaño. Y esa diferenciación dicotómica que muchas y muchos hacen entre profesionales (de primeras) y personas usuarias (sin dignidad merecida), no es más que una forma de protegerse de esa vergüenza asociada a esta vulnerabilidad primaria. Porque no es ningún secreto que, quienes estamos en estos curro, lo hacemos para reparar heridas del pasado. Unas heridas que nunca —joder, nunca— se van a poder cerrar actuando sobre el presente. Así que, sin trabajo personal y sin entornos que fomenten los cuidados profesionales, estamos abocados a repetir los mismos errores, una y otra vez, creando montañas de fantasmas en el camino, mientras presumimos, con la cabeza muy alta, de que a nosotros —perras y perros viejos— el sufrimiento de los demás ya no nos afecta, porque el tiempo nos ha hecho resistentes ante esa adversidad que a los sólo los novatos [de mierda] reaccionan.
Pues dejadme que os diga una cosa. No hay mejor indicador de éxito profesional que llegar a viejo y seguir sintiendo de cerca el dolor de la gente que sufre. Es el mejor homenaje que podemos hacer a la gente que lo está pasando mal, muy mal, y que se abre en canal, con la esperanza de encontrar un camino más satisfactorio.
No hay mejor pronóstico en esta profesión que poder compartir ese dolor de nuestra propia vida, que nos perturba y nos lleva a cometer muchos errores, con un equipo capaz de aceptarlo, cuidarlo y ofrecernos una mirada validante y comprensiva hacia nuestro propio pasado.
Que solos no podemos, hostias.
Pero, claro, de esto no se habla en las universidades, especialmente si son privadas y de pijos, que bien se encargan de lanzar su producto bien empaquetado y palstificado al libremercado: tú descuida, estudiantillo, y dame tu pasta, que de aquí vas a salir siento lo más, mejor que los demás, curro garantizado, el puto amo.
Como profesionales que todavía sienten algo, como personas vulnerables que necesitan cuidados, como gente que sabe que solos no podemos, rebelémonos activamente contra estos patrones de conducta, y no riamos las gracias a quienes fomentan la disociación como cultura organizativa en los servicios sociales del tipo que sean.
Permaneced callados.
Que se note el silencio, y se sienta, tanto que les gusta, como una amenaza.
Plof. Dedo fuera del culo.
Todo bien entre nosotros.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
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