El Burro que no quiso compartir moras

[…] —Seguro que no pueden comer moras allí encerrados —le expliqué, mientras volvíamos al cercado—. Vamos a ver si les gustan. […]

Ayer, Amara y yo dimos mimitos a una manada de burros.

Cuando nos acercamos al cercado, se acercaron todos a curiosear. Ella quería achucharlos, pero a mí me podía la prudencia.

Para, tía, que no sabemos de qué palo van. A ver si se van a cabrear y nos metemos en un marrón de la pera.

Tengo motivos para tener miedo. De niño, me atacó un caballo cuando le estaba dando de comer. Casi me descoyunta con una coz. Me dejó marcada la espalda hasta bien entrada la adolescencia.

Así que, bueno, los animales grandes me caen bien, pero no termino de relajarme junto a ellos.

Primero yo. Tú quédate aquí quieta.

Recogí unas hierbas frescas del otro lado del camino, y las acerqué a los animales.

Tenían un prado estupendo, pero varios se acercaron a comer. Me llamó la atención que respetaran cuidadosamente su turno.

Cuando sentí que estaban tranquilos y que iban de buen rollo, le dejé a Amara que hiciera lo mismo.

Vamos a pillar las hierbas más verdes y frescas para ellos, que fijo que pueden verlas desde ahí, pero no llegan a comerlas.

Ella me dirigió a unos brotes per-fec-tos. Los cogimos con cuidado, les limpiamos la tierra y dejé que ella se los acercara a la boquita.

—Mimitos a burro —dijo.

Anda, no fastidies. En menudos jardines que me meto.

Pues nada, a ver si se deja.

Hablé con suavidad y cariño al animal con el que estábamos y, sorprendentemente, sacó la cabeza fuera del cercado. Le acaricié entre los ojos, y sentí que le gustaba.

—Mira, sí que quiere mimitos —se me escapó con ilusión infantil.

—Quiere, quiere mimitos —respondió ella, casi con enfado.

Teníais que haber visto su cara.

La tomé en brazos, y la puse a la altura del animal. El burro respondió acercándole el morro y olfateándola con cuidado. Se dejó acariciar, y que ella le dedicara muchas palabras de cariño.

—Espera, que he tenido una idea genial —exclamé de repente—. Ven conmigo.

Protestó un poco, porque estaba flipando con la experiencia pero, al final, cedió y vino conmigo.

Cerca, había unas zarzas. Y las zarzas estaban llenas de moras negras.

Cogimos un montón para los burros. Nos costó mucho no comerlas.

Vale, lo confieso, algunas cayeron. Que no somos de piedra.

Pero dejamos muchas para los burros.

—Seguro que no pueden comer moras allí encerrados —le expliqué, mientras volvíamos al cercado—. Vamos a ver si les gustan.

El burro nos miraba desde el límite del recinto donde estaba encerrado. Cuando vio que nos dábamos la vuelta, comenzó a rebuznar que casi nos deja sordos.

Ella, ni pizca de miedo.

—Qué morro —dije—, creo que se ha dado cuenta de que le llevamos algo bueno.

Estaba en ese punto de que pataleaba de alegría.

—Mira, burro, son moras —le explicamos—. No sé si a ti te gustan, pero están muy ricas.

El burro comió con cuidado de nuestra mano. Cogía las bolitas con los labios, casi con cariño.

Amara estaba pletórica.

Había dado un capricho y gustito a un burro. Y el burro, tan grande y formidable, se había dejado acariciar ¡por ella!

Era alguien importante para burro, y eso era lo único que importaba.


En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Gorka Saitua

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com

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