Orfeo y el portal al infierno

[…] si aceptamos que los libros de texto pueden ser un StarGate para que el horror que viven en la escuela acceda a casa, es decir, a su espacio más seguro, cambia el inicio, el nudo y los desenlaces ideales para el relato. […]

A veces, un libro es una ventana abierta al conocimiento. 

Otras veces, es un portal de entrada para el dolor. Una puerta abierta para que entren en casa todos los demonios del maldito infierno. 

¿Te has preguntado alguna vez qué es lo que pasa cuando tu hija, tu hijo, o cualquier estudiante al que aprecias abre un libro? ¿A qué se tiene que enfrentar al hacerlo?

Las figuras adultas somos mucho de decir a la infancia que se esfuerce, que no haga el vago. En el mejor de los casos, prometiéndoles incentivos o premios. Pero, si aceptamos que los libros de texto pueden ser un StarGate para que el horror que viven en la escuela acceda a casa, es decir, a su espacio más seguro, cambia el inicio, el nudo y los desenlaces ideales para el relato. 

Porque, no nos engañemos, hay un relato predominante en todo esto. El del alumno que, con suerte, tiene algo de capacidad, pero no se esfuerza y amenaza con mandar su vida a tomar por culo. Un relato caracterizado por una carencia (de motivación, de esfuerzo, de ganas, etc.) que la familia u otras personas adultas, tienen que corregir o suplir, para que la maquinaria funcione. 

Un relato, como ves, en el que el estudiante es una persona pasiva, por lo que el protagonismo se coloca en las figuras adultas que desean resolver la situación, angustiadas. 

Pobrecitos. 

Sin embargo, hay otra narrativa posible para describir los mismos hechos, que se construye, entre otras cosas, aceptando que el libro no sólo es una ventana abierta al saber, sino también una puerta de entrada para los monstruos. 

Y es que, cuando una niña o un niño abren un libro, entran por él todos los horrores que le toca vivir en la escuela. No es que puedan entrar, amiga o amigo: es que de hecho entran. Porque, a través de las páginas de un libro de matemáticas, lengua, conocimiento del medio o lo que sea, también se cuela la mirada del profesor, las risas de los demás cuando uno falla, el bully que te hace la vida imposible, o la vergüenza de que todo el mundo te mire porque eres la primera a la que le han crecido las tetas. 

Abrir un libro es, para michas niñas y niños, una violación flagrante de su lugar seguro. Es como estar protegido en una fortaleza, en medio del apocalipsis zombi, y abrir la puerta en la oscuridad al mal que acecha en las sombras. 

Uno puede quedarse en colapso, aterido de miedo, mientras una figura bondadosa, aquí, al a su lado, le dice y le repite que fije su atención en la maravilla que esconden las estrellas o la luna. Que lo haga, que no sea tonto o tonta, que centre su atención allí y, coño, disfrute del momento. 

Mientras, uno huele a carne podrida y ruidos de pies arrastrándose. 

Si entendemos que, para muchas niñas y niños, abrir un libro es exponerse al mismo horror contra el que tienen que protegerse durante 7 horas cada día laborable, quizás podamos tener una actitud un poco más compasiva con ellos. Entender los esfuerzos que hacen, y los que tienen derecho a no hacer cuando, por fin, están en su refugio, descansando, nos puede ayudar mejor a responder a las preguntas clave: 

¿Qué retos le toca enfrentar?

¿Qué peligros o amenazas debe gestionar ella o él?

¿Se puede estudiar bien en esas condiciones?

¿Qué podemos hacer para hacer menos amenazante el camino?

Porque tú imagínate en tu casa, con devoradores de cerebros subiendo por las paredes, gruñendo con sus dientes ensangrentados, cayéndose a pedazos, y que de repente, cuando menos te los esperas, tu madre o tu padre, abran puertas y ventanas, para ventilar y que entre el fresco. 

«Venga, Jaimito, a disfrutar del canto de los grillos.»

Pues es lo que muchas y muchos niños sienten, cuando los adultos les decimos que paren la consola, que es hora de estudiar, que no se hagan los remolones y que son unos vagos. 

Lo que no vemos en esos momentos es que estamos abriendo un portal a la vergüenza, el miedo, la soledad, la decepción y la traición de un entorno que, para muchas y muchos de ellos, resulta totalmente violento. Todo eso pasa por un único conducto: la textura, los colores y el olor de esos malditos libros. 

Normal que se resistan. 

Normal que nos manden a la mierda. 

Normal que se pongan a garabatear mierdas. 

Normal que se distraigan con el vuelo de una mosca. 

Normal que se desconecten y que no sientan motivación. 

¡Como para sentir algo estamos!

Y, para colmo, esa desconexión ratifica la idea adulta —mito de armonía— de que no pasa nada, que todo está bien, que sólo es que la niña o el niño es un vago. ¿No ves?

Jajajá, otra birra pal cuerpo. 

Cuando, en realidad, estamos frente a un héroe o una heroína que lucha por sobrevivir en el maldito infierno, sin armas, sin recursos. Como Orfeo, tocando sutilmente la lira; o como Heracles, dejándose los puños, a hostia limpia. Pero sobreviviendo. 

Porque, oye, no digo que sea una solución, pero ¿qué pasaría si comenzásemos por reconocerles justo eso?

¿Por acompañarlos en ello?

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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