El niño de fuego

[…] El fuego gritaba que él era peligroso y, así, los enemigos y los fantasmas no se le acercaban, porque le tenían miedo. […]

Había una vez un niño de fuego. 

Un niño que ardía y quemaba todo a su alrededor. 

Por eso, todo el mundo le llamaba “niño de fuego”. 

Pero el niño de fuego no ardía todo el rato. En ocasiones, se apagaba. Y, cuando el fuego desaparecía, se transformaba en un pequeño diamante. 

La gente veía el diamante, pero nadie se acercaba a él, por miedo a que despertara de nuevo el fuego, y se quemaran ellos mismos, sus seres queridos, o sus cosas importantes. 

«No te acerques a él. Es un diamante que quema.» Se decían entre ellos. 

Y el niño pensaba que su naturaleza era ser de fuego, arrasarlo todo, y hacer daño a los demás, porque, aunque todos veían su brillo, nadie se permitía tocarlo. Y el niño sentía, pensaba, estaba seguro de que siempre estaría solo, apartado, porque su corazón ardía en los momentos más inoportunos. 

Estaba sólo y, en esa soledad, ardía más y mejor su fuego, no porque él lo deseara, sino porque necesitaba ser fuerte para sobrevivir fuera, lejos, apartado del grupo. 

El fuego gritaba que él era peligroso y, así, los enemigos y los fantasmas no se le acercaban, porque le tenían miedo. 

¡Tan poderoso era su fuego!

Un día, un ratón se acercó a él cuando se había apagado y convertido en diamante: 

—Eres un diamante precioso —le dijo, y el niño de fuego se revolvió, inquieto. 

—No me toques. Te quemarás, arderás y morirás por mi culpa —le avisó al animal—; estoy hecho de fuego. 

El ratón se sintió confuso. No parecía peligroso, pero sí sincero. 

—Déjame que te acerque la mano poco a poco —le pidió—. Así, si es verdad lo que dices, notaré el calor antes de hacerme daño. Pero dudo mucho que me queme contigo. 

El ratón acercó su mano, despacio. 

—¡No lo toques! —gritó el mundo entero— ¡Volverá a arder y te destruirá!

El ratón dudó, pero no hizo caso. Suspiró, se armó de valor, y puso sobre él su mano. 

Sobre él se posaban cientos de ojos inquietos. 

—Estás frío —le dijo—. Muy frío. Pobrecito… Yo te caliento —y lo tomó con cariño entre sus manos. 

El niño diamante se quedó petrificado. Ardería y haría daño a ese ratón de buena voluntad. No quería hacerlo. 

Pasaron los minutos, las horas, y siguió calentándose en la palma de sus pequeñas manos. Dejando que su cuerpo se templara y que su piel se [reblandeciera. 

Puede que se desmayara. Puede que se durmiera. 

Pero, al despertar, se había convertido en un niño de carne y hueso. 

En un niño normal, con un corazón de diamante y un espíritu de fuego. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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