La tortuga que amaba los árboles | cuento sobre la resistencia del “chivo expiatorio” 

En muchas familias existe una persona sobre la que recae la mayor parte de la culpa. Reciben una mirada invalidante por parte del resto de personas, pero suelen ser un ejemplo de coraje y resistencia.

Lo vemos con un cuento. 

Érase una vez una tortuga que amaba los árboles.

Eran seres vivos grandiosos, enormes, que sostenían la vida de todo el bosque.

Un día, esos árboles fueron invadidos por una multitudinaria bandada de pájaros carpinteros.

Había tantos pájaros agujereado los troncos, que los troncos de debilitaron, y algunos árboles cayeron.

Entonces, la tortuga decidió que tenía que hacer algo.

Su cuerpo no estaba preparado para trepar por la madera. Era muy pesada y torpe. Pero, a pesar de lo difícil que era, decidió intentarlo.

Muchas veces inició el ascenso, y muchas veces cayó al suelo, dañándose su armadura protectora.

Al llegar a lo más alto, se encontró con los pájaros, e intentó dialogar con ellos.

Los pájaros, que sentían amenazado su espacio, se lanzaron contra ella, a picotazo limpio.

Al principio, la tortuga se sentía segura, porque confiaba en la solidez de su caparazón, y siguió intentando hablar con los pájaros desde dentro:

—Cometéis un error —decía—. El bosque es precioso y sustenta todas nuestras vidas. Si lo destruís, peligrarán todos los animales pequeños y grandes, que no tienen alas para volar hasta otro sitio.

Pero los pájaros no escuchaban. Sólo veían que la tortuga estaba invadiendo su territorio y cuestionando sus instintos más primarios. Y atacaban.

—Vete de aquí —le gritaban—. No eres un pájaro, ni un mono, ¿qué narices haces en las ramas?

Y le picaban. Picaban con esos pocos fuertes, reforzados en la restricción de la madera.

Un día, los pájaros descubrieron las grietas resultado de las anteriores caídas. Y empezaron a picar donde dolía.

La tortuga trató de seguir con su misión, pero el dolor le frenaba en seco. No podía hablar con la espalda en carne viva.

Así, fue moderando sus palabras. Pero cuanto más se controlaba, más débil parecía a sus enemigos, que atacaban con más intensidad, en oleadas.

Finalmente, un día, desequilibrada por el sufrimiento, resbaló y se cayó desde las ramas hasta el suelo.

El impacto fue tremendo, hasta el punto de que quedó hecho añicos su caparazón, y ella tumbada como un lagarto desnudo sobre el suelo.

Sin su protección sintió una profunda tristeza, al sentir que su misión había fracasado.

Lloró y lloró. Lloró durante días y noches, viendo cómo los pájaros acababan con el sustento del bosque y toda su belleza.

Tanto le dolió que acabó enterándose bajo tierra. No quería mirar, no quería ver, no quería SER una maldita tortuga.

Entonces, sintió que la tierra se removía a su lado. Y alguien, también enterrado, le daba la mano. Era un joven topito:

—A veces hay que llorar para liberar peso —dijo—. ¿Me dejas que te acompañe un rato?

La tortuga apenas pudo asentir. No le quedaban fuerzas para más movimientos.

—Te hemos visto luchar —continuó—. Lo haces bien. Con determinación y criterio.

La tortuga escuchaba.

—Cuando te repongas, acompáñame —concluyó—, quiero que veas la que tenemos montada.

Pero esa, claro, es otra historia.


Gorka SaituaAutor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia, es la teoría sistémica estructural-narrativa, y la teoría del apego. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com

 

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