Estorbo humano

[…] sería una mujer, a ser posible joven. Con suerte, igual incluso le había pasado algo parecido. Hombres no. Los hombres la iban a mirar raro, fijo, con esa mezcla de juicio, condescendencia y deseo que ella conoce tan bien. Con esa enfermera, por fin estaría cuidada y protegida. […]

Por un momento flaquea. Siente un nudo en la garganta y esa maldita humedad en las bragas. Sabe que hay riesgo de enfermedad y de embarazo. El tiempo corre. En pocas horas la pastilla no será una opción y las cosas se complicarán sobremanera. Se le humedecen los ojos, pero el tipo no se percata. Es como todos, está más centrado en sus presuposiciones que en ella. Sabe por experiencia que eso es sumamente peligroso: a estos tipos —¡son todos iguales!— les preocupa más hacer un informe con el que presumir ante sus superiores, en plan: mira todo lo que sé, lo que he descubierto y lo bien que escribo, que la verdad tal y como ella la experimenta: rudimentaria, obscena y simple.

Sara calla y deja hablar al profesional. Sabe que, si habla y ella asiente, se irá satisfecho, con la sensación de haber hecho su trabajo, aunque ella no suelte prenda. Que se explaye. Con suerte, hará un informe genial, satisfará su ego y dejará en paz a su familia. Ya tienen bastante sus padres con el trabajo, estar pendientes de las que monta su hermano pequeño y con la botella.

«Puedes confiar en mí», le dijo la primera vez que estuvo con ella, sonriendo de una manera extraña. Todo su cuerpo se tensó. ¿Sería uno de esos hombres que tocan a las niñas? Solo pensarlo le dio un asco tremendo. Había conocido a varios de ellos, y siempre se acercaban con un disfraz de corderos, ofreciendo su apoyo y su ayuda. Como aquel profesor asqueroso del año pasado, que se ofrecía solícito a darle clases particulares durante el recreo, que la miraba con codicia y con quien insistía tanto que fuera su madre. Fue una buena decisión faltar a clase, aunque ahora tenga que aguantar a este estorbo humano, a quien su vida se la pela. Pues que haga su informe y se marche de una vez. Qué asco de ser y qué aburrimiento tan profundo.

La cosa es que ha estado a punto de contárselo. Lo tenía en la punta de la lengua. Hubo un silencio raro, durante el que se aflojó el nudo en su garganta, y casi quiso lanzarse a sus brazos y dejarse llevar.  Contaría lo que le había pasado. Todo para escapar de esa vergüenza, esa suciedad y esa sensación difusa de haber sido atravesada en lo más íntimo. Pero, justo después, él comenzó con uno de esos sermones tediosos y se le bajó todo. Entró en un estado de aburrimiento extremo: todos eran iguales y nada iba a cambiar jamás, hiciera lo que hiciera.

Mientras el insufrible hablaba, trataba de pensar qué haría con todo aquello. Lo primero era ducharse, claro. Tenía que quitarse ese pringue de encima. Se limpiaría por fuera y por dentro, metiéndose el chorro hasta donde haga falta. Quedaría impoluta. Quizás entonces podría hacer como si no pasara nada y olvidar toda esta mierda. Hacer como otras veces. Continuar como si no pasara nada.

—Algo te pasa, ¿verdad? —se percató por fin él, pero ella estaba en otro planeta, ocupándose de las cosas verdaderamente urgentes.

—Es que he dormido poco —contestó, tratando de quitarse su atención de encima, pesada y agobiante, casi como los cuerpos que hace pocas horas se movían furiosamente sobre ella. El mundo se convirtió en irreal y le sorprendió una arcada.

—Hay que dormir más —respondió el imbécil—; si no, es imposible rendir en la escuela. Y comer bien. Sí, debes comer sano para que tu cerebro pueda estar atento. Se acabaron esos desayunos con bollería industrial, ¿me lo prometes?

—Lo haré —dijo, sabiendo que la sumisión era lo que mejor servía con esa gente. Si les dabas la razón, podrías hacer lo que te viniera en gana. No les importaba. Su único interés era quedar como si fueran listos. Sabía que tenía que ayudarles con eso. Así dejarían de entrometerse—. Te lo prometo.

Luego iría al hospital. Quizás allí se encuentre a alguna enfermera maja a quien contar lo ocurrido. Eso es, sería una mujer, a ser posible joven. Con suerte, igual incluso le había pasado algo parecido. Hombres no. Los hombres la iban a mirar raro, fijo, con esa mezcla de juicio, condescendencia y deseo que ella conoce tan bien. Con esa enfermera, por fin estaría cuidada y protegida. Eso es. Vaya, qué subidón que me ha dado —atina a pensar—, pero ¿por qué me duele el culo? El culo no me debería doler. Se supone que no me hicieron nada allí. ¿Y si me hicieron algo en el culo? No lo sé. Pudo haber pasado. Estaba borracha. Cree que se desmayó. Apenas recuerda cuántos eran. Uno, dos, tres… cualquier cosa es posible. Se enfría. Se paraliza. Que no haya sido el culo, por favor. Puede confesar a sus padres lo de la vagina. Eso sí. Pero no lo del culo. Si se descubre en el hospital que le han hecho algo por ahí, su padre se volverá loco. Se pondrá hasta las trancas de farlopa, la torturará hasta que le dé información, cogerá un arma e irá a por ellos. Los matará y acabará otra vez en la cárcel. Mamá se deprimirá, se quedará en la cama de nuevo, no volverá a hacerles la comida. Las pastillas la convertirán de nuevo en zombi. No, no puede ser que su hermanito reviva su misma historia. Todo saldrá bien, fijo. Hay que confiar. Permanecerá sana y es muy probable que no arraigue en ella esa semilla. Fijo. Puede estar tranquila: estaban tan drogados que su semen seguro que no vale para nada. Se callará. Es la mejor idea.

—De verdad que debes dormir más —le interrumpe el educador, en tono de reproche—. Se te nota en la cara.

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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