[…] Vamos, que, si llegas jodida o jodido, lo más probable lo sigas estando una vez salgas por la puerta. Pero, quizás, de otra manera. […]
Una de las cosas que más me costó como profesional es reconocer que, como norma general, NO TENGO LA LLAVE que me permita desactivar directamente los síntomas, o reducir el malestar que padecen las personas que acuden a mi consulta.
Y que, por tanto, no debo prometer nunca nada en ese sentido.
Jamás.
Vamos, que, si llegas jodida o jodido, lo más probable lo sigas estando una vez salgas por la puerta. Pero, quizás, de otra manera.
Y aquí es donde está la clave: en sufrir, porque toca, cojones, pero de otra forma, más SOSTENIBLE y TOLERABLE con los propios recursos. Con momentos de seguridad y paz que permiten conectar con lo bueno de la vida. Y aunque luego se vaya todo, otra vez, a tomar por culo, sostener la esperanza de que ese sufrimiento puede pasar, porque una o uno cuenta con recursos para lidiar con eso.
Vaya publicidad de mierda que me hago, ¿no?
Ya, no es lo mío.
Parto de la idea de que sufrir es parte de la vida. Acontecen desgracias, nada perdura, existe la gente de mierda, y no tenemos control sobre cómo nos protegemos de nuestras miserias. Pero, también, de que contamos con recursos más que suficientes para no estar TODO EL RATO sufriendo.
Ya sabéis, estar suficientemente bien cuando las cosas están mal, no es estar permanentemente en un estado zen, sino estar jodido, abrumado, sobrepasado, y lo que tú quieras, pero también conectado con la seguridad, la esperanza, la dignidad y nuestra capacidad para influir en nuestra vida y en las personas a quienes queremos.
Por ejemplo, si echamos un vistazo a los progenitores que sufren por sus hijas o hijos, casi siempre se trata de la misma mierda: por unas razones u otras, se llega a un escenario en el que la PRESENCIA del otro se siente como un PELIGRO o como una AMENAZA para el que, ahora, se sitúa como un contrario. De manera que apenas se captan o perciben momentos de seguridad entre ellos.
Para eso, amigas y amigos, no hace falta llegar a las manos. A veces, el otro se percibe como un problema que hay que gestionar con angustia, en vez de como una persona con sus propias experiencias, recuerdos, formas de sentirse valioso, de sentirse protagonista, de protegerse y de gestionar el miedo. Y cuando se llega a ese punto, en el que las personas son reactivas ante las personas, el CÍRCULO VICIOSO está garantizado, porque sólo se percibe un modelo de soluciones que pasa por ayudarse a uno mismo controlando o modificando al otro. Un otro que seguramente se revelará ante esta forma de sometimiento si, como suele ser el caso, compromete los recursos que ha puesto en juego para satisfacer sus necesidades en una ecología relacional compleja: el síntoma que le ha ayudado.
Se ve el padre que sólo ve en su hijo que no estudia; en la madre a la que le abruma que su hija se ponga hasta la seta de porros; en los abuelos a los que les encasquetan el cuidado de unos nietos a los que quieren, pero acaban percibiendo como una carga; o en la tía Raimunda que sabe cómo el hijoputa del Paco maltrata a su hermana.
En todos esos casos, las personas se acaban convirtiendo en problemas. Y los problemas se gestionan, se resuelven, pero no se SIENTEN ni se ACOMPAÑAN.
Pasado el umbral que hemos descrito, suele parecer que nada funciona. Una o uno lo ha probado todo, y nada sirve desde donde se articula, porque, por muy bien que se hagan las cosas, las señales que se emiten son de peligro. Y el primer impacto de la comunicación nunca llega con las palabras, ni con los gestos, sino con lo que resuena en las malditas TRIPAS.
Por eso, el primer objetivo del apoyo familiar no va a ser jamás, resolver los problemas, eliminar el síntoma, o —lo que me da más asco— dar pautas o consejos; sino restaurar la PENDULACIÓN NATURAL del sistema nervioso, especialmente de las personas que tienen la función de guiar, proteger y cuidar de la familia.
Es decir, crear las condiciones para que puedan volverse a sentir, también, en la seguridad, las veces y el tiempo que se pueda. Pero reconociendo el valor que tiene ese estado, y la sensación de orgullo y competencia que les reporta estar ahí situadas o situados. Porque es ahí, y sólo desde ahí, desde donde se pueden tomar decisiones que vayan en coherencia con lo que uno cree y siente, regulando el estado de las tripas.
Y sólo desde allí, poner en valor que, a pesar de todas las faenas del mundo, la SEGURIDAD PERSISTE, ganando seguridad en la inseguridad. Es decir, sentirnos en peligro y amenazados, pero con la ESPERANZA de que ese sufrimiento no va a durar para siempre.
Porque también pendulamos hacia la seguridad y, allí, pasan cosas.
Cositas güenas.
Eso es la guinda del pastel, el clítoris con un lametón, la polla con cebolla y el sonido de un W12 por las mañanas.
Y, cuando una o uno se reconoce seguro en ese vaivén de sufrimiento que implica una vida en la jodienda o con problemas, las cosas cambian. Porque se empiezan a sentir, también, que se puede empatizar plenamente con la gente que, antes, se percibía como un problema. Y el otro lo suele percibir y disfrutar que te cagas, porque había hambre de ello.
Pequeños cambios pueden generar una revolución en un sistema complejo.
El aleteo de una mariposa de Bilbao que genera un terremoto en japón, y manda a tomar por culo Fukushima. O, mejor dicho, la polilla que se posa en una rama en Vietnam, y que para en seco el ciclón que azotaba Miami, y amenazaba con provocar cientos de muertos.
Así, restaurando la pendulación perdida, es como se crean las condiciones para desactivar los síntomas, resolver los problemas o mitigar el malestar, pero nunca yendo directamente a por ellos.
Porque los síntomas no desaparecen si los miramos como un problema, sino cuando, por fin, somos capaces de satisfacer las necesidades latentes de una mejor manera.
¿Se ve?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
