El veneno que hay que tragar

[…] Si hay un síntoma, hay esperanza. La alternativa al síntoma no es el bienestar, sino que, en ausencia de la seguridad que la persona necesita, es posible que sea otro síntoma menos adaptativo o, peor aún, la desorganización. […]

Hay algo que me escama en esa idea de que “los contextos nutricios generan cerebros sanos” y en su antagónica, a saber, que los “contextos hostiles o negligentes, generan cerebros dañados”. 

Me preocupa que nos lo creamos demasiado. 

A ver, hay una parte de verdad en todo esto. Si una o uno crece en un prado de amapolas, con unicornios que le quieren y querubines que le acarician con plumitas, es más probable que todo vaya bien. Pero, si crece en un territorio devastado por la guerra, humeante, en ruinas y defendiéndose de los pillajes, no es garantía de destrucción mental. 

Hay, por ejemplo, personas que han sobrevivido a un escenario de abusos y violencia brutal, a pesar de haber sufrido esa barbarie en los momentos más vulnerables de su vida. Y seguramente, han podido hacerlo porque además de violencia, el contexto les ofrecía un par de cosas: una vía de escape y cierta sensación de control acerca de su propio sufrimiento y estrés. 

Y digo “el contexto”, porque cuando las persona están expuestas a niveles de estrés que te cagas por las patas, normalmente no tienen control ni sobre sus emociones, ni sobre la realidad. Pero, a veces, el contexto permite patrones —sí, eventos recurrentes— que permiten “hacer casa” y regular el estrés, sin que éste llegue a niveles tóxicos que puedan dañar a la persona a nivel estructural. O permite que el síntoma se exprese y consiga cumplir con su función de regular el sufrimiento que la persona padece. 

Por ejemplo, la niña que vive sola con su madre alcohólica y cuando ella se emborracha y cae al suelo, abre la puerta y se va a cenar a casa de la vecina, que le acoge como una más. 

O el niño al que tratan como un perro y, después del colegio, se marcha al bosque que hay cerca de su casa, y recrea un mundo imaginario en el que el basajaun y los duendes cuidan de él. 

O la chavala que se corta los brazos y así consigue no sólo expresar su dolor, sino también regularlo y que sus padres se alíen para asistirla, cuidar de ella, y lavar sus heridas, dejándoles preocupados y alimentando la esperanza de que todo puede cambiar y puede ir bien. 

Recuerdos adaptativos, todos ellos, con riesgo de generar un impacto en la vida de la persona, pero que también son una válvula de escape para el estrés, y que permiten cierto control sobre el propio sufrimiento. En plan, soy protagonista de mi maldita vida, porque hay algo, por muy jarto que sea, que puedo hacer. 

El desastre también puede acontecer en contextos mal llamados “nutricios”, es decir, que tienen en potencial de dar a la persona todo lo que ésta puede necesitar. Y este desastre, en muchas ocasiones, no tiene que ver tanto con hacer las cosas bien o mal, sino con el hecho de que el sistema nervioso de las personas adultas y que tienen la responsabilidad de cuidar, no permite a la niña, el niño o el adolescente sus formas naturales de regulación emocional. Normalmente, porque se malinterpreta el síntoma, considerándolo un problema, en vez de un aliado que no sólo comunica un malestar, sino que habla de los recursos que la niña o el niño puede poner en marcha en el aquí y el ahora para que los niveles de estrés no alcancen cotas de toxicidad. 

Como el niño autista que activa el stimming, y sus padres se empeñan en que actúe normal. 

Como la niña que se desconecta, y a la que su profesora le pide que se esfuerce y atienda más. 

Como el adolescente adoptado que monta el pollo en casa, y sus padres le amenazan con mandarle a un centro, alimentando más su sensación de ser insuficiente y de que le pueden largar de casa. 

Como el chaval que tiene un brote psicótico, y todo el mundo hace caso omiso a las “tonterías” que comenta, necesitando más de la huída de la realidad, y de voces que le acompañen en su soledad. 

Patrones, todo ellos, que pueden acontecer en un contexto supuestamente óptimo, con progenitores con sus capacidades y habilidades intactas, y que acaban asfixiando a las chavalas y los chavales al no permitirles expresar o liberar su malestar, ni sentir que tienen cierto control sobre él. En patrones circulares que sostienen el estrés en su cuerpo, provocando desorganización afectiva y disociación estructural —la peor—, cosas ambas, que aparecen cuando el síntoma es incapaz de regular suficientemente el sufrimiento y el dolor. 

Si hay un síntoma, hay esperanza. La alternativa al síntoma no es el bienestar, sino que, en ausencia de la seguridad que la persona necesita, es posible que sea otro síntoma menos adaptativo o, peor aún, la desorganización. 

Eso es lo que eleva el cortisol que te cagas generando el tan temido daño neuronal: el estrés tóxico, que, como repito tantas veces —en contra del paradigma predominante en los servicios sociales— no depende tanto de la presencia de estresores, sino de la ausencia de seguridad. 

Repito, por si no se me ha oído: de la ausencia de seguridad. Porque los profesionales, tantas veces, nos acabamos peleando con el síntoma, sin entender la función capital que cumple ni la narrativa que subyace acerca de la dignidad de la persona, su competencia y la esperanza que, todavía, puede albergar. 

No vamos a decir que la calidad de los contextos no influye. No soy tan burro, a pesar de lo que pueda padecer. Pero sí creo que debemos reivindicar una mirada sistémica que, más allá de la supuesta “calidad” de las madres o los padres, de los contextos, de los apoyos, o de la madre que los parió, reivindique que pongamos más la atención en los patrones circulares que permiten aliviar el estrés, o lo convierten en un maldito veneno que las personas vulneradas y vulnerables se ven obligadas a tragar. 

Quizás, así, juzgamos menos las maternidades —sobre todo— y las paternidades —mucho menos—, y nos centraríamos más en apoyar. 

Porque al final, como sabes, no es el síntoma, sino la relación que la persona y el contexto tienen con él. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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