[…] —Sabía que estabas ahí —dijo su profesora—. Es muy difícil salir de la manta, ¿verdad? Pero, ¿no sientes como entra en ti la vida? —y cogiéndola de la mano dijo—: Tú también te mereces esto. […]
—Sé que estás ahí, Nora, aunque no pueda verte ni quieras que te vea —escuchó un día—. Sé que te sientes segura en tu manta mágica, y no tengo ninguna intención de reprochártelo o hacerte salir de tu refugio —oyó en la lejanía, pero continuó haciendo sus cosas, sin hacer caso a esas palabras.
Al día siguiente, se repitió la escena.
—Yo también tuve una manta mágica, Nora —volvió la voz—, y a mí también me separó de las personas a las que quería y me hizo pequeñita. Y todavía la tengo y la uso cuando hace falta. Sé que no hay nada malo en tu manta, un mucho menos en ti. Sólo te estás dejando llevar por lo que es natural, el placer de sentirte, al menos, algo segura.
Poco a poco, a Nora se le iba despertando la curiosidad. Era la primera vez que alguien le hablaba así de su manta, reconociendo su experiencia:
—Cualquiera no encuentra una manta como esa. Sólo aparece en terrenos donde escasean los refugios —escuchó con interés—, y a niñas y niños que sufren mucho. El problema es que, cuanto más se usa esa manta, más les aleja de la realidad y más pequeños y vulnerables se sienten. Por eso, muchos mayores no la entienden: tienen miedo de tener que afrontar lo que esas niñas y niños están viviendo, porque ellos también tuvieron sus mantas mágicas y saben lo mal que se está pasando. Lo normal es, entonces, que todo el mundo luche contra esas niñas y niños y su manta y, en esa pelea, que los mayores sienten justa, los pequeños se quedan solos y salen perdiendo. Por eso —se emocionó la escuchar— yo quiero que tengas tu manta y pero, también, que el mundo pueda garantizarte otros refugios. Porque de la manta no se sale por presiones o fuerza de voluntad, sino gracias a la comprensión del mundo adulto.
En ese momento, Nora descubrió su cabeza. Al hacerlo, la sangre volvió a llenar sus venas, y un nudo en la garganta llenó de lágrimas sus ojos.
—Sabía que estabas ahí —dijo su profesora—. Es muy difícil salir de la manta, ¿verdad? Pero, ¿no sientes como entra en ti la vida? —y cogiéndola de la mano dijo—: Tú también te mereces esto.
Le llevó a una habitación cerrada con llave. Dentro, olía a jazmín, había muchos cojines, y se estaba calentito. Había una pequeña nevera con galletas y leche, y una frutero con todos los colores del mundo.
—¿Qué es este lugar? —preguntó, Nora, sorprendida de que hubiera una habitación así en el cole.
—Es una habitación segura. Aquí nada ni nadie puede hacerte daño, te lo prometo. Puedes estar con tu manta, o quitártela y descansar —continuó—. Y si decides estar sin ella, puedes disfrutar de los pequeños placeres de la vida, como estos melocotones que a mí me parecen los más ricos del mundo.
Nora tomó uno entre las manos. Era suave como el terciopelo más caro, y su aroma le entraba hasta por los poros. No pudo contenerse y le dio un bocado. ¡Estaba delicioso!
—Puedes venir aquí siempre que quieras —continuó la profe—, y yo estaré contigo a la distancia que necesites. Dentro de la habitación o custodiando la puerta. Nadie entrará mientras sea tu refugio seguro.
Ese día, al llegar a su casa, algo había cambiado. Se estiró con mucha fuerza y ¡logró alcanzar el timbre! Madre mía, ¡estaba creciendo! Saberlo le dio la fuerza de un toro, y presionó el botón un poco asustada.
Al hacerlo, dejó caer su manta.
—Hija, ¡has vuelto!
Su padre y su madre rompieron a llorar, abrazándola con muchísimo cariño.
—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —preguntaron angustiados.
—Estoy mejor que nunca —respondió Nora, y también rompió a llorar con ganas.
Ahora tenía tres refugios: la habitación segura, su familia y, por supuesto, la manta mágica.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com