La trampa de la validación externa

[…] Esta vergüenza tan profunda que invalida de manera tan violenta a las personas, implica un reto formidable: retomar la conexión con los demás y con uno mismo. Es decir, recuperar el sentido de pertenencia al grupo que se siente que expulsa a la persona traumatizada por no ser suficientemente valiosa, y así, recuperar el valor de una o uno mismo. […]

La mayor parte del tiempo actuamos en “automático”, presuponiendo que a las personas a las que acompañamos les van a hacer bien las mismas cosas que nos beneficiaron a nosotras y nosotros. 

Mira a tu alrededor. No hace falta que te convenza de eso. 

Actuar como robots vacíos y ajenos a las emociones nos predispone a cargarla hasta límites insospechados, porque, al estar desconectados, limitamos la capacidad de nuestra neurocepción para prevenir el daño que podemos hacer a las personas vulneradas, que, debido a su herida, son especialmente sensibles a la relación de ayuda que sostienen con nostras y nosotros. 

A fin de cuentas, sólo si somos sensibles a las PEQUEÑAS SEÑALES de seguridad, peligro o amenaza que se comunican a través del CUERPO, podemos hacer un giro de cintura a tiempo y evitar problemas de relación más gordos. 

Esto es especialmente preocupante en una generación de profesionales —la mía— que nos hemos educado en modelos conductistas. Es decir, que nos han adiestrado desde pequeños como a ratas de laboratorio, para que demos con la patita a una palanca. Pero, todavía es más notorio en aquellos a quienes estas estrategias les han servido. 

Porque, coño, aunque sean un truño, hay cierto porcentaje de niños y de niñas que disfrutan mucho del refuerzo positivo. Lo viven con un chute de dopamina que les lleva a reproducir la conducta para conseguir otro y otro punto verde, quizás como sustituto de la atención y la aprobación de una figura adulta significativa. 

La validación externa. Yatusabes.

Y estos somos lo que, cuando nos dedicamos a la educación o cualquier profesión que implique acompañar a personas que sufren, lo tenemos más chungo. Entre otras cosas porque siempre hay cierta tendencia a reproducir los patrones que creemos que nos han beneficiado. 

Como se suele decir: si no tienes ni idea, anda, a lo seguro. 

En este sentido, no es extraño que este tipo de profesionales acabemos cayendo en lo que podemos llamar la “trampa de la validación externa”, que suele aparecer cuando acompañamos a personas severamente traumatizadas. 

Para entender en qué consiste esta trampa, es necesario que comprendamos algo sobre la vergüenza traumática: no se trata de la vergüenza habitual, social y de baja intensidad, sino de algo mucho más profundo, intenso y complejo. 

La VERGÜENZA TRAUMÁTICA  se desarrolla cuando una persona no se pudo proteger de un hecho que puede comprometer su vida o su integridad mental, y además no recibió por parte del contexto la RESPUESTA PROTECTORA que necesita. Queda así dañada la concepción que la persona tiene acerca de sí misma, porque, si no me pude proteger y nadie me quiso proteger en un momento tan delicado, ¿qué dice eso acerca de lo que soy y del lugar que ocupo entre los míos y en el mundo?

Una injusticia brutal. Ya sabéis, el trauma no es una afección individual, sino relacional y social. Y cómo tal debe atenderse y tratarse. Lo contrario, es ser un cabronazo de bata blanca. 

Como podrás intuir, esta vergüenza tan profunda que invalida de manera tan violenta a las personas, implica un reto formidable: RETOMAR LA CONEXIÓN con los demás y con uno mismo. Es decir, recuperar el sentido de pertenencia al grupo que SE SIENTE que expulsa a la persona traumatizada por no ser suficientemente valiosa, y así, recuperar el valor de una o uno mismo. 

En el fondo, se trata de una respuesta atávica: SOMETERSE a los demás, para recuperar la AUTOIMAGEN POSITIVA que se había perdido. 

Porque no hay aceptación de uno mismo independientemente del grupo al que una o uno pertenece. Somos seres sociales, y nos curamos en las relaciones, no con tips motivadores que son lo que en muchas ocasiones buscamos cuando no podemos confiar de todo en el resto. 

Y éste es justo el patrón que se pone en juego a través de la DEMANDA IMPLÍCITA que hacen muchas personas frente a los procesos de los que formamos parte: “quiero que me valides, porque yo sola no puedo”. Una demanda que solemos aceptar sin reflexión con demasiada frecuencia, con efectos demoledores. 

Porque, ya sabéis, no es lo mismo lo que uno pide y lo que uno necesita. 

Yo me pregunto, ¿qué pasa cuando validamos externamente la conducta, los logros o los esfuerzos de una persona afectada por esta vergüenza profunda?

…una persona que, como hemos dicho antes, no puede apreciarse al sentirse excluída, apartada o señalada por el grupo al que pertenece…

Quizás a corto plazo la cosa la mole. Coño, por algo lo busca. Pero no es extraño que, tras estos mensajes que tan bien le tendrían que sentar, parezcan diferentes formas de dolor (“cuídame, estoy enferma”), o una agresividad que parece sin sentido (“no me das lo que prometes”), o estados depresivos, porque, cuando uno se conecta un ratito, también es más capaz de conectar con toda esa desesperanza e impotencia. Respuestas que, siendo lógicas en sus circunstancias, las y los profesionales TENDEMOS A INVALIDAR, entre otras cosas, porque, para nosotros, seres de luz y privilegiados, no tienen sentido. 

Malencarados y desagradecidos, les decimos. Para justo después repetir el patrón de exclusión que les aterroriza. 

En consecuencia, el camino para superar la vergüenza traumática no es nunca la validación externa, por mucho que las personas nos la pidan. Entre otras cosas porque, para que esa validación sea más profunda e intensa, es necesario colocar al otro en un PEDESTAL o colcarse uno mismo en la más aciaga CIÉNAGA, y en esa comparación siempre sale perdiendo la persona que está sufriendo. 

Fijo que te suena si has acompañado a peña bien jodida. 

Tampoco es ayudar a la persona a que reconozca sus propios logros o esfuerzos, aunque te compro que, en ocasiones, pueda formar parte del proceso. Porque el amor hacia uno mismo nunca depende de lo que hayamos logrado. Todo lo contrario: si reforzamos la idea de que son los logros los que dan valor a las personas, estaremos invitando a la persona actuar, más si cabe, desde la desconexión y la búsqueda de un refuerzo que, finalmente y muy a su pensar, acaba confirmando que esa es la única vía para sentir algo parecido al orgullo y al reconocimiento. 

Al final, confiar demasiado en el poder sanador de los logros —Llados, escucha esto— nos aleja de los demás y de nosotros mismos, que es justo lo que necesitamos para retomar la conexión con la vida, con lo que merece la pena y sanar nuestras heridas. 

Un paso previo puede ser estar en contacto con un profesional no violento o un grupo de afectados que den validez a la injusticia que la persona vulnerada ha sufrido. Y que lo hagan sin ambajes, desde el calor que se siente con las y los compañeros de camino.

Pero, finalmente, y en coherencia con todo esto, la única forma válida es aceptarse, cuidarse y quererse de manera incondicional, en contra de lo que el conductismo nos ha enseñado. Entendiendo que lo que rechazamos en nosotras y nosotros es una respuesta protectora lógica ante determinados peligros. Y ayudar a las personas a que lo consigan no es tarea sencilla para las hijas e hijos de una escuela en la que los puntos rojos y verdes, y las calificaciones, eran la mejor herramienta educativa. 

Reconocer la injusticia y los esfuerzos de protección malogrados. 

Retomar el autocuidado, pero, sobre todo, permitirse de nuevo los cuidados del grupo. 

Poner en valor las respuestas protectoras y honrar lo que hicieron para protegernos del peligro y la amenaza. 

Celebrar la propia existencia. 

Sentirse a una o uno mismo en plenitud, como una mente-cuerpo dignos. 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Deja un comentario