[…] —Deja, Amara, no me hagas ni caso; ni caso, ¿vale? —dije, asumiendo mi equivocación— Esos son mis recursos y no tienen por qué funcionarte a ti. Piensa en lo que te suele funcionar a ti. Eso es lo importante. […]
—Deja, Amara, no me hagas ni caso; ni caso, ¿vale? —dije, asumiendo mi equivocación—. Esos son mis recursos y no tienen por qué funcionarte a ti. Piensa en lo que te suele funcionar a ti. Eso es lo importante.
Llevaba un tiempo tratando de animarle a que se lanzara por uno de esos tubos que, a imitación de las barras de los bomberos, hay en muchos parques. Pero éste estaba más lejos de lo habitual y a ella le daba miedo. Era evidente que había una parte de ella que deseaba superar el reto, pero otra le decía que se bajara, que el movimiento que iba a ejecutar no era seguro.
—Aita, es que yo quiero tirarme —me había dicho—, pero, cuando lo intento, me aparecen “pensamientos malos”, que me dicen que me voy a caer, y que no lo haga.
Y yo, como buen salvador, había corrido a la llamada de la damisela en apuros —¡aghhh!—, tratando de ofrecerle uno y mil recursos para que sea valiente y logre su azaña: ¿Qué te parece si haces esto? ¿Y esto otro? A mí me sirve esto, ¿por qué no lo pruebas? Pero, como ya estaréis advirtiendo, nada le había servido.
Nada.
Porque sobreproteger no es sólo hacer las cosas por nuestras hijas e hijos, sino también imponerles nuestros propios recursos, negándoles, queriendo o sin querer, los que les son propios. Es una forma sutil de anularlos a nivel de voluntad, motivación y capacidad, salvando cutremente nuestra autoestima como adultos.
Así que tras un rato haciendo el gilipollas, advertí mi error, me dí una hostia con la palma de la mano en la frente, me repetí 4 o 5 veces que era gilipollas, y cambié de estrategia:
—Deja, Amara, no me hagas ni caso; ni caso, ¿vale? Esos son mis recursos y no tienen por qué funcionarte a ti. Piensa en lo que te suele funcionar a ti. Eso es lo importante.
Eso.
Se levantó con decisión.
—Ya sé, Aita, voy a hablar —me dijo totalmente convencida—. Voy a hablar todo el rato. Sé que cuando hablo no pienso, y creo que así no me van a aparecer esos “pensamientos malos”.
«Coño, vaya mierda de decisión, hija», me dije. «Eso no vale ni pa tomar por culo, pero anda, fracasa en el intento. Tú misma.»
Pues ahí que va la jabata y empieza a parlotear de chorradas sin orden ni sentido. No soy capaz de replicar la serenata porque no hay Cristo que memorice eso.
Bla, bla, bla, bla… y bla, bla, bla…
Total que, para mi sorpresa, va la tronca y agarra la barra con las dos manos, se lanza y se queda agarrada al tubo, descojonándose de la risa.
—¿De qué te ríes?
—Me he dado un golpe en toda la vulva, jajaja —me dice, a carcajada limpia.
—Coño —respondo, y disculpad la redundancia—, ¡pero lo has hecho!
Baja, y hace como que se saca la vulva de su sitio.
—Toma, Aita —me espeta, haciendo el gesto de ofrecerme algo invisible—. Guárdamela, que la próxima vez no quiero hacerme daño.
Y se parte la raja que, supuestamente, tengo ahora en el bolsillo.
—
En resumen, desconfiad en quien quiera daros recursos para ayudar a vuestras hijas e hijos. No se trata de los recursos, sino de confianza y de la relación que tienen con ellos.
Y a ti, ¿qué te sugiere esto?
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
