El voto de la infancia: una cuestión económica

[…] A las personas que me dicen que las niñas y niños no pueden votar porque son pequeños y no tienen suficiente capacidad, a menudo les escupo que, con ese mismo argumento, sería razonable permitir el voto sólo a las personas que tienen alta capacidad intelectual. A fin de cuentas, ellas y ellos –como colectivo– están a años luz del resto en lo que se refiere a pensamiento y sentido moral, y nos perciben a los neurotípicos desde la misma distancia que nosotros ensalzamos al vetar el derecho a voto de la infancia. […]

Si tu respuesta es que no, porque no están capacitados, quizás deberías preguntarte qué porcentaje de la población tiene criterios suficiente como para hacerlo. O cuál debería ser el criterio de corte para meter una papeleta en una urna.

¿Deben votar las niñas y los niños?

No digo nada raro si afirmo que votar no es un proceso racional. Ni votamos con cabeza, ni puede argumentarse racionalmente y cerradamente la preferencia por una u otra opción política.

Así, hay gente que vota para que le bajen los impuestos, para que expulsen a los extranjeros que les molestan, o para que les bajen la cuota de autónomos, pensando en sus propios intereses en vez de en el interés común.

A las personas que me dicen que las niñas y niños no pueden votar porque son pequeños y no tienen suficiente capacidad, a menudo les escupo que, con ese mismo argumento, sería razonable permitir el voto sólo a las personas que tienen alta capacidad intelectual. A fin de cuentas, ellas y ellos –como colectivo– están a años luz del resto en lo que se refiere a pensamiento y sentido moral, y nos perciben a los neurotípicos desde la misma distancia que nosotros ensalzamos al vetar el derecho a voto de la infancia.

Y es que, amigas y amigos, quizás el voto no sea tanto una cuestión de capacidad, como un derecho humano básico que sitúa a las personas como sujetos legítimos en el intercambio social. Con derechos reconocidos que les otorgan dignidad. Y, si esto es válido para todos los adultos, con independencia de su capacidad reflexiva, sentido crítico o motivación, no es ninguna locura permitir que la infancia decida, también, quienes van a ser nuestros gobernantes, máxime cuando he visto a niñas y niños con mucho más conectados con el bien común que muchos de los adultos que les preceden.

No deja de ser incoherente que queramos educar a las niñas y niños en la responsabilidad y el ejercicio del bien común, señalándolos como incapaces para decidir.

Porque, quizás, toque decidir a la infancia, también, respecto al planeta que les vamos a dejar, sobre las políticas de educación que les afectan directamente, o sobre el desmantelamiento de la sanidad pública que les va a dejar sin cobertura médica, a no ser que dispongan de un seguro privado que condicione la atención que reciban al pago, mayor o menor, de unos honorarios que generan nuevas bolsas de pobreza y exclusión.

Pero, a fecha de hoy, somos nosotros, los putos viejos, los que decidimos esas cosas. Y nos la pela, porque llegado el momento vamos a ser un montón de huesos con suerte en una tumba y, sin ella, en un osario común. Y alguien nos debería oponer resistencia, porque nuestra postura es éticamente censurable.

Hemos normalizado apartar a la infancia de la participación social que les da derecho y permiso para hacer uso de su dignidad. Decidimos por ellos porque sobreentendemos que van a decidir mal, y que necesitan un cerebro que les supla porque el suyo no funciona bien. Y ese es el mensaje que reciben durante los momentos más críticos de su socialización: que da igual lo que digan o lo que hagan, no hay nada que hacer.

Una idea que persigue a la mayor parte de las personas durante su adultez, resignándose a tragar y tragar como sus derechos se restringen porque otro con más dinero, más poder o más huevos, ha impuesto una narrativa falsa contra la que no se puede luchar.

No es casual que las primeras elecciones democráticas del mundo acontecieron durante la primera revolución industrial, con el auge del capitalismo, como una forma de redistribuir el poder y los bienes, minimizando el conflicto social. La democracia es, desde los comienzos, un invento de la sociedad capitalista más brutal, en la que las personas se valoran por su capacidad de producción. Y venimos reproduciendo ese modelo, que es el único que conocemos, excluyendo a un porcentaje enorme de la población.

Porque la burocratización de los procesos más humanos –como, en este caso, la toma de decisiones a favor de un bien común– siempre genera nuevas bolsas de pobreza y exclusión. Y, en este caso, los agraviados son los últimos de la fila, los olvidados, porque carecen del poder necesario para dar un puñetazo en la mesa y hacer temblar la tierra que pisamos.

Pero es, en ningún caso, es un argumento para excluirlos de los procesos de decisión.

A menos poder, más derechos civiles, por favor.

Y tú, ¿cómo lo ves?


De estas cosas y de otras hablaremos hoy a las 20.30 h, en el Instagram de @trabajosocialconfamilias, con compañeras a las que admiro muchísimo, desde la más sincera humildad.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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