Una puerta en la espesura

[…] Podía comer cosas que haría vomitar a una cabra, subir con las manos desnudas por rocas que hombres fuertes y valientes sólo podían escalar con cuerdas, y leer los mensajes que estaban codificados en la naturaleza adviertiendo de la presencia de agua, raíces sabrosas, o del ataque de depredadores de grandes colmillos. […]

Adelantó la mano y la tocó. La puerta estaba fría y exudaba una especie de baba viscosa. Olía a vegetación podrida, mohosa, como la madera carcomida por las termitas que se quiebra con las manos. Sin embargo, parecía sólida, como el quicio, que se levantaba sobre la entrada de una cueva, con columnas labradas en mármol y adornos que remitían a la cultura clásica. 

«¿Qué hacía una estructura tan formidable como ésa en medio del bosque?», se preguntó Amara. Sin duda, era un hallazgo formidable. Jamás habría imaginado que llegaría a un lugar como éste atravesando el arbolado en la soledad que la vida le había impuesto.. 

Echó la vista atrás, y vió el camino que había recorrido y cómo se adentraba en la espesura. Parecía que lo engullían las tinieblas. Se recordó a sí misma perdida entre las sombras, rodeada de ruidos que no podía identificar, y de especies extrañas que se escurrían entre la maleza y, a veces, reptaban bajo sus piernas; sintió de nuevo cómo las ramas arañaban su piel haciéndole heridas, y los animales muertos, empalados, que había ido viendo en el camino, como un recordatorio de que estaba en un territorio prohibido. 

Prohibido. 

Ahora podía ver la luz en el cielo, sentir el calor del sol como si alguien hubiera encendido una hoguera y calentado un puchero. No estaba segura, pero su estado de ánimo mejoraba por momentos consciente de haber llegado a un claro, y que había algo —¿qué sería?— tras esa enorme puerta. 

Recordó la última vez que vió a su madre. Se despertaba de un golpe tremendo, con un fuerte dolor en la espalda y en la cabeza. Alzó la vista, y la vió a lo lejos, encima del precipicio. No supo bien si llevaba minutos u horas ahí tirada y quieta. Lo único que recordaba es que el suelo había cedido bajo sus pies, y que ella se había precipitado hacia el vacío. Luego, piedras, arena y ramas golpeándole por todos los lados y arañándole la cara durante la interminable caída. 

«Seguramente fueron esos golpes los que amortiguaron el impacto», se dijo Amara: «fueron frenando la caída poco a poco, hasta que aterricé en un matorral, magullada, pero salvando la vida.»

Recordó que su madre le gritó entonces lo que ya intuía: era imposible escalar por el barranco. No sólo era demasiado empinado, sino que también había riesgo de que las piedras de desprendieran durante el ascenso, y de que ella volviera a caer. Entonces, probablemente no tendría la misma suerte. 

—¡Sigue el camino, Amara! —le dijo ella— ¡Buscaré ayuda y te encontraré al otro lado!

—No puedo sola —musitó la niña, y sus palabras temblaron como cervatillos heridos—. Jamás lo conseguiré. Me duele mucho el cuerpo. No tengo fuerzas. Estoy herida. 

—¡No lo pienses! ¡¡Sigue!! —repitió su madre—. Tienes más valor y más fuerza de la que crees. En el momento en el que abras la caja de las reservas te impresionará de lo que eres capaz. Pero ahora tienes que caminar por ese sendero para encontrar un lugar seguro. Nos volveremos a encontrar. Te lo prometo.  

Amara no recordaba lo que su madre le había dicho después. Ésas eran para ella sus últimas palabras, las que le habían animado a levantarse, mirar por última vez a la figura que se despedía desde lo alto, y a avanzar hacia el bosque, en contra de su instinto de supervivencia, que le decía y le repetía que no se alejara de su madre, porque sólo ella podía protegerla. Todo el cuerpo le dolía y el miedo le anquilosada las articulaciones, como si lo que estuviera pasando no fuera real, y como si lo que estuviera viviendo fuera una película o una pesadilla. 

¿Cuántos días habían pasado desde entonces? No sabía si habían sido semanas, meses o años. Pero, de lo que sí estaba segura es de que su cuerpo había cambiado. Antes parecía débil y quebradizo, pero ahora era fibroso, ágil y con una fuerza que jamás pensó que podría desarrollar. Ahora podía correr más que los conejos, enfrentarse a los osos con una lanza y cabalgar a lomos de los lobos, como si fuera parte de su manada.

Podía comer cosas que haría vomitar a una cabra, subir con las manos desnudas por rocas que hombres fuertes y valientes sólo podían escalar con cuerdas, y leer los mensajes que estaban codificados en la naturaleza adviertiendo de la presencia de agua, raíces sabrosas, o del ataque de depredadores de grandes colmillos.

Era como si se hubieran agudizado todos sus sentidos. 

Se había convertido en una niña conectada con su parte más agresiva y salvaje. Y eso le gustaba. 

Sin embargo, ahora estaba frente a un reto que no esperaba. El camino terminaba allí, justo en el rellano de esa fastuosa puerta. Y sólo cabían dos opciones: o volvía sobre sus pasos, o se internaba en la cueva. Regresar era imposible, porque no había salida, ni mucho menos desde el fondo del barranco que había sido su punto de partida. Sólo le quedaba empujar los goznes y abrir esa puerta, enfrentándose a lo desconocido. 

Su vello se erizó y volvió a sentirse rígida, sola y paralizada, como cuando se dio la vuelta dejando a su madre atrás, mientras las lágrimas mojaban sus mejillas. 

«Debe ser la misma sensación que tienen los que caen condenados para toda la eternidad, en el fuego del infierno», se dijo, aterida. «Es como si el mundo temblase bajo mis piernas, como si todo se viniera abajo para siempre, sin remedio. Es como una muerte definitiva en vida.» 

Un aullido resonó desde las cumbres cercanas. El eco lo propagó por todo el bosque. Amara se vio, entonces, corriendo entre los lobos, salvando la vida de los cachorros, y defendiendo con palos, fuego y piedras a la manada del envite de los osos. Se recordó durmiendo entre ellos, con el calor de sus pieles, con el regusto de sangre en la boca, y con el olor a perro. 

—Es el mundo quien debe temerme —afirmó con voz alta y clara—, porque ya he estado en el maldito infierno y he salido. 

Un trueno se escuchó en el cielo, a pesar de que estaba azul, sin nubes a la vista. 

Su espalda se puso recta. Sacó pecho. Sus músculos se tensaron y volvieron a llenarse de sangre y alimento. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, y una energía formidable le hizo apretar los puños. 

—Salí del infierno, de las tinieblas, por mis propios medios. Y ahora sé que puedo —dijo con fuerza, empujó la puerta, y del interior escapó una enorme bandada de murciélagos. Abrió los brazos sintiendo cómo sus alas le rozaban los brazos, la cara y el resto de su cuerpo—. Seré la luz que vence a la oscuridad, porque en la oscuridad es donde se recorren los más grandiosos caminos.  

Dio un paso adelante, y sonó como cuando las montañas se mueven de sitio. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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