Tratar bien a los bebés, incluso antes de nacer, es garantía de salud mental.
Seguro que has oído hablar del “efecto mariposa”. Pequeños cambios en las condiciones de partida en un sistema complejo, puedan dar lugar a graves alteraciones en un futuro lejano.
Pues de eso vamos a hablar.
Porque, quien más quien menos, juzga a las familias cuando aparecen síntomas relacionados con la salud mental.
«Oye, para que se líe tan parda, algo malo habrán tenido que hacer», nos decimos para quedarnos tranquilos, pensando que a nosotros, que sí, que lo hacemos guay, no nos va a ocurrir.
Pero la lógica que afecta a las familias no es lineal, sino compleja y circular. Y, a veces, se da el caso de gente que lo hace más o menos bien, pero las cosas salen rematadamente mal.
Uno de estos casos —que no es el único—, es lo que he me he atrevido a llamar “la maldición del hermano pequeño”, aunque igual tiene un nombre más técnico que no conozco.
Nos inventamos un ejemplo.
Imagina un niño que se llama, yo qué sé, ¡Froilán!
No me metáis en la cárcel todavía, amigos del Ministerio del Interior, que es evidente que no me refiero al nieto del Emérito, porque él es el primogénito y no el hermano menor 😜
Pues este Froilán, que —repito, nada que ver con la familia real— nace en segundo lugar, se encuentra desde que cae al suelo, con unas condiciones complicadas. Su padre y su madre, que han criado a un primer hijo, son ahora un poco más viejos, están cansados, y desean retomar su vida laboral. Su primer hijo, al que dedicaron mucha atención y cuidados, les ha “salido bien”, y confían en sus capacidades para cuidar del hermano menor.
Como “lo tienen chupado”, retoman el ritmo de su vida laboral. Él dedica más tiempo a su carrera profesional, y ella, que se dedicó en exclusiva a cuidar a su hermano mayor, retoma su actividad laboral, dejando a los niños a cargo de los abuelos o de cuidadoras contratadas para suplir la ausencia de la madre y el padre por las mañanas en el domicilio familiar.
Parece un buen plan, ¿verdad?
Bueno, igual no el mejor del mundo pero, oye, ¿qué puede pasar?
Pues pasa que este bebé pequeñito, ya desde muy pequeño, tiene que enfrentarse a algunos retos que no puede gestionar. El más evidente es la comparación con su hermano mayor, un tipo alto y competente, que se porta bien y sabe hablar. El mero hecho de estar a su lado, sin una figura que organice su experiencia, y le reporte el cuidado y los mimos que necesita, le reporta la idea de que él “no está al nivel”, o no “sabe hacer las cosas tan bien”.
Por otro lado, el vínculo con la persona a quien más necesita ahora, es decir, su madre, con la que ha establecido una primera impronta, y que le sabe nutrir, es inestable. A veces está y a veces no está, sin que él, que es muy pequeñito, lo pueda prever. Para protegerse y garantizar sus necesidades, sólo puede llorar. Y ese llanto, a veces, sirve para que su madre permanezca, y otras veces no —porque tiene que ir a trabajar— así que se instaura en la angustia de tener que luchar por sus necesidades muy fuerte, sin saber si lo va a lograr.
Concurren entonces tres elementos clave: una autoestima de base dañada, la hiperactivación del sistema nervioso (angustia), y la sensación de que, por mucho que se esfuerce para conseguir lo que necesita, no va a resultar (indefensión aprendida), desarrollando lo que llamamos un modelo de apego ansioso-ambivalente.
Este modelo estructura su experiencia con el mundo. Para él, el mundo no es un lugar amable, sino inseguro, en el que se debe permanecer alerta porque, en cualquier momento, las cosas se pueden torcer. Vive con la sensación de que debe luchar para sostener junto a él a las personas a quien quiere o necesita, pero que, haga lo que haga, le van a fallar. Y que, cuando eso ocurra, va a ser terrorífico, porque se va a desregular y hacer las cosas fatal.
Y es precisamente esa desregulación, que le lleva al caos, a hacer las cosas a lo loco, y a liarla parda, la que le da, una y otra vez, el tiro de gracia. Porque, cuando se le va la pinza —quizás porque necesita al alguien que le acompañe de manera tranquila y sirva de andamiaje emocional—, la monta tan petarda, hace ver que está tan mal, que aparece un “salvador”. En casa, es ese padre que está ausente y que sólo reacciona cuando las cosas se ponen muy mal; en el colegio, es su profesora, una mujer muy implicada con las niñas y niños que sufren, que los sabe tratar; y en su grupo de iguales es un buen amigo que se ha erigido como protector.
Sea como sea, la mera aparición de este salvador, a quien no negamos competencia y buenas intenciones, comunica algo muy profundo y doloroso: “tú no puedes, deja, que ya me hago cargo yo”. Es pan para hoy y hambre para mañana, porque si bien le sirve para resolver el problema puntual, a medio y largo plazo consolida la idea de que él, nuestro Froilán que no es de la Casa Real porque hablamos de los segundos hermanos, joder óyeme, es un sujeto sin valor.
Y es esta “sensación sentida” de no tener valor, justo la que retroalimenta el círculo. Es como si se dijera a sí mismo: «si yo no tengo valor, nadie va a querer permanecer junto a mí, me abandonarán», por lo que actuará si cabe con más hiperactivación e insistencia para sostener las relaciones que siente que le reportan seguridad, es decir, todas esas y todos esos “salvadores” que le hacen tanto daño con su buena intención.
Cuando nuestro Froilán crece, sale de la adolescencia y se hace mayor, elige una pareja fuerte, competente, cuidadora, que le protege y le hace sentir seguro, pero cuyo abandono teme y que, día a día, le recuerda que “él no puede, porque de lo importante se encarga ella”, consolidándose así el ciclo de retraumatización, hasta que aparecen los hijos, que suponen un reto formidable para los dos, y comprometen el matrimonio, porque una puede y el otro, no.
Con esto no quiero asustar a nadie. Seguid teniendo hijos, que lo más probable es que no sean como Froilán. Digo el nuestro, @policía, no el del disparo en el pié. Pero os invito a hacer algo que nunca se hace, que es MENTALIZAR (representar en vuestra mente, resonando con el cuerpo), la experiencia de vuestro bebé. Porque los bebés sienten y padecen, y muchos de los indicios que desatendemos tempranamente se acaban por convertir en dificultades que pueden afectar a todo el ciclo vital.
Tratar bien a los bebés, desde antes de nacer, es garantía de salud mental.
* PD: no sé si ha quedado claro, pero esto no es lo que parece: es otro Froilán. A ver si voy a acabar como Pablo, enchironado por cantar 🙃
Referencias:
BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica
MICHELENA, M. (2013). Un año para toda la vida: el secreto mundo emocional entre la madre y su bebé. Barcelona. Bilbao: Temas de hoy (ed. Planeta)
MINUCHIN, S. (1998). Calidoscopio familiar. Barcelona: Paidós
En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, puedes ponerte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com
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