«La mala noticia es que el trauma forma parte de la vida. La buena, que la resiliencia también» (Levine y Kline, 2017).
—Antes de empezar, tengo que confesarte una cosa —dije—: no sé si hoy estoy en condiciones de atenderte como te mereces.
—Es verdad. Te veo un poco raro.
—Lo has notado, ¿verdad?
—Sí, estás como más… apagado —respondió.
—Igual un poco… Avestruz —reconocí, sintiendo como me pesaba la garganta.
Avestruz es la metáfora que utilizamos durante las sesiones para referirnos a la respuesta vagal dorsal, que preparar al sistema nervioso para enfrentar la amenaza, conectando a menudo con experiencias relacionadas con el trauma.
—¿Tiene que ver con lo que hablé la semana pasada con el coordinador de caso? —me preguntó, de repente, bastante alterada.
Resulta curioso ver cómo mi respuesta autónoma estaba provocando hiperactivación también en ella.
—No, no… —expliqué—. Tiene que ver con una cosa que me ha pasado este fin de semana, que no tiene importancia, pero me conecta con experiencias muy desagradables de mi pasado.
—¿Seguro? —volvió a preguntar, sin creérselo—, ¿No tiene que ver conmigo?
Con el poco cerebro que me quedaba, pude ver cómo saltaba el autorreferencial. Esa señal tan clara de que ella estaba conectando también con una herida infectada.
—¿Qué te parece si hacemos una cosa? —propuse.
—¿Qué?
—Te voy a contar lo que me pasa.
—Si no quieres, no hace falta —dijo, cuidándome.
—Pues no lo sé… pero yo estaba pensando que igual es bueno para los dos —reflexioné en alto—. Para ti, porque igual te ayuda a quedarte un poco más tranquila; y para mí porque sé que me va a sentar bien hablar de lo que me ha pasado. Con suerte, podemos continuar después sintiéndonos más en calma y seguros.
Se quedó escuchando.
—Mira. Te cuento —empecé a contar—. Nosotros vivimos en una casita individual, en el centro de un pueblo, que tiene un pequeño patio, a pie de calle. Normalmente es una zona tranquila, pero como consecuencia del cierre de los bares de copas, últimamente se están montando los sábados por la noche unos botellones de la pera.
Me miraba con atención y curiosidad. Buena señal donde las haya. Para ambos.
—La cosa es que el pasado sábado encontramos varias colillas de porros en nuestro patio —dije—. Y nuestra sospecha es que, por las noches, hay grupos de chavales que se cuelan dentro. Entiendo que no es un peligro para nosotros, que estamos dentro de casa, pero el hecho de que alguien traspase mis límites me empuja a un pozo muy profundo.
—Bueno, es normal que te sientas así —dijo, en un intento de regularme.
—Es normal que no me guste, y que me enfade —aclaré—; pero no tanto que bloquee y me situé en la amenaza, dando vueltas y vueltas a lo que ha pasado, como ha pasado ahora en el trayecto hasta aquí, sin decidirme a hacer nada; haciendo, sin querer, que este episodio repercuta en mi trabajo.
—Es verdad.
—Creo que es una buena anécdota para explicar lo que es el trauma; y como hechos del presente pueden estar conectados con un pasado irresuelto a través del hilo conductor de las sensaciones del cuerpo.
Escuchaba.
—¿Quieres saber cuál es este trauma?
—No lo sé, ¿te apetece contarlo?
—Creo que me va a venir bien —dije—. De hecho, no sé si has notado cómo ha cambiado mi estado mientras hablaba contigo.
—Sí, has pasado del gris al verde.
El color gris es el del avestruz, es decir la respuesta vagal dorsal; y el verde el del perro, o lo que es lo mismo, el estado vagal ventral.
—Eso es. A pesar de que me ha costado arrancar un huevo.
Asintió.
—Si conecto con las sensaciones que he tenido, y les procuro tiempo y cuidados, me llevan a la relación que tuve con una de las personas que cuidaron de mí cuando era niño —conté—: alguien muy invasivo, que no sabía ni podía respetar mis límites y mi espacio. Era una situación muy complicada porque no percibí que nadie acudía en mi rescate, o para hacerme sentir sentido.
—Y claro, ahora, cuando alguien salta la verja, sientes lo mismo.
—Eso es, justo lo mismo —reconocí—. Con la misma intensidad. Como si no hubiera pasado el tiempo.
Escuchaba.
—Y para más narices, acudo a la policía y, cuando comunico los hechos, me dicen que no pueden hacer nada, a no ser que les pillen dentro —dije, notando como me calentaba por dentro—. La peor respuesta posible, que me ignoren o, como yo lo sentí, que me traten de exagerado, cuando más estoy sufriendo.
—Ya…
—Te digo esto, para que no sientas que estás sola en todas esas cosas de las que hablamos —dije—. Todas las personas tenemos traumas, y esos traumas empañan o desdibujan las experiencias del momento, situándonos en un estado que no pudimos resolver y que nos expone a recibir más daño.
—Es verdad. Cuando el mundo nos trata como si estuviéramos locos cuando peor estamos.
—Y lo que es peor: nosotros mismos nos olvidamos de cuidarnos. El trauma nos enfoca hacia fuera, hacia la acción protectora, olvidándonos de la herida que tenemos dentro.
—Es cierto.
—“Yo no tengo ningún trauma”, se escucha, como si fuera algo malo —concluí—; cuando lo que realmente nos protege es reconocer que tenemos una herida. Sólo así, podemos encontrar cierta autocompasión y motivación para cuidarla con cariño.
—Cuidarla… —parafraseó.
—Eso es. Si quieres, exploramos cómo hacerlo.
Referencias:
DANA, D. (2019). La teoría polivagal el terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria
LEVINE, P. A. y KLINE, M. (2017) Tus hijos a prueba de traumas. Una guía parental para infundir confianza, alegría y resiliencia. Barcelona: Eleftheria
PITILLAS, C. (2021). El daño que se hereda. Comprender y abordar la transmisión intergeneracional del trauma. Bilbao: Descelee de Brouwer
PORGES, S.W. (2017) Guía de bolsillo de la teoría polivagal: el poder transformador de sentirse seguro. Barcelona: Eleftheria
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
Hoy, a las 19,00 h, en directo en el INSTAGRAM de ANABEL GONZÁLEZ: https://www.instagram.com/anabelgonzalez_emociones5.0/
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