La niña que se convirtió en piedra

[…] Y además, ella lo había visto. Su tutora, su profesora preferida, a quien verdaderamente admiraba y respetaba, había sido plenamente consciente de su reacción y, ahora, tenía que enfrentarse a ella en su despacho. […]

Una puerta de conglomerado barato con un cristal translúcido. Dudó si tocar o darse a la fuga, pero rápidamente comprendió que no tenía salida. No había escapatoria. Tendría que enfrentarse a su profesora, que con toda seguridad estaría profundamente disgustada con ella. 

Había pasado lo de siempre. Mierda. La maldita historia de siempre. La que le dejaba un regusto amargo en la boca y la sensación de que era una verdadera mierda. No había sido capaz de defender a su amiga. Se había bloqueado. Pero esta vez había sido, si cabe, mucho peor, porque la otra niña le había pegado, escupido y humillado frente al resto de la clase, escribiéndole en el vestido con tinta negra indeleble: “gorda de mierda”. Y ella no había hecho nada, sólo se había quedado quieta, mirando, permitiendo que todo eso pasara. 

Era cómplice al mismo nivel que los que se reían. 

Era como si hubiera participado de todas las carcajadas. 

Y además, ella lo había visto. Su tutora, su profesora preferida, a quien verdaderamente admiraba y respetaba, había sido plenamente consciente de su reacción y, ahora, tenía que enfrentarse a ella en su despacho. 

Se la imaginó así, sentada, con expresión severa, haciendo preguntas difíciles y pidiendo explicaciones. Quizás la castigara. Quizás hablara con sus padres para decirles lo cobarde que había sido y la bajeza con la que había actuado. Suspiró, aceptando lo que pudiera venir. No se merecía menos. 

Iba a golpear tímidamente la puerta cuando sonó un “click” que, en ese momento, no supo distinguir si venía del cierre de la puerta o del latigazo de su corazón. 

—Pasa, Paula —dijo su profe, y la voz sonó especialmente grave. 

Avanzó despacio los dos metros que le separaban de la silla. Se le hicieron eternos. El aire olía a lapicero afilado. En el trayecto pudo ver estanterías saturadas de expedientes y documentos, algunos dibujos infantiles que, probablemente, fueran de sus hijos, y un par de pajarillos acomodados en la repisa de la ventana. Pensó que le gustaría ser como ellos y sentirse también libre, en vez de tan atrapada. Todo parecía un sueño; estaba abotargada, como si no fuera parte de lo que estaba pasando. 

Paula se sentó en el tercio anterior de la silla, como si quisiera reservarse la oportunidad de salir corriendo. 

—He visto lo que ha pasado —comenzó la tutora, y sintió que todo su mundo se le venía encima—. Tú no te has dado cuenta, pero he podido ver con mis propios ojos todo el suceso: lo que le han hecho a Joana, y cómo has actuado tú durante todo el evento. 

Paula sintió como se le hacía una bola dura en la garganta, se contrajo entera y las lágrimas aparecieron en sus ojos. Seguro que ahora vendría la bronca, los reproches, el castigo y, lo peor, el aviso a su madre y a su padre para comunicarles fría y burocráticamente lo que había hecho. 

Podía soportar sentirse una mierda. Era algo a lo que estaba acostumbrada. Pero, no quería que las personas a quienes quería tuvieran esa imagen de ella. 

No, por favor…

—He visto que te has quedado congelada —prosiguió su profesora tras el tenso silencio—, y sé que es algo que te pasa a menudo. Imagino que ahora te sientes fatal por cómo has reaccionado. 

Paula tuvo que hacer un esfuerzo titánico para reprimir el llanto que amenazaba con salir como un vómito. El mensaje era, más o menos, el que esperaba; pero el tono de voz de su tutora reflejaba algo que no podía identificar. Algo extraño. 

Una chispa de curiosidad añadió las fuerzas que necesitaba para levantar un poco la mirada. No entendía nada, parecía haber cariño en su mirada. ¿Sería cierto lo que veía? ¿Quería manipularle? ¿Le estaba tendiendo una trampa?

Bajó de nuevo la vista, abrumada, y guardó silencio. 

—Creo que sé lo que eso significa, Paula —expuso la adulta seria, pero con seguridad—, porque yo estuve en el mismo lugar hace mucho, mucho tiempo. Y también me culpé severamente por mi reacción en los momentos difíciles. Sentía que era peor que los demás por no poder enfrentarme a las mismas cosas que les resultaban fáciles a ellos. 

Otro silencio… a lo lejos se podía escuchar el barullo del resto de alumnas y alumnos al ir al patio. Eso le hizo levantar un poco la voz a su tutora, pero siguió sonando serena. 

—Se suele decir que las niñas y los niños buenos actúan para proteger a sus amigos. Y que los malos les hacen daño o permiten que otros se lo hagan —continuó—, pero yo hay una cosa de la que estoy segura: las mejores personas reaccionan como lo has hecho tú hoy, bloqueándose en los momentos difíciles. Paula, detrás de ese comportamiento hay mucha sensibilidad, prudencia y una actividad frenética del pensamiento.

La niña asintió de manera casi imperceptible. Eso desencadenó una tormenta imprevista en su interior y rompió a llorar como quien expulsa un vómito de enferma. Entre bocanadas y arcadas llegó a pensar que no iba a terminar nunca. 

Su profesora se levantó y echó el pestillo, guardando con este gesto su intimidad. 

—Tenemos tiempo… —sugirió, y el contacto de su mano con el hombro desató otra rebelión en sus entrañas, como si todo ahí dentro se estuviera moviendo. 

Estuvo una vida entera así, soltando lastre, con su profesora sentada en la silla que había a su lado, acariciándole la zona alta de la espalda, como si supiera de todas las tensiones que se acumulaban en esa parte de su cuerpo. 

Sin embargo, y a pesar de lo que parecía al principio, ese llanto se fue poco a poco extinguiendo. 

—Las niñas que más sienten tienden a tener este tipo de reacciones, Paula. Se sienten abrumadas por este tipo de eventos. Pero esa gran sensibilidad no es, en ningún caso, un problema, sino un don de, tarde o temprano, aprenderás a manejar. Ya verás. No hay que forzarlo, es sólo cuestión de tiempo —dijo—. Mientras tanto, debes saber que hay en el mundo personas que pueden poner en valor lo que hay en tu interior, y que saben que, aunque no pudieras hacer nada justo en ese momento, tu mente ya estaba dando vueltas para hacer algo bueno. 

Era verdad, se dijo Paula, había pensado qué hacer para resistirse a esa maldad y para que su amiga se sienta reconfortada por lo que le había pasado. No había obtenido ninguna respuesta, le había parecido imposible, pero estaba en ese proceso. La historia no terminaba en el bloqueo. 

—Sigue por ahí —continuó su profe, como si le hubiera leído el pensamiento—. Sigue por ahí, Paula. Pon en valor lo que de verdad pasa en tu interior. No dejes que nadie te diga que está mal lo que eres, lo que haces, o cómo te sientes ante el sufrimiento ajeno. Eres mucho más que tus reacciones, y esas reacciones nunca, escucha, nunca frenarán lo que puedes aportar al mundo. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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