[…] Las profesoras y los profesores se sitúan, así, frente a “problemas de mierda”, es decir, aquellos que implican una activación o desactivación de su propio sistema nervioso autónomo que les empuja a articular soluciones que, si bien parece que resuelven las cosas en el presente, suelen empeorarlas a largo plazo. […]
El error tradicional de prácticamente todas las escuelas ha sido poner toda la atención en los procesos de enseñanza-aprendizaje, obviando el sufrimiento del alumnado.
Se sobreentiende que ese sufrimiento es cosa de las familias (los perpetradores) o de otros profesionales intervinientes (con suerte, los salvadores; sin ella, los chivos expiatorios). Y no me extraña, para nada, esta tendencia a “externalizar” el dolor que padecen las niñas, niños y adolescentes a su cargo —repito: a su cargo—, porque la inmensa mayoría de las escuelas carecen de herramientas para comprender, mitigar o acompañar la inseguridad, o las sensaciones de peligro y amenaza que afectan al aprendizaje y al desarrollo de la infancia. Y cuando uno, sea un profesional o una institución, se siente superado, impotente y desesperanzado, lo natural es colocar la responsabilidad fuera, para no sufrir la vergüenza asociada a este fracaso.
Las profesoras y los profesores se sitúan, así, frente a “problemas de mierda”, es decir, aquellos que implican una activación o desactivación de su propio sistema nervioso autónomo que les empuja a articular soluciones que, si bien parece que resuelven las cosas en el presente, suelen empeorarlas a largo plazo.
Un caso paradigmático es el de la niña, niño o adolescente —en estos últimos suele ser más evidente— que necesita mantener cierto control punitivo sobre su entorno, quizás, porque, durante los periodos críticos de su desarrollo, no ha sido debidamente protegido por sus referentes. Es decir, del “matón” de la clase. Un matón que cabrea a unas profesoras y profesores, que entienden que su conducta es moralmente censurable, y conecta con el trauma a otros, que se apagan como una vela al sentirse desprotegidos ante una violencia que ellos sufrieron, directa o vicariamente —que, como sabéis, también genera un potente impacto— en el pasado. Reacciones que les llevan, en el primero de los casos, a tratarle casi como a un delincuente, a través de sermones y castigos; mientras que, en el segundo, a actuar desde la apatía y la desconexión, reconociéndole tácitamente su poder o dejándole ejercer la violencia a sus anchas. En ambos casos, el problema se perpetúa, sin considerar soluciones más eficientes pero asociadas a los estados que implican seguridad en el adulto, como, por ejemplo, ofrecerle la seguridad y protección que necesita, desde una resonancia empática en la que pueda reconocerse como un sujeto con valor, más allá de sus partes protectoras y su conducta defensiva.
Pero vale, también, para otras niñas y otros niños que sufren, demostrándolo o en silencio.
Porque, aunque lo sabéis, no está de más repetirlo: muchas niñas y niños que se estima que tienen escasa capacidad para los estudios o cero motivación en clase, en realidad lo están pasando mal tanto por lo que llevan dentro como por cómo su entorno inmediato se relaciona con ello. Y no hay nada peor para una alumna o un alumno que sufre que colocarle la responsabilidad del daño que nosotros mismos le estamos produciendo.
¿Imposible? Sé que lo parece, sobre todo, si no se cuenta con los recursos necesarios. Recursos que, como veréis, no sólo implican decisiones orientadas a “cambiar la conducta” del alumno que genera malestar, sino a validar, proteger y cuidar de los estados nerviosos de las profesoras y profesores afectados, a través del refugio que ofrece o puede ofrecer el equipo de trabajo, aceptando que los síntomas de los alumnos no tienen que ver sólo con lo que han sufrido, o con lo que están haciendo con ese sufrimiento, sino con la relación que el entorno establece con el dolor que se expresa a través de la conducta, somatizaciones, compulsiones, violencia, cuadros clínicos, o lo que sea.
Porque si el malote de clase sigue ejerciendo violencia en la misma, coño, no es sólo porque le hayan desatendido, porque necesite sentirse poderoso al no creerse digno de ser amado, sino también porque los aquí presentes y los ahora presentes, no están pudiendo darle el trato que necesita, porque su propio sistema nervioso autónomo les reporta que están en peligro. Y en esas condiciones se desactivan, en gran medida, lo que tradicionalmente se ha llamado función ejecutiva y la empatía.
Antes de que me casquéis una hostia: esto no es hablar mal de las escuelas, sino reconocer que están conformadas por seres humanos, con las mismas tendencias y trampas que nos impone el sistema nervioso autónomo. Que se llama así porque va a su pedo, permitiendo una respuesta rápida ante el peligro, pero anulando al jinete que supuestamente debe guiar el caballo. Ahora bien, dicho esto, toca mover ficha, y apostar por una educación que, por fin, cumpla con esa frase que tanto me gusta:
«El objetivo prioritario de toda educación debería ser convertir al sistema nervioso autónomo en un aliado, en vez de en un enemigo».
Muy bonito, oye, pero ¿cómo lograrlo?
Pasando de la lógica del control a la narrativa de los cuidados.
Para ello, he preparado una formación introductoria:
APLICACIONES SISTÉMICAS DE LA TEORÍA POLIVAGAL EN LA ESCUELA| El síntoma como narrativa de dignidad, competencia y esperanza.
¿Lo hacemos?
No hay ovarios.
No hay güevos.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
