Un elefante en una cacharrería 

[…] Aquél día me fui para casa torcido. Aquella persona me estaba dando las gracias, con verdadera sinceridad, por algo que había hecho sin ganas, con tedio, y con la sensación de que no valía ni pa tomar por culo. Pero, luego, me acordé de que era justo lo que estaba vinculado a su demanda inicial, aquella que yo había ignorado. […]

Me encantaría mirar hacia el pasado y ver, también, que en el pasado fui “un elefante en una cacharrería” —guiño, guiño, al nuevo libro de @Iñigo Mandojana Biraka—, pero la realidad es que todavía lo sigo siendo. 

Sigo siendo un elefante en una cacharrería, una ballena en una palangana, o un rinoceronte tratando de enhebrar una aguja. 

El otro día me despedí de una persona pidiéndole disculpas porque, lejos de haberle ayudado, le había causado daño. Un daño sistemático, durante el año y pico que duró mi trabajo con ella. Y mi cagada fué de primero de orientación familiar. La cagué en lo más básico, y sostuve mi error, sin darme cuenta de la liada, hasta que se cerró el caso. 

No voy a dar detalles porque quiero proteger su intimidad, y nos la pelan. Pero sí que quiero hablar de cómo me enfangue, y cómo quedamos atrapados los dos en el maldito barro. Con suerte así otras u otros no cometan el mismo error, o se percaten de él a tiempo. Que ya sabemos que el objetivo no es tanto evitar la cagada, como sacar la pata a tiempo. 

Cuando conocí a esta persona vivía en una situación muy precaria. No tenía vivienda, y se las apañaba con una autocaravana decrépita, en la que convivía con sus hijos. Al poco tiempo de conocernos, le pregunté en qué pensaba que le podía ayudar: 

—Yo lo que necesito es una vivienda. 

Como sabéis, trabajo para la Diputación Foral de Bizkaia, en una empresa del tercer sector, y en nuestra provincia las competencias sobre vivienda protegida las lleva el Gobierno Vasco. Algunos ayuntamientos tienen la posibilidad de facilitar a familias sin recursos viviendas que utilizan o les pertenecen, pero la obligación de garantizar el derecho a la vivienda —jajaja, me río de lo que estoy diciendo— recae sobre el gobierno autonómico. 

Por otro lado, yo era conocedor de que la persona había formulado esa misma demanda a la persona que coordinaba en caso en el Servicio de Infancia, y conocía su respuesta: “nosotros no podemos darte una casa, no nos compete; nuestra competencia es ayudarte a cuidar mejor de tus hijos”. 

Así que yo, con cara de huevo, me limité a parafrasear lo que mi superior le había dicho: 

—Nosotros no podemos ayudarte con eso, pero, si quieres, podemos revisar tu estado de ánimo, la relación con tu expareja, los problemas que están dando los niños en la escuela o bla, bla, bla…

No hace falta que lo diga, ¿verdad? Me miró como las vacas cuando ven pasar el tren y, como es más que lógico, pasó de mi culo. Y eso, claro, tuvo un impacto en mí: «no voy a poder hacer nada con este tío». 

A partir del momento en el que ignoré su demanda —una demanda explícita (lo que pedía) que, por otro lado, coincidía con la implícita (lo que realmente necesitaba de la relación conmigo)—, entramos en un círculo vicioso que, aunque pudiera tener matices, siempre iba de lo mismo: él se desconectaba de mí, porque no estaba atendiendo a sus necesidades, y yo me desconectaba de él porque no reaccionaba a mis propuestas, ni me hacía ni puto caso. Acabamos siendo dos monigotes desconectados que cada día se daban más pereza. Y así, un día detrás de otro, amargandonos la vida sin quererlo. 

Pero un día decidió trasladarse a otra provincia, lo cual, obligaba a los servicios sociales a tramitar un traslado de expediente. «Menos mal», me dije aliviado, «prefiero cualquier otro caso; ya no puedo más con éste», y quedé con él pasa despedirme: 

—Quiero darte las gracias —le dije—, al menos, por abrirme la puerta y tratarme bien a pesar de no haber sabido cómo ayudarte. 

—Sí que me has ayudado, Gorka —respondió esta vez conectado conmigo; y en ese momento casi se me cae el culo al suelo—. Aunque no lo creas, me has ayudado mucho —os juro que parecía totalmente sincero su agradecimiento—.

—¿En qué? —pregunté con cara de pardillo. 

—Me has ayudado un montón con todas esas gestiones que hemos hecho —Se refería a papeleo y rollos burocráticos, con administraciones, notarios, y todas esas mierdas. Él era casi analfabeto funcional, y le costaba mucho todas esas cosas—, especialmente con las de la vivienda. 

—Pero, ¡si no hemos conseguido nada! 

—Sí, pero lo hemos intentado. 

Aquél día me fui para casa torcido. Aquella persona me estaba dando las gracias, con verdadera sinceridad, por algo que había hecho sin ganas, con tedio, y con la sensación de que no valía ni pa tomar por culo. Pero, luego, me acordé de que era justo lo que estaba vinculado a su demanda inicial, aquella que yo había ignorado. 

Entonces, me pregunté qué habría pasado si yo hubiese ido —tal y como tanto predico— por el camino que me había marcado la familia. Y lo ví claro… tan claro, que me produjo una profunda tristeza. Seguramente, el habría estado mucho más conectado, su malestar e impotencia habrían sido más tolerables, y eso habría repercutido en positivo en la relación con su expareja y sus hijos. 

Pero yo no supe ver la jirafa que pasaba a tres metros frente a mis ojos. No lo supe ver yo, no lo supo ver la coordinadora, no lo supo ver mi supervisora, y no lo vieron, tampoco, las personas de mi equipo con las que había supervisado el caso. 

Estuvimos todos ciegos. Quizás, porque priorizamos nuestras “competencias” profesionales respecto a las necesidades y el sentido de agencia de la propia familia. Porque estamos en una escala de mando en la que, cuando el de arriba dice algo, el resto nos adherimos al discurso para no cuestionar su criterio o sus métodos. Porque no terminamos de entender que se pueden satisfacer las necesidades de las personas haciendo lo que necesitan, pro también reconociéndolas y “haciéndonos cargo”. Porque estamos en un contexto violento en el que los profesionales debemos saber lo que la gente necesita, incluso por encima de su propio criterio. 

Sea como sea, siempre que descuidamos la demanda implícita, las personas se desvinculan de los procesos. Y, coño, tienen toda la razón y el derecho para hacerlo. 

Tengo un montón de ganas de leer el nuevo libro de Iñigo. Un montón. Pero también me da muchísimo miedo. Porque sé que ahora, después de 23 años currando en protección a la infancia, sigo siendo “Un Elefante en una Cacharrería”, y saberlo me da muchísima vergüenza y muchísimo miedo. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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