[…] Es verdad, hay familias que dejan a las niñas y los niños en terapia, con la esperanza de que la figura profesional pueda ayudarles a gestionar mejor algunas dificultades o problemas, y que no siguen los consejos de los profesionales o evitan las reuniones con estos. Esto te lo compro. Pero atribuir a este tipo de actitudes una intención negligente o maligna, es seguramente una de las formas de mala práctica profesional más extendidas. […]
Hablemos sobre esas psicólogas y psicólogos que se quejan de las familias que “llevan a las niñas y los niños al taller, para que los reparen”, según creen, desentendiendose del proceso.
Porque, a menudo, observo mucha hostilidad implícita en sus palabras, como si fuera moralmente deseable aliarse con la niña o el niño, en contra de su familia negligente o, si me apuras, maltratadora.
Ojo al tema.
Es verdad, hay familias que dejan a las niñas y los niños en terapia, con la esperanza de que la figura profesional pueda ayudarles a gestionar mejor algunas dificultades o problemas, y que no siguen los consejos de los profesionales o evitan las reuniones con estos. Esto te lo compro. Pero atribuir a este tipo de actitudes una intención negligente o maligna, es seguramente una de las formas de mala práctica profesional más extendidas. Y una de las que tiene un potencial dañino mayor, tanto para la infancia vulnerada y sus familias, entre otras cosas porque va diametralmente en contra de que la familia y la infancia construyan con esa figura profesional un vínculo suficientemente seguro.
Porque, al menos en mi contexto laboral, no es extraño ver a profesionales que se yerguen como protectores de la infancia, orgullosas y orgullosos de posicionarse contra las familias. Y eso, amigas y amigos, suele desembocar en multitud de problemas como, por ejemplo, cuando la peña con carrera se empeña en que las familias sigan una serie de “pautas” —odio los consejos— que superan sus motivaciones, recursos o capacidades, en plan, lo que deberíais hacer, majetes, es esto y lo otro, y si no pasáis por el aro, que sepáis que estáis dañando a vuestra hija o hijo. Joputas.
Coño con la figura profesional que, supuestamente, debería estar ahí para ayudarnos.
Esto, dicho por una o por un profesional que se supone que “sabe lo que le viene bien a nuestra hija o nuestro hijo” —lo entrecomillo para no descojonarme demasiado— es un golpe muy bajo contra las personas que vienen a pedir ayuda y que, indudablemente, repito, indudablemente, tienen una historia de esfuerzos que creen fallidos para resolver el problema que les preocupa o angustia.
Porque, quizás, es por aquí por donde haya que empezar, ¿no? Por preguntar con curiosidad, con tiempo, sobre todos los intentos que han hecho para proteger a esa infancia que sufre, y por reconocer el valor que probablemente han tenido esos intentos tanto para la niña o niño afectado, como para toda la familia.
Porque no es extraño que las familias, por carecer de un criterio comparativo, valoren como ineficaces, inútiles o estúpidos esfuerzos que probablemente sí hayan ayudado a la infancia que sufre, entre otras cosas, como precisamente me ha pasado a mí, porque no se han visto resultados inmediatos. A fin de cuentas, la angustia nos lleva a valorar sólo las respuestas y soluciones que ofrecen beneficios en el aquí y el ahora, y no nos permite —a ti, a mí, ni a nadie— valorar el impacto de lo que hacemos a medio y largo plazo.
Porque, detrás de muchas de las familias que llevan a la infancia a terapia y, aparentemente, sólo aparentemente, se desentienden de la misma, suele haber una profunda sensación de impotencia. Es decir que acaban dejando a las niñas y niños en “el taller” sin confiar demasiado en que ésta sea la buena, no por negligencia o mala voluntad, sino por esta narrativa asociada al fracaso. Una narrativa que puede permanecer latente, presente, asociada precisamente a este tipo de procesos: el último cartucho, el último tiro de escopeta, que, si nos sale por la culata, nos va a mandar a todos a la mierda.
Esta suele ser la razón de que muchas familias se separen de la terapia a la que llevan a sus hijos: el miedo a volver a sentir, de nuevo, esa sensación tan arraigada de indefensión, desesperanza o impotencia. Es decir, el vagal-dorsal tantas veces asociado al trauma y que nos hace sentir un verdadero truño. Y que, desde fuera, tantas veces se interpreta mal: como apatía, desinterés o falta de ganas.
Por eso, amigas y amigos que denostais hostilmente a estas familias, pensad que para ellas, inevitablemente, es un esfuerzo monumental pedir ayuda fuera. Económico, moral, social y emocional. Es aceptar que, tras tantos esfuerzos, uno no está en condiciones de ayudar a sus hijas o hijos a sentirse mejor en el mundo, o a superar aquello que les coloca en una situación de vulnerabilidad extrema.
Así que decidme, vosotras y vosotras que sois tan listos, ¿cómo queréis que se acerquen estas familias a la terapia de sus hijas e hijos? ¿Qué opciones les quedan?
Yo sólo digo lo que es evidente: quizás, cuando aceptasteis hacer terapia con la infancia, en plan especialistas, también era una forma de evitar las emociones desagradables —muchas veces proyecciones— que os despertaba trabajar con familias.
Porque, ¿cuántas veces hacéis algo parecido a lo que propongo? ¿Cuántas veces os acercáis con curiosidad, compasión y cariño verdaderos, honestos, a esa historia de esfuerzos que se valoran —a veces, incorrectamente— como fallidos?
¿Cuánto tiempo dedicáis a honrar los recursos naturales y espontáneos que tienen estas familias?
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
