El historial de agravios

[…] Por ejemplo, a mí, una de las cosas que más me revientan, es la necesidad que tenemos las instituciones de decir a las madres y los padres lo mal que lo están haciendo con sus hijas e hijos y, si me apuras, destacar el daño que les están haciendo. […]

Apartad la jeta, que viene melón.

Luego no digáis que no aviso.

Prácticamente todas las familias con las que trabajo –y, coño, trabajamos– tienen una historia de agravios con los servicios sociales. Unos agravios que no son imaginaciones de mentes especialmente débiles o inquietas, sino acordes a la realidad del maltrato institucional que han vivido.

En efecto, no seré yo quien defienda las estructuras en las que trabajo. Hace tiempo que renuncié al corporativismo.

Todas u todos conocemos a profesionales irrespetuosos con las realidades que deberían acompañar y cuidar. Que, incluso, se mofan de ellas. Pero, en este texto, no me voy a centrar en ellos; sino en los significados profundos que atraviesan transversalmente cada una de nuestras intervenciones, y que constituyen una fórmula violenta de relación con las personas –incluidas menores de edad– que peor lo están pasando.

Significados tan arraigados en la cultura de los equipos que raramente se cuestionan, y cuando alguien eleva la voz y los señala, se las tiene que ver a hostia limpia con todo el mundo.

Por ejemplo, a mí, una de las cosas que más me revientan, es la necesidad que tenemos las instituciones de decir a las madres y los padres lo mal que lo están haciendo con sus hijas e hijos y, si me apuras, destacar el daño que les están haciendo.

Cómo podemos ser tan puto bestias.

¿Qué nos pasa?

Vivimos en el mito de que para que las familias “cambien” –lo de promover el cambio es otra historia, que lo dejamos para otro post también a cara de perro– es necesario destacar los errores. Ya sabéis, como el médico que diagnostica un tumor a extirpar y, luego, coordina todo su trabajo para eso.

¿Pero qué mierda es ésta?

Se trata de un modelo obsoleto incluso para el sistema sanitario, en el que las intervenciones más holísticas y punteras van orientadas no sólo a erradicar el síntoma, sino a conocer los ajustes a los que ha llegado el organismo para que aparezca eso. Pero nosotros, malos imitadores donde los haya, sólo nos quedamos con la versión simplificada y chunga.

De bata blanca.

Y, además, hacemos alarde de ello. Porque aquí, allí, y en donde María Sarmiento fue a cagar y se la llevó el viento, se encumbra a los profesionales que son más bestias con sus devoluciones, en plan, mira, qué huevos tiene, lo que les ha dicho. Y, claro, eso penetra en la piel de las y los más pipiolos, que –por mucho que en su formación les hayan dicho lo contrario– desean tener ese estatus y ser como ellas y ellos.

Pues bien, las familias que acaban en el sistema de protección a la infancia y las personas menores de edad a su cargo, casi siempre tienen una historia con instituciones donde prevalece esto. Y eso explica muchas de sus resistencias –benditas sean– y de sus bloqueos. Con el añadido perverso de que cualquier traspaso de expediente –por ejemplo, del cole a los servicios sociales de base, de los servicios sociales de base a los especializados, y peor aún en caso de que se hayan tenido que tomar medidas de protección– implica la exhalación del daño y la carencia, por una cultura corporativa que prioriza los intereses de los profesionales a la sensibilidad con las personas más vulnerables.

Porque si te he pasado el muerto, quiero que sepas que lo he visto bien podrido. Y por escrito, que se vea y que permanezca.

Pues bien, desde el lugar que ocupo, que es lo más bajo, quiero hacer un llamamiento a una militancia que cambie, por fin, esta cultura que sostiene el maltrato institucional, pero también a que, entre todas y todos, rescatemos el padecimiento de las personas a quienes acompañamos y lo hagamos visible, priorizando, por una vez, la justicia frente a nuestro culo en el asiento.

Porque todas esas personas, sometidas, ultrajadas y anuladas, requieren un gesto firme que posibilite cierta reparación sobre lo que han pasado. Se merecen que nos coloquemos a su lado, reconozcamos el dolor y el maltrato institucional, y –si es posible– les ayudemos a recuperar el sentido de agencia que se les ha arrebatado, y que les reprochamos que no tengan en nuestros malditos procesos.

Y si no es posible –cosa más que probable porque difícilmente morderemos la mano que nos da de comer– quizás sea hora de promover que se organicen en sus propias estructuras. Unas estructuras que les hagan ganar fuerza. Porque la colaboración real –de la que tanto hablamos– sólo es posible en condiciones de igualdad con los poderes públicos.

Toma melonazo. En toda la cara 😉

Y no me vengáis ahora con un #notallserviciossociales, que, por dignidad, no os contesto.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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