[…] Porque cada persona tiene una percepción particular del fenómeno que le está afectando, y esa percepción, esa mirada o ese sentido que le da, no es independiente de su experiencia, sino parte de la misma de la que no se puede desprender. […]
«—Tengo la respuesta a tu pregunta—dijo, sabe quién.
—Qué bien. ¡Por fin lo resolvemos! —se alegró el granjero.
—Pero hay un problema.
—¿Cuál?
—Sólo sirve para gallinas esféricas que ponen huevos redondos, en un mundo ideal.
—¡Anda ya!»
Aunque no lo parezca, hay calvos más sexys que yo. Uno de ellos es @Stephane Vinolo, un filósofo francés afincado en Ecuador que tiene una habilidad increíble para explicar la filosofía de manera sencilla, pero sin restarle un ápice de complejidad. Me pone un montón. Os recomiendo que le sigáis y que echéis un vistazo a los vídeos que tiene colgados en su canal de Youtube.
Bueno, al turrón.
La movida es que estaba yo ayer escuchando una serie de vídeos que tiene sobre la figura de R. Descartes, y me quedé atrapado con una idea periférica: la diferencia existente entre “la enfermedad” y “mi enfermedad”. Explicaba que la medicina trata la enfermedad genérica de los pacientes, es decir, la que ilustran, explican y tratan los libros de patología, pero que a él, como enfermo —es retórica; gracias a dios no creo que le pase nada—, le gustaría que el médico tratara su enfermedad particular, esto es, la enfermedad tal y como acontece en su propio cuerpo y en su propia experiencia, porque cada persona experimenta un fenómeno diferencial.
Hostia, me dije. Esto da para un libro sobre epistemología de la educación familiar.
Porque existen dos grandes diferencias entre lo que es la aplicación de la medicina y la disciplina que me compete. Y ambas están íntimamente relacionadas. Por un lado, el tiempo que el profesional dedica a las personas; y por otro, el enfoque que debe dar a la intervención. Porque aquí, compañeras y compañeros, no cabe una educación familiar exclusivamente genérica, aunque resulte imprescindible conocerla bien para no hacer burradas y terminar de rematar a las personas que lo están pasando mal.
Porque cada persona tiene una percepción particular del fenómeno que le está afectando, y esa percepción, esa mirada o ese sentido que le da, no es independiente de su experiencia, sino parte de la misma de la que no se puede desprender.
Todo esto para deciros una cosa que ya he repetido en otras ocasiones. Me dan mucho miedo las teorías y los tips que se leen en redes sociales, porque me remiten a esa idea de “la” educación familiar o “la” psicología genéricas, como si —cosa que nos gusta— fuéramos médicos especialistas en un hospital. La realidad es siempre mucho más compleja, más enrevesada y hasta cierto punto independiente de lo que los estudios, por muy científicos que sean, pueden reflejar.
Vale, y también me doy mucho miedo yo.
No podemos presuponer que somos gallinas esféricas en un mundo donde el viento no existe y la gravedad es una variable con un valor fijo. La movida no funciona así.
Cuando empecé con esto me agarraba al cientificismo —la idea que la ciencia es lo único que puede explicar la realidad, y que lo que no puede estudiar la ciencia carece de valor— como una tabla salvavidas. Pero cada año que pasa me la pela más lo que dicen los libros si es contradictorio con el sentido que le dan las personas que están frente a mí. Hoy, valoro más si cabe una pedagogía y una orientación familiar constructivistas, en la que lo significativo, por encima de otras cosas, es el sufrimiento de las personas tal y como ellas lo sienten, tal y como a ellas les afecta, y tal y como lo interpreta la gente que está de carne y hueso ahí.
Porque no recuerdo ni una sola vez que haya encontrado en un libro la respuesta concreta que tenía que dar a las personas que se me abrían en canal frente a mí, ni lo que necesitaban para sentirse seguras o bien. Las soluciones que valen las han encontrado ellas y ellos, a veces, con alguna aportación que haya hecho desde el latir aquí y ahora de mi corazón.
Sí, y con un poco de ciencia. Claro. Pero no desde ahí.
Pero dar este salto mortal no es nada fácil, porque implica enfrentarse a una realidad capitalista en la que la ciencia se esgrime como un arma para cancelar a la competencia, acusando a profesionales competentes —como algunos psicoanalistas— de pseudocientíficos o, si me apuras, de intrusismo profesional. En la que las universidades se ven obligadas a comulgar con el cientificismo más rancio desde su complejo de inferioridad. Para hacerse valer de la manera más cutre, esto es emulando a las profesiones o disciplinas que dan pasta en este entramado corrupto neoliberal.
Hay algo de ciencia en lo que digo. Claro. Y está bien que así sea.
Pero la educación familiar debe ser, por encima de cualquier pretensión profesional, un arte orientado a captar y reformular lo importante. A movilizar procesos que ayuden a las personas a resolver lo que les hace sufrir.
Y lo importante no se puede medir.
Menos mal.
En defensa de “tu” y “mi” educación familiar.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com