Puedes ir, la vida te necesita

[…] Y la única manera que encontró para expresar esa maravillosa resistencia fue gritar que no, ¡¡que nooooo!! Que no quería salir de su casa. […]

Hubo una vez, hace muchos años, una niña que lo pasó muy mal. 

Lo pasó muy mal cuando era muy pequeñita, durante una época muy importante de su vida. Lo pasó fatal el primer año de Ikastola. 

Ese año fue horrible. Le costaba mucho separarse de su madre, y allí se sentía muy sola. Ir a clase era un verdadero tormento. Sentía que no entendía al resto de niñas y niños, y que tampoco podía confiar en las personas que cuidaban de ella. Era como estar en una burbuja, aislada y sin poder pedir ayuda. 

En aquellos tiempos, el peor momento era cuando tenía que salir con su madre e ir hasta la ikastola. La niña no quería ir a clase, porque allí se sentía fatal, muerta en vida. Y su madre tenía la obligación de llevarla, así que no atendía a razones: 

—Vamos, vístete, que nos tenemos que ir ya, ¡tenemos que llegar a la hora! —le decía, y la niña se sentía sin palabras, profundamente incomprendida. Era como si su madre estuviera muy lejos de ella cuando más vulnerable se sentía. 

Por eso, la niña se resistía. Se resistía a ir a clase, porque no era un lugar seguro para ella; pero también se resistía ante la insensibilidad de su madre, porque sabía que ella no era así. Deseaba con todas sus fuerzas que su madre real, la que era cariñosa y sensible, volviera.

Y la única manera que encontró para expresar esa maravillosa resistencia fue gritar que no, ¡¡que nooooo!! Que no quería salir de su casa ¡¡nunca!!

Una casa que, en esos momentos, era para ella lo contrario a la ikastola: un lugar seguro, amable, cálido, donde había mayores de confianza, que sí cuidaban de ella. 

Pero, por mucho que gritó que no, nadie parecía escucharla. La única respuesta era que había que ir a clase ¡ahora!

Pero esa niña no era una persona frágil, sino una niña sensible y fuerte. Fuerte como nadie, nunca, jamás, habría imaginado. Así que un día, enfrentándose a sus miedos, a lo que otras personas pensaban sobre ella, y al mundo entero, tomó una decisión y, desde dentro, abrió con fuerza sus brazos, hasta que le dolió todo el cuerpo, y reventó su burbuja. 

Esa burbuja que le aislaba de los demás, y que le hacía sentirse más pequeñita o frágil que el resto. 

Al romper con esa burbuja, sintió el aire limpio, fresco, aromático, entrar en sus pulmones. Sintió como se abría su pecho al mundo. Era una sensación maravillosa sentir todo el viento del universo dentro. 

Y con ese viento en su interior, empezó a sentir cómo todo su cuerpo fluía y salía del agarrotamiento. Y empezó a bailar, a bailar fenomenal, y convertirse en una bailarina que bailó en un escenario enorme, sin miedo al público. Y todo el mundo le aplaudió, por el baile, y por todos sus logros. 

Porque ahora, esa niña, sabía que tenía cualidades especiales que, en algunas cosas, le hacían formidable: bailaba fenomenal, escribía estupendamente, hacía unas manualidades que lo flipas y además, tenía el don de la sensibilidad, que le hacía percibir cosas que otras personas ni se imaginaban que existían. 

Sentía que era la protagonista de un cuento precioso, y que tenía un poder sobrecogedor en el mundo. 

La ikastola, ahora, era un lugar seguro, en el que se sentía estupendamente con sus amigas, sus amigos, y las profes que cuidaban de ella. Unas profes que se habían dado cuenta de todo lo que valía esa niña fuerte y sensible, y de todo lo que iba a aportar a la humanidad. 

Sin embargo, años después de haber pasado por todo eso, de haberse hecho fuerte y sentir el reconocimiento del pueblo entero, a veces seguía sintiendo mucha pereza para salir de casa. Una pereza tremenda que ni ella se explicaba, porque, en verdad, se lo pasaba super bien poco después de cerrar la puerta de entrada. 

¿Por qué pasaba esto?

Era muy raro.

¡No entendía nada!

Un día, su padre se sentó con ella, y le contó una cosa: 

—A veces, cuando pasamos una etapa muy desagradable, hay puntos calientes que quedan fijados en nuestra frente, en nuestro corazón, en el estómago o en nuestras tripas —le dijo—. Son como carboncillos ardiendo. 

Fué escuchar eso, y empezó a sentir que todo empezaba a tener un sentido. Ella sentía esos carboncillos en la barriga y el pecho. 

—Esos carboncillos son el recuerdo de los esfuerzos que tuviste que hacer para superar la situación, y que fueron frustrados —continuó su aita—, como cuando tú te resistias con fuerza a ir a la ikas, donde te sentías tan pequeñita, frágil y sola. Todavía arden para recordarte que te puedes proteger, si se repite una circunstancia tan abrumadora. 

Ella le miraba con los ojos como platos, ¿cómo podría saber eso si no estaba dentro de su cabeza?

—Pero, ahora, ya no estás en peligro —le destacó, y su voz se volvió especialmente grave —. Las cosas han cambiado gracias a todos los esfuerzos que has hecho. Esfuerzos que pocas personas están dispuestas a hacer cuando, como tú, están asfixiadas en una burbuja. 

—Es verdad —dijo titubeando ella—, lo conseguí sola. Con mis fuerzas pude salir de ésta. 

—Y ahora que eres más mayor tienes más recursos todavía, pero me temo que esas brasas ardientes todavía no lo saben, porque viven ancladas en otro lugar y otro tiempo. —Y añadió:— Me preguntó qué pasaría si tú, desde la conciencia de que eres una niña fuerte que ha vencido a la soledad y al peligro, les dices que pueden descansar, que ya no las necesitas para protegerte en la vida. 

Se quedó pensando:

—Siento que cada vez son menos brillantes —contestó ella—, parece que se enfrían. 

—¿Qué sentido tiene eso para ti? ¿Cómo te lo explicas?

—Descansan… Y se abre mi pecho, me apetece bailar de nuevo, descubrir esa historia tan bonita de la que voy a ser protagonista…

—¿Qué crees que te están diciendo?

Se quedó pensando un rato, hasta que finalmente lo soltó: 

—Puedes ir —expresó con gran alivio—. Puedes ir. El mundo es hermoso. Hay cosas y personas maravillosas que te esperan. Tienes fuerza. Eres importante. Te mereces cosas buenas. La vida te quiere, la vida confía en ti, la vida te necesita. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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