[…] Por eso, dentro de estas familias amenazadas, en colapso, suele aparecer una figura que —dejadme que lo diga: con gran generosidad hacia todas y todos— acaba asumiendo gran parte de la responsabilidad. «Ya me encargo yo.» […]
La cercanía de las medidas de protección y su imposición suelen provocar un desequilibrio de poder entre las personas que componen el sistema familiar. Una asimetría muchas veces brutal.
Cuando una familia se siente amenazada en su integridad más básica por la institución que tiene el poder absoluto para determinar quiénes son una familia funcional y quienes no, y a la que apoyan, casi sin ambages, el sistema policial y judicial, se produce un impacto profundo, caracterizado por un gran dolor.
Un dolor que se explica por la necesidad que todos los miembros tienen de proteger a los suyos y la impotencia que les impide hacer nada al respecto, dado lo formidable del enemigo a batir: la maldita institución. Así, la familia, al completo, entra en un estado de colapso, caracterizado por la sensación de que algo horrible está pasando, algo terrible va a pasar y no es posible hacer nada para protegerse: se carece de esperanza y de control sobre una situación que amenaza la pertenencia (quiénes somos) y la dignidad (qué valor tenemos ante el mundo o la sociedad).
Esta situación de bloqueo-colapso generalizado no es sostenible en el tiempo porque la familia necesita seguir contando con algo de esperanza y flexibilidad. A fin de cuentas, sigue habiendo problemas que resolver y situaciones a las que adaptarse. Por eso, dentro de estas familias amenazadas, en colapso, suele aparecer una figura que —dejadme que lo diga: con gran generosidad hacia todas y todos— acaba asumiendo gran parte de la responsabilidad.
«Ya me encargo yo.»
La aparición de alguien RESPONSABLE que asume el reto de la familia y soporta la mayor parte de este dolor asociado, no sólo al colapso, sino a todos los sucesos que les llevaron a este punto con la institución, supone un gran alivio para el resto de los miembros de la familia.
«Qué bien. Qué alivio. Ya se encarga ella o él.»
Cualquiera no puede asumir el rol de “salvador de la familia”. Es evidente. Debe ser una persona con capacidad, a la que el resto de los miembros consideren una referencia con potencial para enfrentarse al monstruo y a toda su insensibilidad.
Pero, entonces, suele acontecer una DECEPCIÓN en el “salvador o la salvadora de la familia”, porque, al poco de asumir esa responsabilidad, y ser agradecido su gesto, siente cómo pierde el apoyo de los demás, que se desligan del problema muchas veces porque sobreentienden que estorban, que no aportan nada, y que ya está la otra persona capacitada para llevarlos a todos por el camino que ahora tienen que recorrer.
Esta decepción aumenta más si cabe la ANGUSTIA de la persona “salvadora”, dado que al peso de la responsabilidad se le une el hecho de estar sola frente a una amenaza que, no lo olvidemos, sigue siendo imposible de enfrentar porque se corresponde con un enemigo formidable, con muchos más recursos y poder del que la familia jamás podría tener.
No es extraño que la persona “salvadora”, ahora sola y aislada, pero conteniendo toda la angustia y el sufrimiento familiar, trate por todos los medios de resolver la situación; y que cada día acapare mayores cotas de poder. Cotas de poder que son cedidas de buen grado por el resto de las personas implicadas en su deseo de gestionar el miedo latente que afecta a todas ellas.
«Hemos de hacer grande al salvador para que pueda medirse con el gigante que nos amenaza.»
La persona “salvadora” —habitualmente la madre debido a la imposición que sufren las mujeres de ser responsables últimas del bienestar familiar, y la tendencia de los hombres a la evitación—, adquiere, así, enormes cotas de poder, mientras que, el resto de los miembros de la familia se encuentran en una disyuntiva: por un lado están aliviados porque ella se hace cargo y, por otro, desean seguir teniendo el poder que estaban acostumbrados a tener.
Se produce, entonces, un conflicto de intereses en el que una desea prioritariamente proteger a la familia, mientras que el resto quiere seguir —porque su situación lo permite— seguir viviendo cierta normalidad. Pero, dados los roles que el problema ha impuesto, la primera suele tener todas las de ganar, reprochándole al resto —no sin cierta razón— ser el origen de su angustia y malestar.
Llegados a este punto, la familia se encuentra en un callejón sin salida. Todos quieren un imposible y, además, las relaciones se han resentido hasta el punto de que ya no se pueden prácticamente comunicar. Y lo jodido, lo perverso de todo esto, es que esta situación puede retroalimentar la idea de la institución de que se trata de una familia disfuncional, cuando sólo están respondiendo de manera lógica, coherente y previsible a la amenaza que ella misma ha provocado.
«Mira qué tinglado tienen montado. Parece evidente que no hay “capacidad parental”.»
Sí, ya lo digo yo: estupidez y violencia institucional. Una vez más.
Imaginad lo que está pasando esta gente y la angustia que les provoca saber que tiene que resolver YA ésta situación. Necesitan de un síntoma que les permita volver a un estado de mayor integración, pero debe ser un síntoma coherente con lo que la situación les permite movilizar, y que reestablezca hasta donde se pueda el equilibrio de poder.
Porque es el EQUILIBRIO DE PODERES lo que permite, en última instancia, recuperar también la confianza y la comunicación familiar.
No es extraño, entonces, que la persona adulta que ha sido subyugada (que ha perdido o cedido su poder) desarrolle un síntoma de salud mental: un cuadro depresivo, de ansiedad o de consumo de sustancias, depende de lo que le permita su capacidad de regulación y de las lealtades invisibles a su antiguo sistema familiar. Y este síntoma suele cumplir con la función de equilibrar, en el déficit, la balanza de poderes, porque suele ser algo que “la persona salvadora”, a pesar de todos sus esfuerzos, no va a poder solucionar.
Quedan así la “persona salvadora” y la “persona subyugada” UNIDAS en la IMPOTENCIA. Una no puede gestionarlo todo con eficacia, y la otra no puede enfrentar la amenaza que implica la agresión de la institución. Pero, esto es lo importante, desde su incompetencia y desde su vulnerabilidad (“no puedo, se puede no poder, el problema es formidable, no somos menos por no poder”) ambas figuras pueden empezarse a comunicar. Y, con suerte, pueden empezar a articular un relato en el que nadie ha querido fastidiar a nadie, sencillamente se articularon las respuestas que eran posibles en momentos de pánico, cuando los recursos no estaban disponibles, y cuando las circunstancias impusieron la soledad.
Y, con más suerte, quizás el relato pueda obrar un giro precioso, reconociendo las NARRATIVAS DE RESISTENCIA tras el colapso, rollo “somos valiosos”, “no nos creemos lo que contáis sobre nosotros”, “no nos váis a volver locos”, “somos de los buenos y demostraremos que os equivocáis”, o lo que pueda ser. Porque es justo en ese punto cuando se expresa y se accede a uno de los núcleos más valiosos del sistema familiar, a saber, los valores (el sentido de valor) que están enraizados en el cuerpo de las personas afectadas y que dan sentido a los mejores movimientos que ahora, otra vez unidos, se pueden hacer, cada cual con lo que tiene y desde su una posición más equilibrada en lo que respecta a la distribución del poder.
Y desde ahí, comenzar la RECONQUISTA de los espacios y el poder que les hayan podido arrebatar, o que hayan podido perder.
Todo apoyo a las familias amenazadas por las instituciones debería ser la historia de una reconquista del poder.
Que no la bloquee, nunca, el corporativismo profesional.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
