[…] Abrumada por la sensación de no ser suficiente, de no tener valor, Alissa tomó una decisión. No iría a la escuela. Se internaría en lo más profundo de la fosa de los huesos —el lugar donde nadie debía ir— en busca de respuestas. La leyenda decía que, si una sirena lograba sobrevivir, podía hacerle una consulta al Kraken, el sabio del abismo, el único ser que la podía ayudar. […]
Si hay algo terrible para una sirena, es perder su voz.
Las sirenas necesitan su canto para cumplir su misión: alejar a los barcos y a las gentes del mar de los acantilados, arrecifes y riscos peligrosos. Si alguna quedara muda, el resto de la tribu la miraría con extrañeza, como si no fuera una de ellas o le faltara una cualidad esencial.
Alissa despertó con un nudo en la garganta. Igual era el remanente de un mal sueño, o el inicio de un resfriado, y no le dio más importancia. Desayunó lo que más le gustaba, ostras y algas, y salió de su casa, dispuesta a cumplir con su tarea.
Aunque allí abajo estaba tranquilo, en la superficie había un tremendo temporal. Enormes nubes negras copaban el cielo, y los rayos y truenos rasgaban el aire, partiendo el mundo por la mitad. Había olas del tamaño de casas y, entre ellas, se podía ver un pequeño barco de vela, luchando desesperadamente para mantenerse a flote.
—¡Arriad las velas! —gritaba la capitana, una mujer ruda, endurecida por muchas horas de mar—. ¡Si el viento quiebra el palo mayor estamos perdidos!
Las marineras y los marineros cumplían desesperadamente sus tareas, con los ojos muy abiertos por el miedo. Intuían que el barco se podía hundir y, si eso pasaba, sería el fin.
Percatándose de la gravedad de la situación, Alissa subió a la superficie y se colocó entre el barco y una roca afilada que emergía de lo más profundo como el cuchillo del diablo, dispuesta a cortar el barco por la mitad.
Tomó aire, e intentó cantar para advertir a la tripulación y evitar el impacto.
Nada, apenas salió un poco de aire de su boca.
«¿Qué me está pasando?», se preguntó. «Seguro que no es nada», se dijo, y lo volvió a intentar.
Esta vez no salió ni un suspiro.
—¿Por qué no cantas? —dijo entonces una voz.
Se giró y vio a decenas de sirenas mirándola. Era casi toda su tribu. Habían acudido, también, a socorrer al navío.
Alissa se puso colorada. Sabía que tenía que cantar. Si no lo hacía, todos pensarían que era una sirena rara, a la que le faltaba algo importante.
Lo intentó con todas sus fuerzas y…
Nada.
Sintió que se hundía hasta lo más profundo del mar, al lugar más oscuro y gélido del abismo, donde habitan horribles bestias.
—No puede cantar —escuchó decir a alguien mientras bajaba la mirada, y todos los océanos del mundo se abrieron bajo sus pies.
Fueron otras sirenas las que cantaron aquel día, segundos antes de que el casco impactara contra la roca, evitando el temido desenlace. Alissa se quedó con la sensación de que no valía para nada, porque sabía que toda esa gente estaría muerta si hubiera dependido de ella.
Una catástrofe.
Al día siguiente, acudió a la escuela de sirenas. Pero esta vez no iba contenta ni jugando, porque intuía lo que iba a pasar. En general, todo el mundo fue cordial con ella, pero había algo raro en sus miradas, como si trataran de escrutarla o fuera el vergonzoso centro de atención. Como si tuviera una marca fea en la cara, o como si le hubiese pasado algo terrible que no se podía contar.
Pasados los días, seguía con la misma sensación. Todas y todos se daban cuenta de que era una sirena extraña, a la que le faltaba algo esencial: su canto. Era una sirena incompleta, incapaz de cumplir con su misión.
En consecuencia, Alissa aprendió a callar, esconderse y no tratar nunca de cantar. En su fuero interno estaba convencida de que, si no lo intentaba, nadie la podía humillar o ridiculizar.
Abrumada por la sensación de no ser suficiente, de no tener valor, Alissa tomó una decisión. No iría a la escuela. Se internaría en lo más profundo de la fosa de los huesos —el lugar donde nadie debía ir— en busca de respuestas. La leyenda decía que, si una sirena lograba sobrevivir, podía preguntar qué hacer al Kraken, el sabio del abismo.
Aquel día salió de su casa con su mochila del cole, pero la ocultó entre unos corales y marchó decidida hacia ese lugar.
Una enorme brecha añil se abría ante ella, como una herida abierta en el fondo del océano. Miró hacia abajo y vio moverse a las sombras. Estaba claro que había algo oscuro y peligroso allí.
Se armó de valor y se sumergió en las frías aguas. Al descender, pudo ver que el color del mar cambiaba, de azul claro a añil, para llegar al negro más oscuro.
Bajó y bajó… 100 metros, 1000 metros, 4000 metros… Y, entonces, le pudo la curiosidad y decidió apagar su pequeña luz.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se abrió un universo ante ella. Las medusas brillaban como las luces de un tiovivo; ojos impenetrables la observaban desde la oscuridad; anguilas eléctricas daban chispazos e iluminaban a los pulpos vampiro, que se convertían en pelotas gigantes para parecer más grandes y no ser devorados por los peces más siniestros; y los tiburones abisales rozaban su cola como tratando de discernir si se la podían comer.
Sin embargo, no sintió miedo. Era tal el espectáculo que le podía la curiosidad.
Inesperadamente, tocó suelo. Era un lecho fangoso, de arena muy fina, en la que casi se hundió. Una nube que parecía humo enturbió las aguas, y ya no pudo ver nada a su alrededor.
Salió como pudo de allí, y descubrió ojos gigantes la miraban con un hastío que no trataban de ocultar.
—¿Qué narices haces tú aquí? —dijo una voz fuerte y grave, que parecía hosca y cruel.
—¿Quién eres? —preguntó Alissa.
—Te he hecho una pregunta y debes responder —se escuchó con una firmeza que no daba lugar a réplicas.
—Soy Alissa, la sirena —dijo con timidez—. Estoy buscando al Kraken. Tengo un problema, y creo solo él me puede ayudar.
—¿Buscas al Kraken? ¡Ja, ja, ja! —se rio—. Ese monstruo se merienda todos los días a sirenas como tú.
—¡No me importa! —gritó Alissa desde lo más profundo de sus tripas—. Me da igual que me coma. Yo no quiero vivir así —y, al decirlo, se le calló una lagrimita que llenó un poco más la cuenca del mar.
—Entonces, estás de suerte.
Miles de pequeñas luces de colores se encendieron dibujando el perfil de un pulpo gigante. Un pulpo tan grande que era imposible de imaginar. Sus brazos eran anchos como autobuses, y su cabeza tenía el tamaño de una de esas naves gigantes que transportan petróleo por el mar.
—¿Eres… tú? —balbuceó, Alissa.
—Vaya pegunta más estúpida —dijo el Kraken, y la sirena se sintió enrojecer.
—Tienes que ayudarme, Kraken, por favor. He perdido mi canto. Todo el mundo lo sabe y me da una vergüenza tremenda no poder cumplir con mi función.
—Has demostrado valor llegando hasta aquí. Tu tribu dice que este es un lugar peligroso y evitan estas profundidades —dijo el pulpo gigante—. Dicen que hay seres terribles aquí, pero, lo que en realidad temen son las respuestas que puedan encontrar.
—A mí no me dan miedo tus respuestas. Lo que temo es no encajar, que me rechacen, y que todos me miren como un pedazo de plástico sin valor.
—Entonces escucha. Sólo lo voy a decir una vez.
Alissa sintió y se quedó con los ojos muy abiertos, intentando captar todo lo que iba a decir.
—Un parásito se ha introducido dentro de ti. Un parásito que se alimenta de tu desesperación. Cada vez que cedes a la vergüenza y al miedo, y te callas o te apartas para no sentirte mal, das de comer a ese bicho que llevas dentro, permitiéndole que se haga un poco mayor.
Alisa pensó que tenía razón: cuando ella se retiraba para no pasarlo mal, sentía como ese animal del diablo se apoderaba de ella, ocupando más espacio en su pecho.
—El parásito puede devorar tu alma, Alissa —dijo el Kraken, y la sirena se estremeció—, pero hay una buena noticia. También existe una forma de luchar contra él y de vencerlo. Pero es enorme el precio a pagar.
—¿Cuál es esa forma? —se estremeció Alissa— ¿Cuál es?
—¡Te he dicho que te calles! —gritó el Kraken, y su tono no daba lugar a discusión—. ¡No hables! O desapareceré en una nube de tinta y no sabrás nunca más de mí.
Alissa asintió sin decir nada.
—Para aplastar al bicho y liberarte de esa enfermedad sólo hay una medicina posible.
Se hizo un silencio larguísimo. Alissa miraba el enorme animal, que parecía deleitarse con su desesperación.
—Debes hacer las cosas con miedo y vergüenza —dijo—. Con sufrimiento y con dolor. Da igual que te salgan bien o que te salgan mal, eso no importa. Hazlas, a pesar de que te ardan las mejillas, con un nudo en el pecho, o con las tripas retorcidas. Hazlas y, cada vez que lo hagas, estarás restando poder al parásito, que se hará un poco más pequeño, perdiendo, poco a poco, la capacidad de tenerte bajo su control.
El pulpo la miraba fijamente. Parecía que todavía le quedaba por hablar.
—Cuando hagas las cosas así, sentirás que has ganado una batalla —añadió el Kraken—. Pero todavía estarás en guerra contra ese bicho que te ha arrebatado el canto. El primer día, casi no notarás nada. Necesitará muchos golpes para ceder y desaparecer, pero acabarás viendo resultados. Hace falta mucha perseverancia para recuperar tu canto. Eso sí, cuando lo recuperes, este será más fuerte y más bello que antes de la enfermedad.
Dicho esto, el pulpo exhaló una gigantesca nube de tinta que olía a pedo de tortuga y desapareció.
—Hacerlo, aunque sea con miedo y con vergüenza… —se dijo, Alissa— y emprendió el viaje de vuelta con la esperanza de que todo podía ir mucho mejor.
Segunda parte aquí: https://educacion-familiar.com/2023/08/13/la-sirena-que-perdio-su-canto-2-de-2/
Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Maravilla de narrativa.
Gracias!
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Muchas gracias, Arantza!
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Me alegra que te haya gustado, Arantza.
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