[…] Chavalas y chavales que tienen que hacerse daño como medio para obtener validación, a través de las autoagresiones o la culpa. Y que han aprendido —muy a su pesar— que sólo en esas condiciones pueden sentir un soplo de reconocimiento o dignidad, y ser reconocidos como suficientemente buenos. […]
Me vienen a la cabeza esas procesiones de Semana Santa en las que hay un montón de peña encapuchada golpeándose con látigos la espalda, hasta hacerse sangre. Y pienso en lo que pasará después, cuando estén a solas en sus casas, con heridas en zonas del cuerpo que no pueden alcanzar, ni cuidar.
Es una metáfora que, de alguna manera, refleja la experiencia de muchas chicas y muchos chicos que no han sido vistos, a los que nadie ha otorgado ni otorga ningún valor, y que tienen que activar recursos excepcionales para no diluirse en el olvido.
Chavalas y chavales que tienen que hacerse daño como medio para obtener validación, a través de las autoagresiones o la culpa. Y que han aprendido —muy a su pesar— que sólo en esas condiciones pueden sentir un soplo de reconocimiento o dignidad, y ser reconocidos como suficientemente buenos. Porque a las figuras adultas les resulta muy difícil ignorar a la infancia que se da cabezazos contra las paredes, o que se desgarra por dentro pidiendo redención por su mal comportamiento o sus “pecados”.
Para muchas chicas y chicos, ésta puede ser una de las pocas formas que han encontrado para sentir, al menos, la esperanza de ser visibles y considerados valiosos. Y digo “esperanza”, porque el síntoma nunca o apenas nunca logra lo que pretende: consolidar al afectado o a la afectada con una mirada en positivo, al menos, en una de sus figuras de referencia.
Pero, claro, estas chicas y chicos necesitan una excusa o un pretexto para sentirse culpables, y encontrarse así con la mirada que necesitan. Por eso, es frecuente que hagan las cosas mal a propósito o se metan en problemas, con la vaga esperanza de que, así, podrán azotarse por sus pecados y encontrar el reconocimiento que anhelan. Es su forma de reclamar al adulto, y hacerse visibles, porque la alternativa es el vacío, el olvido y el más absoluto sinsentido, o dicho de otra manera: un estado depresivo.
Aquí cabe preguntarse si el síntoma les satisface realmente. Y lo habitual es que no lo haga. Porque, cuando el adulto se acerca al penitente, lo hace centrado en el “pecado” y las “heridas” que secuestran toda su atención, y no en el valor y la bondad de esa niña o niño. Y porque, cuando el niño se retira a su casa, echa la vista atrás y observa con sumo desagrado lo que ha hecho, el daño que ha causado, y la respuesta incompleta del adulto, quedándose con la sensación de que sólo ha sentido una leve esperanza, pero nada en su interior se ha llenado de verdad o se ha reparado. Todo lo contrario: seguramente se haya quedado con la sensación de que es, si cabe, una mayor mierda de persona.
El penitente confía en un Dios (el adulto significativo) que no ha respondido. Y en ausencia de dios alguno, carece de sentido su sacrificio. No hace falta que os diga que eso les acerca más si cabe a esa sensación de vacío. Pero, a cambio, se queda con la esperanza de que en algún momento responda, y es esa esperanza lo que le lleva a repetir compulsivamente el círculo vicioso, pero que, también, le ayuda a sobrellevar la depresión y a estar conectado con la vida.
Seguramente hayas conocido a algún “penitente” entre las niñas, niños o adolescentes a quienes acompañas. O quizás hayas sido tú una o uno de ellos. No sería extraño que una o un “penitente” opte por este tipo de profesiones, como recurso para demostrar que tiene valor frente a un mundo insensible, repitiendo el patrón de la infancia.
Si acompañas a gente atrapada en este patrón, piensa que toda tu atención estará seguramente enfocada en la procesión, en el desfile. En las capuchas (la vergüenza), en los azotes (la culpa), en el pecado (el comportamiento inadecuado o intolerable) o las heridas (las autoagresiones). Pero te estarás perdiendo, casi necesariamente, lo que pasa antes y después del desfile. El vacío, el sinsentido, y el dolor que uno siente en casa a solas con su heridas. Y, sobre todo, el anhelo de un dios bondadoso que, en su sabiduría, poder y bondad, pueda dar valor a la persona afectada, colocándole, por fin, en el lugar que se merece en el mundo.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
