La ley del silencio: formas de torturar a la infancia 

[…] Tengo la hipótesis de que aquí se juntan lo más chungo. Porque, a los niveles de psicoactivación que implica la activación del sistema nervioso simpático, se unen la desesperanza e impotencia características del parasimpático, dejando toda esa energía atrapada en el cuerpo.  […] 

Lo siento si pica.  

Pero una de las cosas más crueles que puede hacerse a una niña o un niño es aplicarle la ley del silencio. Es decir, retirarle la palabra y hacer como si no existiera, negándole cualquier explicación sobre lo ocurrido y una salida al malestar que la propia figura adulta le está generando.  

Lo ponemos a cámara lenta.  

El sistema de apego se activa. Es decir, la niña o el niño activa todos los recursos disponibles para entender qué está pasando, confiando en que, si lo entiende y actúa en consecuencia, podrá recuperar a la figura de apego que necesita para sobrevivir en un mundo que, ahora, se siente más hostil que nunca.  

Pero, al otro lado no hay nada.  

Se produce así una desorganización manifiesta. Cortocircuito número uno. Porque la persona que debería proporcionar la seguridad es la que expone y representa una amenaza en términos de agresión, rechazo y abandono.  

Es algo muy difícil de digerir, a no ser que, alguna parte de ella o él, se crea que, en efecto, ha sido malo. Devaluarse es, en estos casos, una forma muy eficiente de mantener un vínculo que se necesita como el respirar porque de él depende la vida.  

La ley del silencio es algo que utilizan mucho —aunque no exclusivamente— perfiles de corte narcisita. En estos casos, el daño es, si cabe, mucho mayor, porque al dolor que provoca la desconfirmación en sí, se añade la perversión, el sometimiento, la manipulación y el trato que uno recibe como si fuera un mero objeto. 

# La ley del silencio es algo que utilizan mucho —aunque no exclusivamente— perfiles de corte narcisita.

Pero, por otro lado, se activa el sistema de protección. Claro, está siendo agredido, y por muchas excusas baratas que escuche, a la neurocepción no se le engaña tan fácil. Pero todavía puede ser peor, colega, porque este tipo de castigo —o mejor dicho, tortura— activa a la vez dos estados antagónicos del sistema nervioso: por un lado el cuerpo necesita luchar contra la injusticia y para recuperar el vínculo, pero, por otro, nada puede hacer porque sólo encuentra un vacío al otro lado. Cortocircuito número dos. Esta vez de los gordos.  

Tengo la hipótesis de que aquí se juntan lo más chungo. Porque, a los niveles de psicoactivación que implica la activación del sistema nervioso simpático, se unen la desesperanza e impotencia características del parasimpático, dejando toda esa energía atrapada en el cuerpo.  

Y llegados a este punto, la cosa sí que se puede poner muy peligrosa. Sobre todo, si no hay salida con una figura de apego sustitutiva.  

Porque, si hay alguien que pueda registrar, sostener y acompañar a la niña o niño vulnerado, ni tan mal. La energía fluye, la oxitocina compensa, y se puede ir creando una narrativa alternativa —que sea creíble— en la que él no sea el malo.  

Pero, si no hay nadie, ¿cómo puede gestionar todo esto? 

Joder, no se puede, salvo con medios extraordinarios. Soluciones que, casi seguro, van a comprometer la autoestima y la salud mental, en mayor o menor grado.  

Por ejemplo, puede hacerse daño. Hacerse daño está bien cuando es para no sentir un dolor mucho más profundo. Así, hay niños que se muerden hasta herirse, que se arrancan el pelo, que se dan golpes en la cabeza e incluso que se estrangulan a sí mismos para sentir el golpe de dopamina que implica recuperar el aliento. Así, van desarrollando progresivamente la idea de que son raros o están locos. Un golpe maestro a un autoestima en desarrollo, sobre todo, sabiendo como sabemos que las estrategias de autorregulación nocivas llegan para quedarse porque son muy eficientes para mantener el equilibrio.  

Puede masturbarse compulsivamente. La masturbación proporciona la liberación de dopamina y oxitocina, hormonas ambas muy eficientes de cara a la regulación del sistema nervioso. Pero, en estos casos, no se trata de una masturbación relajada, que busca darse a uno mismo el placer que se merece, sino una masturbación agitada, violenta, muchas veces asociada a fantasías sádicas, masoquistas o, en cualquier caso, violentas. Fantasías que no tienen tanto que ver con la niña o el niño que es, sino con el estado incontrolable de su sistema nervioso.  

Estas fantasías pueden perturbar mucho. Hasta el punto de hacer sentir a la niña o el niño que hay una parte sucia, oscura y terrible dentro de él, porque todavía no puede separar su ser (self) de las partes protectoras que tomar el control cuando el nivel de peligro o amenaza es insostenible. ¿Qué pasa? ¿Quiero hacer daño? ¿Quiero que me dañen? ¡Qué chungo! 

Puede también desconectarse. Apagar con gran esfuerzo el interruptor del cuerpo, e irse a las nubes. Crear una fantasía paralela que sea tolerable, amable, o en la que pueda tener cierto sentimiento de agencia, aunque sea más falso que una peseta de barro. Pero el apagado, como sabemos, no es selectivo, sino que afecta a casi todas las emociones.  

Pero cuidado con el recurso de la fantasía. Porque, a veces, se está tan a gustito volando que cada vez cuesta más tomar tierra. Es sabido que algunos brotes psicóticos se explican por la recurrencia de estas experiencias de maltrato en la infancia.  

Dejar de sentir es una buena opción cuando el dolor es abrumador, pero suele ser a costa de las sensaciones (agradables y desagradables) que devuelve la vida. Con el añadido de que el cuerpo no deja de sentir, sólo que ahora lo hace sin control, a su pedo. Puede aparecer así, con el tiempo procesos ansiosos, somatizaciones o procesos depresivos que en muchas ocasiones se relacionan con la desconexión mente–cuerpo. Es decir, con el hecho de que el cuerpo se haya convertido, desde edades muy tempranas, en una olla a presión con unas válvulas muy deficitarias.  

Puede tratar de demostrar que es mejor que nadie, a pesar de lo que está recibiendo. Pero, con una autoestima dañada, vulnerada y violentada, cualquier esfuerzo para mejorar se convierte en un recordatorio de que no es, ni jamás va a ser suficiente. Con el añadido de que cotas extraordinarias de estrés puede afectar significativamente a la función ejecutiva, dejándole la sensación de que no puede, está por detrás de los demás, o es sencillamente tonto. 

Que sí, que habrá otras formas. Pero ahora no se me ocurren.  

Sea como sea, se va instaurando en la mente infantil la sensación de que las relaciones no perduran. Que, quien me quiere, va a torturarme. Y eso es un drama para el futuro de estas niñas o niños, por cómo se van a relacionar con sus figuras de apego sustitutivas, a quienes querrán acercarse y huír a la vez, colocándoles demasiada carga afectiva.  

Porque lo que pasa con nuestros cuidadores de referencia se reproduce con los vínculos que desarrollamos en el futuro. Y, si alguien que me quiere me ha violentado, puedo esperar algo parecido del amor o de la cercanía, independientemente de dónde se reproduzca.  

Imagina el impacto que esto puede tener en la futura vida afectiva, social y sexual. Es como un hachazo en la mesa.  

Seguro que hay peña que me lee y piensa que soy un exagerado. Claro que sí, guapi. Se me va la pinza, porque las niñas y los niños son muy resistentes, qué te crees, que los tenéis en palmitas, y así tenemos a los jóvenes de hoy tan blanditos.  

Más mano dura tendrían que tener.  

Con la mili no había tanta tontería.  

Mira el juez Calatayud, él sí que tiene las cosas claras.  

Que a mí me trataron así, y no tengo ningún trauma. Por eso no me puedo aguantar la necesidad de ponértelo, con mayúsculas, en los comentarios.  

Calla un rato.  

Que ya sé que ahora eres superwoman o supermán y, si me calzas una hostia, me pones del revés y con el culo en pompa. Pero date un tiempo para conectar con la niña o el niño que fuiste y tuvo que enfrentar este tipo de retos.  

Siéntelo de cerca.  

Y dime que hiciste para protegerte.  

Y cómo te proteges ahora.  

Seguro que tuvo un precio y que todavía lo estás pagando.  


Lecturas relacionadas:  

BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica 

BOWLBY, J. (1989). Una base segura: aplicaciones clínicas de la teoría del apego. Barcelona: Paidós Ibérica 

DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria 

GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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