[…] —Me da igual ser malo contigo —reaccioné—. No puedes andar siempre pidiendo nuestra ayuda. Es tu problema y ¡lo resuelves tú! […]
Hola cabronas y cabrones;
Como sé que sois malas personas y os gusta verme meter la gamba y comportarme como un gilipollas, os voy a dar un poco de carnaza:
Estaba yo hace unos cuantos días acostando a mi hija, a gusto, en su cama, eligiendo el cuento que íbamos a leer, cuando inesperadamente a ella se le perdió una zapatilla.
¡El horror, el horror! (Conrad, 1899).
La cosa es que ella comenzó a hacer esas mañas que tanto me gustan —nótese el sarcasmo— y a pedir mi ayuda.
—Aita, no la encuentro. Aita, ayúdame. ¡Aitaaaa!
De repente, me entró un calor que lo flipas por dentro:
—Es tu problema, no el mío, ¡resuélvelo tú! —le grité.
Pero, claro, ella como es lógico y esperable no se lo tomó demasiado bien.
—¡Eres malo conmigo! —respondió con razón.
—Me da igual ser malo contigo —reaccioné—. No puedes andar siempre pidiendo nuestra ayuda. Es tu problema y ¡lo resuelves tú!
En ese momento ya empezaba a ser un poco consciente de que mi actitud era exagerada y que, seguramente, estaba asociada a lo vulnerable y bloqueada que la vimos durante el inicio de su escolarización. Era como si toda esa mierda amenazara con repetirse. Pero, comos sabéis, tomar conciencia no es necesariamente parte de la solución y, como estaba yo anclado en mi propio trauma, no podía frenar.
Vamos que la estaba cagando, sabía que la estaba cagando, y todo mi cuerpo me seguía empujando a cagarla igual.
Tras discutir un rato, mi hija hizo justo lo que tenía que hacer:
—¡Ama, ayúdame a buscar, que Aita no quiere!
Otro fogonazo interior:
—¡Mariña, no le ayudes! —grité, cabreado, como si yo fuera quien tenía la única razón— ¡¡Tiene que resolver sus propios problemas!!
Mariña, a la que había colocado en una situación de mierda, porque no quería cabrearse conmigo pero tampoco permitir que la niña sufriera innecesariamente, tomó una sabia decisión: se acercó a la cría y, sencillamente, la acompañó.
Al instante, la niña encontró la maldita zapatilla y cesó el horror.
Pero yo seguía jodido, revuelto por mis miedos y por la culpa de lo que había pasado.
«Soy gilipollas perdido.»
La cosa es que, terminado el cristo, la niña se me acercó para que le leyera el cuento.
—Anda, túmbate —le dije, todavía con la rabia en el cuerpo, pero intentando disimular.
—Aita.
—¿Qué?
—Que sepas que en el cole sí resuelvo mis propios problemas.
«¡La hostia!»
Y me dieron un vuelco las tripas y el corazón.
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
