[…] Asier se encontró con un problema imposible de resolver. Él deseaba, con todas sus fuerzas, recuperar la relación con sus amigos, es decir, volver a tener un sentido de pertenencia en ese grupo; pero, cuanto más se esforzaba por lograrlo, más era etiquetado como incapaz, incompetente o loco. […]
En mala hora lo dijo.
Visto desde fuera, parecía una tontería. Sólo le había dicho a su amigo que no iría a la fiesta, pero, al parecer, él se lo tomó bastante mal.
Al día siguiente, no le hablaba. Lo ignoraba, hacía como si no existiera.
No había sido para tanto, ¿no?
¿O sí?
Asier intentó por todos los medios entablar conversación con él, decirle que lo sentía, pero frente a él sólo se erguía un muro de silencio.
«No entiendo nada, colega, pero ¿qué coño te pasa?»
La situación se hizo evidente para el grupo de amigos. Algo iba mal entre ellos dos, y preguntaron inocentemente:
—Oye, ¿se puede saber qué os pasa?
A lo que Asier contestó:
—No lo sé. Se ha enfadado conmigo, pero no me lo dice —dijo, esperando la ayuda de los demás, o que su amigo se diera por aludido.
—Ya sabéis —respondió ambiguamente Eneko, sin explicar nada.
Esta conversación inocente marcó un hito en su relación. Eneko sabía que lo que había pasado no era suficiente para romper la relación con quien, hasta ahora, había sido su amigo; pero, ahora, se sentía más enfadado con Asier si cabe porque su pregunta le había expuesto ante el grueso de la pandilla.
La cosa empezaba a complicarse. Asier seguía intentando recuperar la relación con su amigo, pero Eneko no podía plegarse a su petición sin exponer que había exagerado.
Un marrón guapo para unos chavales de apenas 14 años.
Para proteger su postura, y no ser rechazado o juzgado por sus iguales, Eneko comenzó a decir que Asier era muy raro. Que hacía cosas estúpidas y alocadas, y que estaba hasta los mismísimos huevos. Y, como pera muy expresivo y convincente, puso bastantes ejemplos ilustrativos. Hizo referencia a un montón de situaciones en las que Asier había hecho el ganso o se había equivocado, dando a entender que no merecía la pena que fuera su amigo.
Ante el conflicto creado —ya no se trataba de una discusión, sino de una elección del tipo “estas con él o conmigo”—, el resto de la cuadrilla tuvo que ir tomando postura. Y, en ese momento, era elegir entre el lider, a saber, el que había asumido el poder, o el que tenía todas las de perder, al asumir una postura de inferioridad.
Porque, en el lugar que le había tocado, Asier sólo podía tratar de resolver apresuradamente las cosas. Pero ya no tenía acceso a su Eneko y, cada vez, tenía menos acceso a sus amigos. Con el añadido de que, ahora, se enfrentaba a un enemigo invisible e intangible: su dignidad estaba siendo horadada a través de cuchicheos a los que no tenía acceso.
En consecuencia, Asier se encontró con un problema imposible de resolver. Él deseaba, con todas sus fuerzas, recuperar la relación con sus amigos, es decir, volver a tener un sentido de pertenencia en ese grupo; pero, cuanto más se esforzaba por lograrlo, más era etiquetado como incapaz, incompetente o loco.
Poco a poco, esa imagen de él fué rulando por el mundo. Primero fué su grupo, luego su aula, luego en el autobús de vuelta a casa, la escuela y el pueblo entero.
«Loki», le llamaban, en referencia a su precaria salud mental. Una salud mental que se fue resintiendo poco a poco, sin que él se diera cuenta. Impotente y desesperanzado ante los acontecimientos, Asier fue cayendo en lo que podría denominarse una depresión.
En el colegio estaba catatónico. Apenas reaccionaba. Y el profesorado, al verle así, trataba de animarle (“venga tío que tu vales, tira palante”). Pero todos esos intentos, lejos de ayudarle, empeoraba la situación porque, en el fondo, le recordaban que estaba jodido de la azotea. Por eso, al escuchar toda esa mierda, se venía más y más abajo, como un árbol viejo que cae en el bosque, sin que nadie se dé cuenta.
Los profesores, al ver que ese mensaje no calaba, comenzaron a ser más y más agresivos con el chaval: “es tu problema”, “vamos, échale ganas”, “esfuérzate más”, etc. Mensajes todos ellos que reafirmaban lo que le decían y empezaba a creerse: que había algo en él que estaba mal y que era motivo de vergüenza.
Una vergüenza que también le impedía pedir ayuda en casa, porque sólo le faltaba que su madre y su padre le vieran como un problema o una carga para su familia.
Asier consiguió salir de toda esta mierda cambiando de amigos, yéndose a la universidad y dejando su pasado atrás. Y no llevó una mala vida.
Pero, ahora, cada vez que alguien le rechaza —sea una persona cercana a él o lejana— se le aprieta el esfínter, y se siente como un niño pequeño que tiembla en una esquina. Que necesita retomar la relación con esa persona o es una muerte social (el vacío, el maldito vacío) más absoluto.
Lo que quizás no sabe Asier es que, en ese niño que tiembla, realmente, están contenidos todos los esfuerzos legítimos y resistencias que la injusticia bloqueó, dejándole sólo y socialmente marcado.
Detrás de casi todos los problemas de salud mental hay profundas injusticias que nadie reconoce, y que todavía claman por alguien que las perciba, las descubra y las vea.
Porque no hay salud mental sin una mirada que ponga en valor las resistencias.
No es el síntoma, es la incapacidad del entorno para comprender y poner en valor todas estas injusticias.
* PD. No lo olvides, no se trata de una anécdota, sino de una historia se repite ahora, una y mil veces, en cada escuela e instituto.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
