No es ningún secreto que los medios de comunicación han popularizado una psicología simplista que, a menudo, lejos de ayudar, culpabiliza a las personas que sufren, causándoles más daño. De ahí surgió la iniciativa de “corregir” —si se me permite la expresión— las entrevistas que se hacen a profesionales encubrados por los medios, dándoles una respuesta más adecuada y rigurosa desde una perspectiva técnica y deontológica.
Yo lo hice con Rafael Santandreu, porque me indignaba que ciertos principios se difundieran en RTVE, con dinero público. Y le fusilé el ojete. Pero, ahora, la iniciativa se me ha vuelto en contra, porque me han fusilado el ojete a mí. Vamos, que lo tengo como la bandera de Japon durante la Rendición de Postdam: en carne viva.
F. Javier Aznar Alarcón es psicólogo clínico y psicoterapeuta con treinta años de experiencia trabajando con infancia, adolescencia y familia en situaciones de riesgo, dificultad psicosocial y trauma. Actualmente dirige el Instituto de Psicoterapia Relacional y Narrativa en A Coruña. Es máster en Terapia Familiar y en Neurociencias y miembro de ISPCAN (International Society for the Prevention of Child Abuse and Neglect); ITSS (International Society for Traumatic Stress Studies); IAN (International Attachment Network), la Sociedad Catalana de Terapia Familiar y de ASEPCO (Asociación Española de Psicoterapias Constructivistas). Es vicepresidente de la sección de Psicoterapias Integrativas de la FEAP.
Y, además, es el director formativo del curso que voy a impartir el septiembre del año que viene sobre “Aplicaciones de la teoría del apego en contextos socioeducativos”, en www.psimatica.net de la mano de compañeras y compañeros de reconocido prestigio. Y fusila ojetes con precisión milimétrica, tan bien que hasta da gustito 😜
Gracias, compañero, por ser tan claro en tu exposición y por obligarme a revisar muchos de mis planteamientos. Te leemos con cariño:
Nuestro apreciado Gorka Saitua, impactado por las respuestas que un psicólogo mediático dio en una entrevista en los medios, nos propuso que a los compañeros psicólogos que les pareciera adecuado proponer otra perspectiva de la salud mental la contestáramos con nuestra propia voz.
He aceptado el reto porque me parece una oportunidad para abrir debate y conversar sobre ideas que se dan con mucha frecuencia y también porque hay algo que me preocupa mucho. A los psicólogos, especialmente a los psicólogos mediáticos (yo me encuentro entre los primeros pero no entre los segundos) nos falta mucha, mucha humildad. Algo que aprendí cuando era estudiante universitario es que las ciencias duras lo son porque su objeto de conocimiento lo permite. Es decir, se puede eliminar en gran manera la subjetividad. Las ciencias «blandas» lo son porque su objeto de estudio es mucho más complejo y siempre es recursivo. Es decir, siempre nos estamos estudiando, de una u otra manera, a nosotros mismos. Esto nos obliga, éticamente, a ser muy prudentes con aquello que decimos en los medios, porque hablamos desde una posición profesional que nos da cierta autoridad, y esto trae de la mano mucha responsabilidad. Es legítimo hacer negocio de nuestro conocimiento, estudios y elaboraciones, pero no debemos renunciar, en la medida que nos es posible, a la claridad, la precisión, y saber declarar las lagunas de nuestro conocimiento en lugar de esconderlas bajo una imagen de certeza y fuerza que sea irrespetuosa con las condiciones de vida y situaciones de las personas que nos escuchan o nos leen.
Boris Cyrulnik nos dice que toda elección teórica es una confesión autobiográfica. Volviendo a lo de que somos nuestro objeto de estudio, Cyrulnik tiene razón porque lo que nos mueve y alienta nuestra curiosidad es aquello que nos ha tocado en nuestra propia piel. Así que me parece pertinente hacer una pequeña presentación para declarar desde qué perspectiva estoy hablando: soy psicólogo clínico. Me formé en terapia familiar en el Hospital de Sant Pau y en el Nuovo Centro per lo Studio della Famiglia (actualmente Centro-Scuola Mara Selvini Palazzoli). Estudié neurociencias en la Universidad de Barcelona y he hecho estancias en el Centro Tiama de Milán (un centro especializado en la atención a víctimas de trauma relacional) y en la Escuela de Psicoterapia de la Universidad de Braga, en Portugal, formándome en un modelo narrativo de análisis de la psicoterapia. Llevo treinta años trabajando como psicoterapeuta y he tenido la oportunidad de aprender de los pacientes y de colegas en contextos de mucha dificultad: atención a menores en situación de riesgo y desamparo, familias desfavorecidas, alcoholismo, tratamiento de personas que han delinquido contra la libertad sexual, con personas que han cometido crímenes violentos y con adolescentes en crisis. La mayor parte de mi trabajo es la atención a víctimas de trauma relacional, especialmente abuso sexual en la infancia. Actualmente trabajo en la práctica privada y la acompaño de actividades formativas, supervisión de equipos y colaboro con mi mujer, Nuria Varela, en el Grupo de Innovación Docente que ella dirige sobre práctica narrativa aplicada a contextos de salud y de enfermedad. Mi enfoque es integrativo, sostenido sobre la epistemología sistémica, el constructivismo, la teoría del apego y la psicología narrativa. Mi principal punto de interés es el de cómo las narrativas organizan nuestra identidad, relaciones y posibilidades, y su contribución en la mejora de la forma en que tratamos de ayudar a otras personas.
Pregunta 1. ¿Somos una sociedad más mental o emocional?
Imaginemos que intentamos avanzar en un territorio desconocido. Si tenemos un mapa tendremos las vías que son transitables, pero no tendremos su orientación. Si tenemos una brújula sabremos orientarnos en los puntos cardinales, pero no podremos saber qué orientación nos conviene tomar. El mapa son nuestras cogniciones (ideas, creencias, conocimiento sobre el mundo, etc.) mientras que las emociones son la brújula que orienta el mapa. Ambas cosas están inextricablemente unidas porque lo que nos mueve es lo que sentimos, pero todo lo que sentimos es interpretado a través de nuestra experiencia previa del mundo. Cuando nos conmovemos cambia nuestra percepción de lo que está pasando, cuando cambia la historia que nos contamos, también cambia lo que sentimos. Ambas cosas son, por tanto, caras de la misma moneda: para sobrevivir necesitamos una valoración afectiva de la situación (emoción) y conferirle un significado (cognición). Ahora bien, toda sociedad desarrolla unos marcos de creencias, valores y discursos sobre el mundo, sobre las relaciones de género, sobre la crianza, sobre el cuidado, sobre la sexualidad, sobre la intimidad, etc. que pueden decantar a que sea más o menos respetuosa con la vulnerabilidad o con la diferencia, que afronte la complejidad o que la niegue, y por tanto estimula la proliferación de unas emociones y sentimientos sobre otros. Es algo muy estudiado en lugares sometidos a regímenes totalitarios en los que constatamos que la cultura del miedo y la suspicacia pueden tener consecuencias en las emociones y reacciones en varias generaciones en el futuro, aunque las circunstancias políticas y sociales hayan cambiado muchísimo. Nietos y bisnietos pueden reaccionar visceralmente (emocionalmente) porque están respondiendo a lo que aprendieron de sus ancestros sobre cómo estos tuvieron que adaptarse a circunstancias traumáticas que ya no presentes pero que siguen formando parte de los guiones que organizan su forma de estar en el mundo. Lo mismo ocurre cuando una persona crece en un entorno frío, hostil, negligente o, en cualquier caso, inadecuado. Esto va a tener implicaciones en la siguiente pregunta.
Pregunta 2. ¿Es culpa nuestra la depresión o la ansiedad?
Tzvetan Todorov, un intelectual al que admiro mucho, ha dicho que «la memoria no es sólo responsable de nuestras convicciones sino también de nuestros sentimientos». Cada vez que afrontamos una situación, cualquiera, nuestro cerebro busca de manera automática e inmediata situaciones que hayamos vivido semejantes a ésta para saber qué valor tiene para nosotros lo que esté pasando, cómo lo debemos afrontar. Es un proceso que actúa por debajo del umbral de nuestra conciencia. Por tanto, lo que sentimos es dictado por nuestra memoria. De aquí podemos derivar la respuesta a la pregunta: si lo que sentimos es dictado por nuestra memoria, son nuestras experiencias pasadas (y por tanto los acontecimientos que hemos vivido y la forma en la que otras personas nos han tratado, especialmente las más cercanas) los responsables de la depresión y de la ansiedad. Ahora, la pregunta es pertinente porque vivimos en una sociedad en la que hay una narrativa dominante de, digamos «afrontamiento deportivo» de las dificultades de la vida y especialmente de las enfermedades. Enfermedades como el cáncer son un gran ejemplo: «si quieres puedes», «piensa en positivo», «los luchadores contra el cáncer». La persona aquejada de una enfermedad tiene derecho a afrontarla como mejor le parezca. Y si le es útil pensarla como una guerra ante la que tiene que salir victoriosa, es totalmente legítimo. Pero cuando es un dictado de la sociedad o de los medios de comunicación ¡o incluso de los profesionales! el mensaje que estamos transmitiendo es el siguiente: no deberías sufrir y si estás mal, en cualquier caso, es por no estar teniendo la postura correcta. En realidad esto está al servicio de una negación del sufrimiento real del otro y también es una forma mágica de defendernos de la vulnerabiliad de la vida («a mi no me pasará porque yo tengo un pensamiento positivo») y paradójicamente nos deja sólos cuándo más necesitamos el apoyo de los demás. Este fenómeno puede ser aún más terrible cuando se trata de las enfermedades mentales. Un profesor al que admiro mucho, Luigi Cancrini, dice que la depresión es «el dolor sin palabras». ¿Cómo puede ayudar, entonces, culpar a la persona del malestar que padece? ¿No supone una profunda crueldad y una nueva imposición de silencio?
En la psicoterapia tenemos dos fuentes privilegiadas de información: la evidencia científica, por un lado, y la evidencia que nos enseñan los pacientes, por otro. Si bien la evidencia científica nos dice que a las personas que sufren depresión hay que activarlas conductualmente, la evidencia que parte de la deliberación con los pacientes (es decir, de lo que los pacientes nos enseñan que les ayuda o no) nos muestra que para que puedan activarse tiene que tener sentido para ellos hacerlo. Volvemos al tema de la memoria: si una persona ha aprendido en su infancia que cada vez que tenía esperanza su entorno le volvía a hacer daño, cuando aparece una posibilidad de algo bueno su percepción, mediada por su memoria, es que eso vendrá acompañado de un golpe mayor, y en consecuencia se desanima anticipándolo y lo evita, perdiendo lo que podría ser una oportunidad de cambio. Solemos pensar que es el efecto de pensamientos distorsionados, pero no lo son. Se trata de pensamientos y emociones ajustadas al entorno en el que se ha desarrollado la identidad y la visión del mundo de la persona. Si la culpamos por «su falta de motivación» o de «esfuerzo» estamos ignorando el impacto de sus experiencias en su forma de verse a sí misma y al mundo y nosotros pasamos a repetir lo que ya vivió en su entorno de desarrollo: tras una pequeña esperanza le volvemos a dañar. Sin embargo, si creamos un entorno de seguridad en el que podamos explorar juntos las razones profundas de su malestar, quizá podamos alentar, trabajando colaborativamente con esa persona, una respuesta diferente que permita sostener la esperanza. Si hemos considerado la depresión como el dolor sin palabras, podemos pensar en la ansiedad como un nudo que atenaza el sentir de la persona. Alguna o varias experiencias han producido un sentimiento de amenaza intenso y difícil de ubicar, y la persona no es capaz de organizar una narrativa que le de sentido y que le permita afrontarla. Un ejemplo muy evidente es el de las personas que han sufrido un estrés postraumático por el abuso sufrido por una persona cercana. Algunos elementos de la situación (un color, un olor, un gesto, un ademán, un perfil…) han quedado grabados en la memoria no asociados a una historia (algo que me ocurrió y que puedo ubicar en el tiempo y el espacio y valorar si se está repitiendo ahora o solamente lo estoy recordando) sino que aparecen como destellos, imágenes insoportables que alertan de un peligro inminente para la supervivencia y, al no poder entender lo que les está ocurriendo, no lo pueden afrontar de una manera eficaz. El sufrimiento puede ser inmenso. Culpar a estas personas por lo que sienten es ignorar qué circunstancias han tenido que afrontar, qué reacciones -positivas o negativas- han recibido en su entorno, a qué recursos han podido acceder para sobrevivir, qué significado han podido dar a su experiencia, qué elementos actuales pueden ser recordatorios de las experiencias difíciles pasadas. De nuevo, culpar a quien sufre ansiedad o depresión de sus dificultades es ignorar algo fundamental: que la mayoría de los trastornos mentales se forjan en entornos relacionales y son, en consecuencia, derivados de las formas en las que nos tratamos unos a otros.
Pregunta 3. Para lectores que no conozcan su terminología: ¿qué es la terribilitis?
Este término no es un término científico ni lo he usado nunca en mi actividad profesional. Si se trata de una forma de etiquetar lo que nos parece exceso de preocupación por parte de alguien me parece, de nuevo, que es una forma de ignorar que nuestra identidad y nuestra forma de sentir se esculpen en nuestras relaciones, forman parte de la adaptación al entorno en el que vivimos. Si alguien sufre de un exceso de preocupación nos deberíamos interesar por qué experiencias adversas ha podido pasar en su infancia y en su adolescencia; qué situaciones actuales pueden estar sosteniendo la necesidad de mantenerse alerta; qué concepción tiene de la ayuda que puede esperar de los demás; qué idea tiene sobre sí mismo y sobre su capacidad para afrontar las situaciones estresantes. Imaginemos que esta persona ha crecido en un entorno de mucha impredecibilidad y un sostén poco estable por parte de sus cuidadores; o que sus padres o abuelos sufrieron experiencias traumáticas de las que no han podido hablar, de manera que su miedo, un miedo vivido, no expresado, ha condicionado sus experiencias y relaciones. Si nuestra forma de hablar es despectiva e irónica, hablando de su terribilitis nos encontraremos con la siguiente paradoja: el temor hará que se adapten a lo que les decimos (que nos den la razón) para evitar que también nosotros les dejemos solos, pero su miedo aumentará y se reforzará porque también nosotros mostraremos poca accesibilidad y no les brindaremos una seguridad estable. En este caso nuestra intervención es iatrogénica, es decir, produce daño.
Pregunta 4. ¿Y la necesititis?
Me encuentro en el mismo apuro que con la pregunta anterior. No es un concepto científico ni contrastado, ni sé a qué hace referencia. Si se trata de la idea de que vivimos en un contexto competitivo y consumista en el que se nos hace sentir que necesitamos productos o marcas para estar bien, para tener una buena vida, entonces sí hace referencia a uno de los grandes males de nuestra sociedad actual y que vemos claramente reflejado en la crisis climática que estamos viviendo. Pero no es un problema estrictamente psicológico, sino que implica también a la política, la economía, la sociología y, sobretodo, a la ética.
Si, en cambio, hace referencia a la necesidad del cuidado de otras personas, entonces si es un grave error. De hecho un error histórico: los seres humanos somos seres frágiles por naturaleza. Nacemos dependientes y vivimos dependientes. No podemos sobrevivir (y mucho menos vivir) sin otras personas. Somos una especie altamente social. Nuestra superviviencia ha estado evolutivamente ligada a nuestra relación con los otros y, en consecuencia, necesitamos sostener un sentido de pertenencia, sentir que aportamos algo de valor a los demás (somos competentes), que tenemos algún grado de control sobre nuestras relaciones (pedir ayuda y ser respondidos, por ejemplo) y que nuestra existencia tiene un sentido en el marco de nuestras relaciones. Si lo pensamos atentamente, veremos que la mayoría de los padecimientos que sufrimos está en relación a alguna de estas cuatro dimensiones.
Pregunta 5. El pensamiento determina las emociones. ¿Controlar esos pensamientos no puede derivar en otra forma de obsesión o neurosis?
Nuestro pensamiento es metafórico. Con esto quiero decir que para relacionarnos con cualquier fenómeno usamos un conocimiento previo a partir del cuál intentamos saber cómo actuar buscando aspectos en común. «Controlar esos pensamientos» forma parte de una metáfora (voy a volver a esto al responder a la última pregunta de esta entrevista), una de tipo manipulativo. Es decir, toma el pensamiento como si fuera un objeto que tiene cierto grado de movilidad que nosotros podemos regular con algún esfuerzo, tal y como haríamos con un objeto sólido. Hacemos lo mismo cuando decimos que hemos pillado una idea, como si las ideas fueran presas en movimiento y nosotros tuviéramos que alcanzarlas, por poner un ejemplo. El problema que aparece aquí es el siguiente: las metáforas tienen límites porque abordan algún aspecto de la comparación pero no todos. Cualquiera de nosotros puede entender la expresión «las perlas de tu boca» pero no intentaríamos sacar tales dientes y venderlos a buen precio. Olvidarnos de que hablamos en términos metafóricos y tomar literalmente la sustitución de una cosa por otra nos puede llevar a cometer errores (por ejemplo: ¿alguien ha evaluado alguna vez la visión al ojo de una aguja y le ha puesto gafas, o le ha cambiado los cascos a las patas de la mesa?). Todos usamos metáforas, nuestro conocimiento del mundo es esencialmente metafórico, pero algunas se agotan y necesitamos buscar otras mejores. La metáfora de «controlar el pensamiento» es una de las agotadas. Nuestro cerebro está continuamente tratando de anticiparse a la realidad para facilitar nuestra supervivencia. En ese sentido, no está «bajo nuestro control» el querer tener o no ciertos pensamientos. Los pensamientos aparecen a partir de una dinámica interna siguiendo principios de contigüidad (ovejas y pastores y pastos y montañas…), asociación (el hilo de Aridadna y el brocado de la Bella durmiente y el telar de Penélope…), función (llave y ganzúa y interruptor y contraseña), por relevancia emocional (la broma de dos compañeros de trabajo que me activa una alarma basada en las veces en que me acosaron en el instituto) y otras formas en que nuestro cerebro puede establecer conexiones. Tradicionalmente hemos pensado que algunos pensamientos son pensamientos distorsionados, es decir, que magnifican unos aspectos en lugar de otros, sobredimensionan el riesgo, o el valor que les damos a la aprobación de los demás, etc. Pero hoy en día podemos hacer otra propuesta: tales pensamientos nos parecen a nosotros, como observadores, distorsionados porque ignoramos el contexto de vida en el que aparecieron y fueron adaptativos. Son destilados de experiencias en forma de narrativas, a veces tan habituales y automáticas para nosostros que no somos conscientes de lo que nos las estamos contando. Por ejemplo: un paciente aparece continuamente angustiado por no estar a la altura de lo que los demás esperan de él (sea su pareja, sus amigos o sus jefes). La angustia es tanta que cuando algo la detona, como tener que enviar un correo en otro idioma o coordinar una reunión, a pesar de su elevada competencia se bloquea por el miedo y se siente incapaz de hacerlo. Lo que se está pasando es lo siguiente: hay un detonante en el mundo exterior (el correo, la reunión); ante el reto toma la posibilidad de que salga mal casi como una confirmación de que acabará mal, e intenta resolver un problema que es un escenario posible, pero no actual, ni tan siquiera probable; lo hace porque se cuenta a sí mismo que no está suficientemente preparado, que los demás se van a dar cuenta y que por lo tanto perderá el trabajo, lo que a su vez se encadena con más temores asociados a escenarios contrafácticos (perder el trabajo, perder la pareja, acabar viviendo en la calle). Esos pensamientos le atemorizan por lo que intenta (tal y como apunta la pregunta) controlarlos. Pero, cuanto más lo intenta, más importancia cobran en su mente (más relevancia emocional y aumentan los posibles detonantes de la preocupación) de manera que aparecen con más asiduidad y le parecen más reales (¿alguna vez han intentado no pensar en elefantes azules? es el mismo fenómeno). El núcleo de la dificultad está en la historia que se cuenta a sí mismo: «en el fondo no soy capaz y que los demás no me abandonen depende de ajustarme exactamente a lo que esperan». Cuando hemos explorado el contexto en el que creció descubrimos un padre atento pero frío afectivamente y una madre más central pero que oscilaba entre períodos depresivos (en los que sobreprotegía al paciente enseñándole a mirar el mundo con miedo) y ataques de cólera. En esta impredecibilidad afectiva, asegurarse de actuar de acuerdo al estado emocional de su madre se convirtió en prioridad que casi permanentemente acababa frustrada, y de ahí la desconfianza en sus logros o en lo que le dicen los demás, su especial atención a la alarma emocional, y una visión tan negativa de sí mismo. El ejemplo nos responde a la pregunta: pretender que esta persona controle su pensamiento es cuándo menos inútil y cuándo más dañino. Pero ayudarle a entender el escenario real en el que emerge su preocupación (su memoria), ayudarle a cambiar la percepción de sí mismo y optar a una narrativa más sana y saludable, acompañarle a dejar de intentar solucionar los problemas que anticipa y a redirigir su atención a otros aspectos de su vida así como a relaciones más estables y sanas sí puede servir de ayuda. Insisto en lo que comenté anteriormente, casi todos nuestros problemas psicológicos son respuestas a circunstancias de vida y experiencias relacionales.
Pregunta 6. ¿En qué es mejor nuestra forma de afrontar la vida que la de nuestros abuelos? ¿Y en qué peor?
Creo que esta pregunta se escapa a mi conocimiento y no puedo responderla rigurosamente. Ahora bien, como opinión personal (y quizá infundada) me atrevería a decir que la evolución de una cultura nunca es lineal. Ensayamos diferentes formas de vivir y esto lleva a que aparezcan cosas mejores y otras peores, contemplando además que cada época conlleva sus propios retos. Probablemente a pocos de nosotros nos gustaría vivir en un mundo sin antibióticos o en cualquiera de las dos guerras mundiales, o en la Edad Media y andar huyendo de la peste, o vivir en un sistema feudal. Aún es mayor la diferencia si nos planteamos lo que ha sido vivir siendo mujer. Recuerdo bien cuándo, siendo yo adolescente, mi madre tuvo que pedirle autorización a mi padre para trabajar. No me gustaría que mi mujer, mis hermanas o mis sobrinas tuvieran que vivir de esa manera (aunque si giramos la mirada hacia la actualidad en Afganistán y otros lugares del mundo veremos que millones de mujeres viven a día de hoy en condiciones infrahumanas). Por otro lado, las nuevas tecnologías nos hacen vivir en un mundo alejado de los ritmos naturales en los que se desarrolló nuestro cerebro y eso nos supone grandes retos porque nuestros cerebros no pueden evolucionar a la misma velocidad que nuestras tecnologías. Corremos grandes riesgos (el calentamiento global, un mayor aislamiento por la paradójica presión de las redes sociales y las pantallas, la pérdida de oportunidades de los adolescentes para ser considerados como seres participativos en las decisiones políticas y en las comunidades en el mundo occidental, la cada vez más acusada polarización económica, etc.) que probablemente nuestros mayores ni siquiera imaginaron. Pero tampoco debemos poetizar el pasado edulcorándolo.
Pregunta 7. A menudo se reprocha a los niños que no tienen resistencia al fracaso. ¿La tienen sus padres a la hora de educar?
Quizá no conocemos a los mismos niños…
Yo, por el contrario, creo que los niños son muy resistentes. ¿Se han fijado en cuántas veces los bebés tienen que aceptar el fracaso de sus intentos de ponerse en pie? Una y otra vez se caen, vuelven a levantarse y vuelven a probar. ¿Y aprender a hablar? ¿Cuántas veces no les entendemos, o no son capaces de vocalizar, o de expresar lo que quieren, o emplean formas erradas de conjugar los verbos? Pero no he visto ningún bebé, en condiciones normales, que se desalentara ante retos de tal calibre (si no les impresiona intenten que una inteligencia artificial aprenda a hacer chistes, o que tenga la movilidad y destreza global -no en una sola competencia, sino en todas a la vez- de un niño de seis años). ¿Qué es lo que necesitan los bebés para sostener este esfuerzo continuado a pesar de los reiterados fracasos? Alguien para quien hacerlo, alguien que le dé importancia y que les anime. Nunca insistiré lo bastante: somos seres relacionales y el mundo de los otros es nuestro principal nicho ecológico. Hoy sabemos que la famosa pirámide de necesidades que estableció el psicólogo Abraham Maslow no es del todo exacta: en la naturaleza, madres de mamíferos sacrifican su seguridad por sus cachorros; un niño abandonado deja de comer porque su sistema de apego, innato, le dicta que es más importante recuperar la relación que alimentarse; infinidad de personas han sido capaces de sacrificar necesidades básicas por un bien común. Por tanto, si usted se encuentra con un niño que le parece que no presenta resistencia al fracaso abra el foco y explore su entorno. ¿Es amado? ¿está bien atendido? ¿sus padres disponen de tiempo de calidad para interaccionar con él? ¿le animan? ¿entienden sus necesidades y responden de forma sensible y coherente? ¿tienen expectativas demasiado grandes? ¿se relacionan de forma sobreprotectora e invasiva y no le dejan tener iniciativa en las interacciones? Uno de los problemas actuales es la inundación de las pantallas en nuestras vidas. Hace unos días observe horrorizado como unos padres habían instalado un artefacto en el cochecito de su bebé para que éste pudiera ir entreteniéndose con el móvil mientras los padres se ocupan de otras cosas. El cerebro del niño es tremendamente plástico, y los juegos de luces, colores y sonidos de las pantallas están hechos para trabajar un ritmo que no es el apropiado para seres con un cerebro en plena formación. Disparan continuamente dopamina en el cerebro, un neurotransmisor asociado a la recompensa y la hiperestimulación de este circuito hace que el bebé se desarrolle en un estado que no le va a permitir trabajar bien en cosas que requieren más tiempo de procesamiento, no haciéndole menos resistente a la frustración, sino más vulnerable. Literalmente elevamos exponencialmente sus frustraciones. Y todos necesitamos «éxitos» para construirnos una imagen de autoeficacia que será una de las piedras angulares de nuestro self. Y, por otro lado, le estamos privando de importantísimas experiencias relacionales que vienen a constituir los cimientos de nuestro concepto de nosotros mismos y del funcionamiento del mundo. Pero le propongo que, antes de culpar a los cuidadores, vuelva a expandir el foco: ¿tienen el apoyo suficiente? ¿viven con precariedad o con demasiados estresores? ¿padece el bebé alguna enfermedad que ha abrumado a los padres? ¿han sufrido los padres experiencias traumáticas que puedan condicionar su disponibilidad y la calidad del contacto con el bebé? ¿cuáles son las narrativas culturales predominantes en el contexto en el que viven y que tienen como referencia sobre lo que es apropiado o no en el cuidado de sus hijos? Permítanme un consejo: antes de juzgar intenten dar un paso atrás y ver con mayor perspectiva qué retos deben haber estado afrontando los miembros de esa familia en las últimas tres generaciones así como el contexto de la comunidad en la que viven. Eso puede cambiar por completo nuestra visión de lo que ocurre.
Pregunta 8. ¿De dónde nace tanta autoexigencia?
Como le comentaba, no me parece una cuestión de exceso de autoexigencia. Pero quizá tenga relación con la pregunta número trece, en la que hablaremos de la presión tan propia de nuestra cultura centrada en la imagen y la competitividad, de manera que le emplazo a que nos veamos allí.
Pregunta 9. ¿Qué figuras o profesiones están sobrevaloradas en esta sociedad?
De nuevo esta pregunta se escapa a mi campo de competencia. Así que sólo puedo ofrecerle una opinión personal sin más valor que el de ser una reflexión propia. Me atrevería a pensar que no hay figuras o profesiones sobrevaloradas en una sociedad, sino que las figuras o profesiones que son muy valoradas en una sociedad son un reflejo del marco de valores predominante en esa sociedad, algo así como «dime qué valoras más y te diré cuál es la forma de vivir a la que aspiras». Déjeme acercarme a esta pregunta desde el otro extremo: mi mujer, experta en bioética, siempre me habla de la ley de cuidados inversos que enuncia que la disponibilidad de una buena atención sanitaria o social tiende a variar inversamente a la necesidad de la población asistida. Eche simplemente una ojeada al material, recursos a su disposición, horarios de trabajo, presión asistencial o a la nómina de las personas que atienden a población con menos recursos (educadores familiares, personal de atención a la tercera edad, profesionales en general que atienden a colectivos vulnerables). Cuánto más necesitada está una población y cuánto más presión y dificultades sufren los profesionales, menos recursos se invierten. Le invito a observar este fenómeno y, aunque es posible que encuentre alguna honrosa excepción, apuesto a que comprobará su actualidad y práctica universalidad. Y creo que esto es lo que nos define como sociedad: la linea sobre la que definirnos no es la de a quién valoramos más (que también) sino la de a quién dejamos en la invisibilidad.
Pregunta 10. ¿Cuánto hay de autoayuda en la religión?
No estoy seguro de entender bien la pregunta. Si la pregunta lo que supone es comparar la autoayuda con un fast food literario-psicológico, y que la religión pertenece al mismo ámbito, la respuesta no puede ser taxativa. Algunos aspectos de las religiones tienen más de superstición que de trascendentalidad, y funcionan como sedantes culturales y promesas de que todo va a ir bien si hago lo que se me dice que tengo que hacer y que quien sufre debe aceptarlo como consecuencia de sus actos o bien debe agradecerlo porque una sabiduría mayor sabe que es lo mejor que le puede pasar. Contrariamente a lo que debería ser, es un discurso ciego a nuestra vulnerabilidad y al dolor de otro y muy alejado de la comprensión y consuelo que cualquier religión debería sostener. Por otro lado la autoayuda, en el fondo, no existe. Verá, si estoy leyendo un libro de autoayuda ¿no estoy recibiendo ayuda de quién lo ha escrito? ¿y el escritor no se ha alimentado de otras fuentes y de otras personas? Pero, incluso cuando yo soy el que me animo a mi mismo o me esfuerzo en hacer algo, lo hago sustentado sobre el apoyo, amor y confianza de otras personas que me han apoyado en otros momentos. Nuestra identidad se construye relacionalmente. La mayoría de cosas que creo saber de mí mismo se las debo a la mirada que otras personas pusieron sobre mi. Por tanto, la autoayuda no existe. Sin embargo, esto no puede explicar todo fenómeno religioso ni podemos simplificarlo a tal extremo. La religión, la espiritualidad, la trascendentalidad, forman parte no sólo del desarrollo de nuestra cultura sino que son elementos integrales de la forma en la que millones de personas orientan el sentido de su vida. A mi me supone un profundo respeto por sus creencias y trato de tenerlas siempre presentes en mi trabajo con mis pacientes. No obstante, como cualquier fenómeno humano, no está exento de luces y sombras. En primer lugar, una creencia religiosa debería pertenecer al ámbito de lo privado y no imponerse socialmente, nunca. En segundo lugar, para alguien creyente un guía espiritual o la imagen de su Dios son representaciones de una figura de apego, un sostén para su identidad y su relación con el mundo fundamental. Cuando es traicionado por ellos (como en los casos en los que representantes de una fé abusan de menores) el golpe es tan terrible como el de un abuso por parte de una figura familiar muy próxima.
Pregunta 11. ¿Qué tiene de bueno ‘perder el tiempo’? ¿Hay que saber aburrirse?
Esta pregunta se me hace especialmente difícil de contestar porque el tiempo es algo que me interesa mucho y seguramente me daría para explayarme hasta aburrirles. Intentando ceñirme a la pregunta: no hay que saber aburrirse, hay que saber cómo afrontar el aburrimiento. Los estudios en neurociencias avalan la importancia de emplear el tiempo en aquello que los italianos llamaban el dolce far niente. No es un tiempo abocado al ocio, sino al descanso, a la meditación, a observar el entorno con mayor curiosidad y detenimiento, a dejar volar el pensamiento sin rumbo fijo. Esto permite que nuestro cerebro trabaje a otro ritmo estableciendo asociaciones menos dirigidas a resolver tareas y más a poner orden e integrar experiencias y conocimientos. Es como el trabajo de afinar los instrumentos de los miembros de una orquesta y de crear complicidad entre ellos. Es un trabajo de fondo necesario. Esto va en contra de la situación actual de «hiperestimulación» en la que vivimos con propuestas incesantes de entretenimiento. Ahora bien, si dejamos a niños pequeños conectados a pantallas lo hacemos no porque ellos se aburran sino porque requieren nuestra atención en momentos en los que estamos cansados y nos cuesta responder adecuadamente. Los pequeños se acostumbran al ritmo sincopado de las nuevas tecnologías y se alejan de ese estado que le comentaba, con lo que su malestar se acreciente y vuelve más frecuente, de manera que los padres se sienten más reclamados y probablemente vuelvan a ofrecer la respuesta de la tecnología, reforzando cada vez más un circuito problemático. A esto también hay que añadirle la cuestión de que nuestras ciudades no están construidas pensando en los niños y adolescentes como ciudadanos. No hay espacios seguros donde puedan explorar y jugar entre ellos, o son mínimos. De manera que acabamos en escenas tan dantescas como esta: mi mujer y yo estábamos haciendo ejercicio en un parque en la naturaleza y paramos a descansar en una zona de recreo habilitada para que los niños pudieran jugar en los balancines, columpios, toboganes, zonas de arena y castillos construidos con cuerdas. Nos quedamos anonadados al darnos cuenta de que no había ni un sólo niño jugando con otros niños. Todos estaban jugando exclusivamente con los adultos que les acompañaban. ¿Cómo van a aprender a imaginar juegos juntos, a lidiar con los conflictos, a negociar y a cooperar entre ellos? ¿Cómo van a crear su propia cultura de imágenes y palabras y gestos? Deberían tener la oportunidad de sentir juntos el aburrimiento y explorar cómo darle la vuelta, con padres que les alentaran en la exploración del contacto con otros niños. Pero quizá estamos creando una sociedad en la que tampoco sostenemos que los padres puedan sentirse seguros ni aceptar tampoco su propio aburrimiento, y que puedan buscar individualmente y juntos cómo afrontarlo.
Pregunta 12. ¿Hay mucho farsante en esto del crecimiento personal? ¿Cómo detectarlos?
Hay farsantes (o simplemente malos profesionales) en cualquier profesión. El crecimiento personal es un campo poco regulado en el que es fácil (también lo es en el ámbito de la psicoterapia) hacer promesas basadas en narrativas culturales dominantes (como «ser la mejor versión de uno mismo» o «si quieres puedes»), generar una imagen irreal de crecimiento y logro y que el proceso quede a merced de atender al narcisismo u otros intereses del profesional en lugar de a mejorar la vida de la persona que pide la ayuda, mitigar su sufrimiento y ayudarle a lidiar con las circunstancias de su vida. En general cuando pedimos ayuda deberíamos tener acceso a las credenciales de las personas que nos van a atender, poder conversar de lo que vamos a trabajar y de la forma en la que vamos a hacerlo, y asegurarnos de que esa persona trata con respeto y atención lo que nos preocupa y esperamos, y nos devuelve un retrato amable y objetivo en la medida de lo posible de la situación. Pero esto es más fácil de decir que de hacer, porque muchas veces las personas que buscan ayuda de cualquier tipo no tienen el conocimiento para evaluar si lo que se les ofrece es adecuado, razonable y ético o no. Algunas pistas a tener en cuenta podrían ser: 1) se construye un clima de seguridad y confianza; 2) no me siento prejuzgado en ningún momento, por el contrario, cuando yo emito algún juicio negativo la persona que me atiende muestra curiosidad por cómo he llegado a considerarme de esa manera; 3) trabajamos de acuerdo con mis expectativas, no con las suyas; 4) cuándo aparece alguna dificultad en el proceso o no avanzo, el profesional no me hace responsable de eso sino que trata de revisar conmigo qué puede habérsele pasado por alto y en el caso de haber cometido algún error se hace responsable y actúa para repararlo en la medida de lo posible; 5) con frecuencia revisa cómo vamos, si me está sirviendo de ayuda y si lo que me propone tiene que ver con lo que necesito; 6) pueden haber momentos de dificultad porque se me haga difícil hablar de algo o me active recuerdos dolorosos o que me asusten y la persona que trabaja conmigo regula el clima y el ritmo para calmarme y hacerme sentir mejor, tratándome en todo momento con respeto, sin evitar tratar estos temas pero haciéndolo siempre de forma colaboradora conmigo y atendiendo a mis ritmos y necesidades de comfort y seguridad; 7) antes de probar cualquier técnica me explica de qué trata, para qué quiere usarla, cómo funciona y me pide permiso. En caso de que no me parezca bien, lo acepta y nos ponemos a buscar una alternativa; 8) aunque en el proceso puedan haber momentos de dificultad, al salir en general me encuentro mejor que cuándo entré, y cada sesión algo mejor que en la anterior; 9) nunca, nunca, me siento invalidado. Es decir, se trata con cuidado y respeto cualquier cosa que yo sienta aunque luego haya que revisarla y ver si es posible atender la situación desde otra perspectiva; 10) sus propuestas no surgen de elaboraciones superficiales (como, por ejemplo, «que perdonar me liberará») sino de una exploración atenta de mis circunstancias e historia y tienen que tener sentido para mi. Puede que esta especie de decálogo esté marcado por el hecho de que muchas de las personas a las que atiendo llegan a consulta con un equilibrio muy precario, pero me parece que es una lista de mínimos. El incumplimiento de cualquiera de ellos debería ser una señal de alarma.
Pregunta 13. ¿No es paradójico que la sociedad más autoconsciente de sí misma, la que más vive por y para la imagen sea la que más problemas sufra en ese sentido?
En mi opinión no se da tal paradoja porque no es verdad que la sociedad sea más autoconsciente de nada. La consciencia es una capacidad de los individuos, no de la sociedad. Así que supongo que cuando me habla de una sociedad más autoconsciente usted hace referencia a una sociedad en la que hay más personas autoconscientes. Pero si entendemos la autoconsciencia como un fenómeno reflexivo (yo dirigo mi atención a mí mismo e intento verme desde fuera, como si fuera otro) debo entender que una sociedad con más autoconsciencia es una sociedad con más personas que reflexionan sobre sí mismas, sobre su identidad, valores, actos y compromiso con la sociedad (o las microsociedades de las que forma parte, como la familia), y no tengo la impresión de que vivamos en una sociedad en la que ese fenómeno se dé de una forma masiva. Creo, más bien, que estamos confundiendo la autoconscienca con la imagen pública. Mostrar contínuamente mi intimidad, como ocurre con tanta frecuencia en las redes, no es un ejercicio de autoconsciencia, es un fenómeno de devaluación de la intimidad, que es muy diferente. No me refiero a que alguien cuelgue imágenes de sus vacaciones o de una comida que le ha gustado. Evidentemente esto es algo totalmente legítimo y yo también lo hago ocasionalmente. Me refiero a que la continua atención a lo que se muestra, y especialmente a que sea valorado por los otros, justamente nos aleja de la autoconsciencia. Nos somete a una narrativa dominante en la que es la mirada ajena y la aceptación a toda costa la que nos dicta qué vivir y cómo vivir, a menudo bajo un ideal que es un fenómeno puramente mercantilista: si tengo tal forma física, o visto tal marca, o tengo tal coche, o tengo tales gafas, o uso tal producto que me hace parecer joven, o me gusta tal música de moda, etc. entonces obtendré la felicidad. Aquí sí se da una paradoja: se trata de una maquinaria imparable e insaciable, porque esa felicidad no es tal felicidad, es una ebriedad temporal que se acaba apagando y que nos obliga a volver a consumir para comprar de nuevo un poco más de ese espejismo de felicidad. ¿Recuerda que en una pregunta anterior le expliqué que somos animales relacionales y que eso determina una serie de dimensiones (pertenencia, sentir que somos valiosos y aportamos algo a los demás, sentir que tenemos algún control sobre nuestras relaciones y que nuestra existencia tiene sentido en el marco de nuestras relaciones? Nuestra percepción de felicidad está tejida con esos hilos. Es más, la felicidad tiene dos cualidades curiosas: una es que en general aparece (como ya nos había enseñado Spinoza) en el desarrollo de nuestras cualidades. La otra es que, a menudo, somos conscientes de ella retrospectivamente, cuando ya casi ha pasado. Recuerdo haber ganado un premio de literatura por un artículo que escribí. Desde luego el momento de la concesión del premio y la celebración posterior fue un momento de gran alegría, y también efímero. Puedo darme cuenta ahora de que realmente la sentí en el proceso de trabajar, párrafo a párrafo, ese artículo. Cada nudo, cada rectificación, cada problema resuelto esculpieron la felicidad que reconozco ahora, sin haber sido consciente de ella, y que revivo ahora al recordarlo. Por tanto, nuestra felicidad es en parte un trabajo (como lo es cuidar de nuestras relaciones de pareja, o de nuestros hijos, o de nuestra profesión), se representa en nuestra memoria y nos exige algún tipo de honestidad con lo que estamos haciendo. Volvamos, entonces, a lo que conversábamos sobre las redes sociales y las exigencias que suponen. Su voracidad; su velocidad de digestión, que no permite una elaboración profunda y atenta más que a la superficie; la necesidad de hacerse visible aún cuándo no se tenga nada que decir, no pueden más que alejarnos de la felicidad porque nos hacen sentir que zozobran nuestra pertenencia, nuestro valor, nuestra seguridad y nuestro sentido, porque se vuelven caducos aceleradamente. Esa velocidad y superficialidad me parecen muy alejadas de la autoconciencia que plantea en la pregunta.
Pregunta 14. ¿Usted podría vivir con agua y comida y nada más para ser feliz?
Creo que la respuesta se puede derivar fácilmente de la pregunta anterior: depende del contexto. Puedo sentirme feliz sólo con agua y comida si tiene sentido para mi en circunstancias muy peculiares (por ejemplo si estoy en una prisión por no haber delatado a otros compañeros en un régimen dictatorial). Pero rápidamente las necesidades de las que hablé en la pregunta anterior vuelven a exigir una respuesta (sentir que pertenezco a algo, hacer algo valioso, etc.). Dar como premisa que la felicidad depende exclusivamente de uno mismo y que es ajena a cualquier circunstancia de vida no tiene sentido, o peor, nos hace culpar de su infelicidad a personas que viven en situaciones inhumanas en lugar de solidarizarnos con ellas o de criticar aquello que las sume en tal situación.
Pregunta 15. Si ni una ruptura, un divorcio, la muerte de un familiar o cualquier tragedia no debería alejarnos de la felicidad, ¿la vida no sería terriblemente monocorde?
Esta es realmente una pregunta muy sagaz, le felicito por ella. No sólo sería monocorde sino que no tendríamos identidad.
Los seres humanos vivimos nuestras vidas narrativamente. Esto es, estamos presentes en los acontecimientos que vivimos pero su sentido aparece en cómo son integrados en nuestros proyectos de vida, en la historia que nos contamos a nosotros mismos. Con anterioridad le propuse que la felicidad es un trabajo. Un bienestar absoluto mata absolutamente la felicidad porque, si no supero ningún reto ¡tampoco tengo ninguna historia que contar! Y esta es una condición de nuestra naturaleza humana, que sufrimiento y felicidad no son opuestos, sino compañeros de viaje. Si frente a la pérdida de un ser amado no sufrimos entonces no podemos hacer ese trabajo de reescribir nuestra relación con esa persona, de ver el significado que ha tenido en nuestra vida y por tanto no puedo tampoco pasar de su ausencia a la comunión íntima con su recuerdo. Por eso decimos que el duelo es un trabajo, y para eso necesitamos enfadarnos, y llorar, y recordar, y hablar de esa persona, y reír, y volver a llorar. La reacción ante cada pérdida o tragedia es una ecuación de varias incógnitas: la forma de la pérdida, la historia en común, la importancia que ha tenido en mi vida, la reacción de mi entorno. Por tanto, no podemos tratar cualquier pérdida o dificultad como si siguieran un curso predeterminado. Cada una es singular y sigue su propia trayectoria. Otra cuestión es cuando una persona sufre por estar viviendo bajo una situación de abuso de poder (como en el maltrato, el abuso sexual o la violencia de género) en las que debemos hablar en otros términos. Pero en general, efectivamente tiene razón. No sólo la vida sería una línea sin tono emocional, sino que no podríamos mantener una narrativa de vida y sin ella perdemos nuestra identidad. De hecho, pensar en la felicidad como un estado permanente es un contrasentido. ¿Cómo podemos distinguirla si no es a través del contraste con su ausencia?
Pregunta 16. ¿Qué les diría a quienes han perdido su casa o un familiar en las inundaciones de Mallorca?
La mejor respuesta a esta pregunta la dio el apreciado colega que me pidió responder a esta entrevista, Gorka Saitua: «yo no soy nadie para decirles nada. Creo que la mejor forma de ser respetuoso con ellas y ellos es escuchar y callar.» Un profesor mío decía que el duelo se pasa en familia. Ante una tragedia, lo que debemos ofrecer es primero la ayuda inmediata, la solidaridad de la comunidad y los cuidados básicos y necesarios. En un segundo término, proveer de una situación de mayor estabilidad y de atención a sus necesidades primarias. En tercer término, sostener una situación en la que las personas que sufren una tragedia puedan sostenerse y acompañarse entre ellas, y sentir que son acogidos y sostenidos por la comunidad y que esta les ofrece un contexto para sanar de las consecuencias de la tragedia. Los profesionales sólo deberíamos aparecer en el caso de que este proceso se vea cortocircuitado por alguna causa.
Pregunta 17. ¿Cómo nos reprogramamos?
¿Recuerda lo que hablamos de las metáforas? Es una situación curiosa que hayamos construido ordenadores intentando imitar las cosas que somos capaces de hacer, y que ahora queramos explicarnos en base justamente a esa inteligencia artificial que nos imita. En cualquier caso, la metáfora de la mente como un ordenador hace décadas que está en desuso en psicología. Para poder responderle necesitaría que me reformulara la pregunta en otros términos porque supongo que se refiere a cómo dejar de hacer (pensar sentir, decir o actuar) de maneras que nos hacen daño y cómo actuar de una manera más sana con nosotros mismos y con quienes nos rodean. Y no hay una respuesta simple para eso. De hecho esa es la crítica que podemos sumar a la mayoría de gurus de la literatura de autoayuda, crecimiento personal e incluso psicológica, la de que podemos acercarnos a estos problemas reduciendo su complejidad a unos determinados eslóganes más o menos fáciles de seguir. Si esto es lo que le están proponiendo, probablemente deba desconfiar.
Ya que estamos, os dejo una conferencia suya que me encanta ❤️
F. Javier Aznar Alarcón | formador en psimatica.net
Reblogueó esto en Estrés postraumáticoy comentado:
«No es ningún secreto que los medios de comunicación han popularizado una psicología simplista que, a menudo, lejos de ayudar, culpabiliza a las personas que sufren, causándoles más daño. De ahí surgió la iniciativa de “corregir” —si se me permite la expresión— las entrevistas que se hacen a profesionales encubrados por los medios, dándoles una respuesta más adecuada y rigurosa desde una perspectiva técnica y deontológica. «
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Gracias por compartir las conferencias, la verdad es que tus preguntas me han hecho pensar en muchas cosas. Yo creo que las personas somos seres muy mentales pero no nos damos cuenta, y nos dejamos condicionar demasiado por circunstancias del exterior. La reprogramación es posible, aunque implica un proceso arduo y constante.
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