La transmisión intergeneracional del autoritarismo

El castigo, a menudo, no es una herramienta educativa, sino una forma de devolver la dignidad a un acreedor ofendido.

Llamamos familias autoritarias a aquellas donde la obediencia es el valor supremo.

Las normas se sitúan por encima de las personas, y no se flexibilizan por muy intensa o dolorosa que sea la experiencia subjetiva. La consecuencia natural, es que los incumplimientos se sancionan con castigos.

Desde que existe el conductismo, entendemos los castigos como un medio —más o menos eficiente— para guiar la conducta de niños y niñas; pero las cosas no fueron originariamente así.

El castigo aparece en la historia como la forma de pagar una deuda.

Tiene mucho que ver con las transacciones económicas.

Imagina que dos personas acuerdan un intercambio. Yo qué sé, un cerdo por cuatro gallinas. La primera persona entrega el cerdo, y el otro sólo 3 gallinas, generándose así una deuda. Esta deuda, está asociada a unos plazos, de manera que, si no se salda en el tiempo acordado, el acreedor adquiere el deber o la posibilidad de dañar al deudor, para reestablecer el honor —es decir, el respeto necesario para garantizar futuros intercambios— o equilibrar la balanza.

De esta manera opera el castigo en las familias autoritarias.

Los niños o niñas que han obrado mal, adquieren una deuda con la persona que ejerce la autoridad en la casa, más frecuentemente un hombre. Esa deuda, puede expresarse en términos de que “no está devolviendo lo que se le ha dado”. La consecuencia natural es que merece un daño, para que la figura adulta pueda restablecer su dignidad sentida y el sentimiento de que se le ha pagado.

Esta idea fue originariamente expuesta por F. Nietzsche, en su libro "La genealogía de la moral" (1887).

Esta es una de las razones por las que el castigo no sirve. Subyuga, domestica y, de integrarse, genera sentimiento de culpa, como una agresión hacia uno mismo, pero jamás ayuda a disfrutar de actuar generosa o altruistamente hacia otras personas. De hecho, opera al contrario, al sobreentender el niño o la niña, que deben dominar a otras personas para parecerse a la persona que más admiran.

Además, tiene serias implicaciones para las relaciones entre hermanos.

Entre otras cosas porque, en este contexto relacional y simbólico, donde todo se mide a través de la obediencia y el honor, suele darse un curioso fenómeno.

Imaginad una familia nuclear formada por un padre, una madre, y dos hermanos, siendo el padre quien ejerce la autoridad de manera despótica.

Supongamos que el hermano mayor —sobre el que probablemente recae más exigencia— comete un error, y es castigado.

El pequeño, se sitúa como observador.

Lo previsible, es que este hermano pequeño sienta algo de alivio y de placer. De alivio, porque sabe que, durante un tiempo, la mirada severa se va a dirigir hacia su hermano. Eso, en estas condiciones, es una perita en dulce. Y de placer, porque observar el castigo de su hermano le coloca, automáticamente, en una posición privilegiada, como alguien de mejor moralidad o mayor valor que su hermano.

¿Lo sabías? Nadie obligaba a nuestros ancestros de la edad media a asistir a la quema de las brujas. Para las personas que no han disfrutado de suficientes cuidados, es un gustazo que alguien imponga toda su rabia contra un chivo expiatorio.

Sólo que aquí no se quema a nadie, y el ciclo se perpetúa.

Porque, cuando el hermano mayor sienta esa mirada, va a sentir, si cabe, mucha más rabia.

Qué pasa cabrón, que además de la que me he comido, lo disfrutas.

No es de extrañar que el pequeño reciba, también, unas cuentas hostias.

Y que, cuando el padre o la madre lo vean, actúen de nuevo en contra del primero, para equilibrar esa maldita balanza.

Se crea así, un círculo vicioso, que puede instaurarse como un patrón relacional, en el que hay un hermano bueno, que es golpeado y que se beneficia de ello; y un hermano mayor, que ejerce la violencia y es castigado por eso.

Este tipo de circunstancias explican por qué, por ejemplo, en una familia, aparentemente de bien, aparece un hijo neurótico, débil y sin autonomía; y otro agresivo, despótico y controlador, incapaz de asumir la responsabilidad de su conducta, y que cuando sea padre reproducirá los mismos patrones en la nueva familia autoritaria. Como buen cachorrillo.

Esta es una de las razones por las que aborrezco el conductismo. Ha logrado resignificar como herramienta educativa lo que, en realidad, sigue siendo un instrumento de tortura.

He dicho.


En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Gorka Saitua

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com

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