Alta sensitividad: en contra de la normalización impuesta 

[…] Salí del comedor, y nada más cruzar la puerta el silencio me acarició la cara.  Fue una sensación casi física, que llenaba todo mi cuerpo con una paz que no esperaba. Un cosquilleo leve cubría cada poro de mi cuerpo, como si me hubiera quedado en pelotas y cubierto con una tela de seda. […] 

—Voy a salir un rato. Lo necesito, me estoy saturando.  

Ella me miró con ternura.  

—Vale, descansa un poco.  

Llevábamos apenas 2 horas en la fiesta de cumpleaños de mi hija y yo cada vez me sentía más ausente. El ruido que hacen tantas niñas y niños juntos, la presencia de tantos adultos extraños, la necesidad de sonreír, de quedar bien, de parecer normal, me había llevado a un punto de no retorno. Sentía como, a cada momento, mi cabeza estaba más embotada, y yo estaba menos presente en el aquí y ahora, entrando en lo que parecía un proceso disociativo: comenzaba percibir la realidad como quien ve una película, como si fuera algo ajeno a mí, en lo que no soy protagonista. 

Salí del comedor de la Ikastola, y nada más cruzar la puerta el silencio me acarició la cara.  Fue una sensación casi física, que llenaba todo mi cuerpo con una paz que no esperaba. Un cosquilleo leve cubría cada poro de mi cuerpo, como si me hubiera quedado en pelotas y cubierto con una tela de seda.  

Caminé alejándome de allí, sin rumbo, dando gracias a dios porque no había venido sólo y ella podía hacerse cargo de la situación para que yo descansara. «Buah, colega, no sabes cuántas veces me salvas la vida», recuerdo haber pensado agradecido.  

Continué sin rumbo y, al doblar una esquina, algo se puso en marcha en mi cabeza, como si una brújula o algo así gobernara mis movimientos. Al fondo, había un solar lleno de vegetación. Nada especial, sólo malas hierbas, basura, y algún que otro clavo oxidando asomando de madera podrida y sucia.  

Pero, en ese momento de saturación, me pareció un edén o un bosque primigenio. Me acerqué y me quedé mirando las malas hierbas. El verde me hacía sentir mejor, en casa, seguro y acunado por toda la naturaleza.  

Algunos gorriones se escondían entre los matojos. Uno bebía de lo que parecía un recipiente de natillas que, por suerte, había quedado boca arriba, llenándose del agua de la lluvia.  

Me interné entre las plantas. Sin cuidado de clavarme un hierro o pisar una mierda. Sentí como quien se mete en una piscina: frescor e ingravidez a cada paso que daba, hundiéndome en esa cutre espesura. Podía escuchar el viento y cómo movía las plantas que, ahora, se elevaban casi hasta mi pecho.  

Por la acera, que estaba apenas a 5 metros, pasó un padre con sus dos hijas. De repente, me di cuenta. No lo miré, avergonzado, seguro que pensaría qué coño hacía yo allí, que no había nada, sólo rodeado de hierbajos y mierdas.  

Pasaron unos diez minutos y regresé al suplicio —disculpadme, lo siento así—: a disgusto, estresado, con ganas de pirarme, pero con la mente en la realidad y los pies en la tierra.  

Y, mientras estaba ahí dentro, me pregunté cómo suelen interpretarse estos comportamientos —que son recurrentes— en las niñas y los niños con alta sensitividad (PAS), un rasgo que presento yo, y que también ha heredado mi hija, y que las y los profesionales rara vez tenemos en cuenta para interpretar sus necesidades, su actitud y su comportamiento.  

Imaginad, por un momento, que yo hubiera sido un niño.  

Seguro que alguien habría salido disparado hacia mí para preguntarme qué me había pasado, dando por hecho que había discutido con alguien o que me pasaba algo chungo con mi familia. A fin de cuentas, no es habitual que un niño se aísle en un entorno como ése. Desde su mirada neurotípica, seguramente me habría preguntado qué me pasaba, saturando más si cabe mi sistema, y provocando una reacción protectora más potente, bien de aislamiento, bien de cabreo, que habría confirmado sus mierdas de hipótesis. No sería extraño que, llevado por ese pálpito, hubiera contactado con mis padres, que se hubieran preocupado por mí de manera exagerada, alterando mi lugar de descanso.  

De no remitir mi comportamiento con los esfuerzos de la familia y las figuras profesionales, es más que probable que se interpretara mi necesidad de desconexión y descanso sensorial, así como las resistencias que pueda erguir contra el daño que me están haciendo, como un SÍNTOMA relacionado con el estrés o la psicopatología. Si fuera así, es más que probable que la peña comenzara a identificarme con ese supuesto síntoma y, lo que es peor, a relacionarse más con la idea que se habían construido sobre mí, que conmigo mismo, lo que me generaría a la par una sensación de perpetua irrealidad y de estar solo en el maldito mundo.

No sería extraño que, ante estas circunstancias, sí desarrollara un síntoma que me permitiera cubrir mis necesidades básicas, y que vaya en consonancia con lo que se espera de mí, poniéndoselo a huevo a todas y todos estos cafres para que apliquen el sesgo de confirmación y validen sus estúpidas hipótesis y teorías, cerrándose sobre mí el círculo de la negligencia y el maltrato profesional.  

Un daño que se ejerce seguramente con la mejor de las intenciones, pero que no deja de ser un daño.  

Se estima que el 20% de las niñas y de los niños tienen el rasgo de la alta sensitividad (AS). Así que no es nada raro. Entre ellos, hay quien lo puede enmascarar más o menos bien —cosa normal en un entorno que habitualmente lo interpreta como debilidad—, y quien no puede o pasa de hacerlo. Estos últimos están jodidos si les toca relacionarse con peña que no conoce nada sobre el rasgo, porque seguramente interpretarán como problemáticas y a extinguir las formas naturales y sanas que tiene su sistema nervioso de procesar el exceso de estrés que el mundo les provoca.  

Pero, ellos, a diferencia de lo que yo pudo hacer como adulto, no pueden darse un descanso en esos entornos pensados para la mayoría de la población que no presenta este rasgo.  

Es una putada ser una niña y un niño que siente intenso y profundo, en una sociedad que sigue interpretando la normalidad como un éxito, y que es incapaz de acoger el procesamiento sensorial divergente.  

Es como si dijeran:  

—Voy a salir un rato, lo necesito —y alguien respondiera:  

—Calla, que tú no sabes lo que necesitas. Tienes un problema.  

¿Se ve? 

Espero que sí, porque a muchas y muchos de mis compañeros les cuesta verlo.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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