¿Qué es estar bien en la escuela? 

[…] No me invento nada. Las escuelas siguen teniendo una mirada muy reduccionista acerca de lo que es que las niñas, niños y adolescentes estén bien en su entorno, y eso, lamentablemente, tiene consecuencias catastróficas. […] 

¿Qué es estar bien en la escuela? 

Hay preguntas que son tan básicas que no entiendo por qué no se reflexionan más.  

Si hacemos esta pregunta a una profesora o un profesor, lo más probable es que te salga con alguna de éstas:  

«Tener un rendimiento escolar aceptable.» 

«Comportarse bien con el personal docente y el alumnado.» 

«No padecer ningún síntoma llamativo.» 

Y, si tienes la suerte de coincidir con alguien más implicado, quizás tengas la suerte de escuchar «estar en el aula y en los demás espacios en paz, seguro y tranquilo.» 

¿A qué sí? 

No me invento nada. Las escuelas siguen teniendo una mirada muy reduccionista acerca de lo que es que las niñas, niños y adolescentes estén bien en su entorno, y eso, lamentablemente, tiene consecuencias catastróficas.  

¿Catastróficas, Gorka? ¿No estás exagerando mucho? 

Yo creo que no, pero valóralo tú misma o tú mismo.  

Piensa cómo va a proceder del personal docente que piensa que lo guay es sacar buenas notas. ¿Dónde van a poner en foco de atención? Y lo que es peor, ¿dónde van a colocar sus esfuerzos? Creo que no hace falta que lo explique. Todos nosotros hemos vivido algo de esto: instituciones que presionan junto con las familias para que uno estudie, se machaque, sin considerar para nada qué le está pasando por dentro; identificando valor con rendimiento.  

Pero piensa, también, en las profes y los pofes que piensan que el “buen comportamiento” es la medida de todas las cosas. No es extraño que quienes piensan así, basen su trabajo en estrategias de control y manipulación de la conducta de la infancia, como, por ejemplo, las técnicas conductistas, porque desde ese paradigma todo vale para que las niñas y niños se adapten a lo que las instituciones definen que es portarse bien. Y, cuando los fines están tan claros y tienen tanto que ver con las necesidades de los adultos, no es extraño que los fines justifiquen los medios.  

También es muy chungo que se identifique el bienestar con no padecer ningún síntoma de malestar emocional o físico. Esto sí que me da miedo. Porque no es extraño que las escuelas se peleen, a sangre y fuego, contra los síntomas que la infancia padece y que, en muchísimas ocasiones, son la única forma que tienen para sentir algo de seguridad o de cubrir algunas necesidades básicas en esos contextos tan hostiles. Con el añadido de que los profesionales de estos ámbitos rara vez —yo diría que prácticamente nunca— están preparados para ver el papel que ellas y ellos mismos juegan en la génesis, mantenimiento y posible evolución de estos comportamientos que llaman la atención, ocultan los problemas reales, y que acaban convertidos en la medida de todas las cosas.  

No es extraño, por tanto, que las escuelas se sientan incompetentes aquí, y que, por tanto, las soluciones intentadas ante los “problemas” —nótense, por favor, las comillas— que, repito, ocurren en el contexto ecológico-relacional de la escuela, pasen por culpar a las familias o proponer la intervención de profesionales externos, como, por ejemplo, terapeutas, que no tienen capacidad práctica para intervenir sobre los aspectos relaciones que verdaderamente retroalimentan estos síntomas. Y es así como, en muchas ocasiones, se acaban cronificando los problemas. Unos problemas que no tienen tanto que ver con los recursos que activa la infancia, sino con la respuesta que profesionales y familias tienen hacia ellos.  

Pero, aunque parezca casi evidente, tampoco vale, “estar a gusto y tranquilo”. Primero, es literalmente imposible estar siempre en un estado de integración plena. Máxime, cuando la escuela es, como todas y todos sabemos, un lugar hostil, en el que las niñas y niños compiten —la esencia de la institución escolar es la comparación a través de las calificaciones—, se hostian, se humillan, y son testigos muchas veces mudos de formas crueles de violencia. Voy a decirlo lo más claro que sé: estar seguro y tranquilo en un contexto saturado de agresiones no es un síntoma de salud, sino de insensibilidad o de haber logrado —¿a qué precio para uno mismo y para los demás?— un lugar en la estructura relacional en el que las hostias no te llegan. E igual hay mucho que hacer por aquí, ¿no?, por raro que a simple vista parezca.  

Ya sabes… los testigos mudos… 

Estoy siendo más simple que el mecanismo de una escoba. Lo sé. Este medio no da para más y, coño, tampoco hay nada de privilegiado en mi cerebro. Pero, lo que quiero señalar es que, tal y como se responda a la pregunta «¿qué es estar bien?», condicionará o determinará las soluciones que se pongan en juego. Y que las respuestas que habitualmente e irreflexivamente se dan a estas preguntas, lejos de ayudar, tienden a agravar los problemas. Problemas que, en muchas ocasiones, perjudican no sólo a las alumnas y alumnos vulnerados o que son diferentes, y a las familias que los sostienen y acompañan, sirviendo, cuando se puede y como se puede, de bases suficientemente seguras.  

Así que, no me jodáis, sí que procede esa pregunta:  

¿Qué es estar bien en la escuela?   

Para mí, ESTAR BIEN en la escuela —y en cualquier contexto relacional— pasa por poder TRANSICIONAR entre los diferentes ESTADOS DEL SISTEMA NERVIOSO, gracias a los propios recursos, o al acompañamiento que ofrecen otras personas, especialmente adultas. Y ESTAR MAL, tiene mucho que ver con quedar TRAPADA o ATRAPADO en un determinado lugar, a través de un círculo vicioso que tiene que ver con lo que una o uno activa y con lo que otras y otros —especialmente las figuras adultas que tienen la función de cuidar y proteger— hacen al respecto.  

Se está bien sintiéndose tranquilo y seguro, estando cabreado, queriendo escaparse por una ventana, o frío como un sapo en el bloqueo más chungo, siempre y cuando algo o alguien te ayude a pasar de un estado a otro: de lo chungo a lo que pueda ser un poco mejor, pero, también, de lo guay a lo más jodido del mundo.  

Ay, lo que he dicho.  

Esta idea es coherente con lo que proponen la teoría polivagal, la teoría sobre el apego, la teoría sobre el trauma, y la teoría acerca de los sistemas complejos. Toma moreno. Pero, sobre todo, es coherente con la frase que me sigue sirviendo como un lema, y que leí en un libro de Peter Levine, aunque no era suya: “el principal objetivo de toda educación es convertir al propio sistema nervioso autónomo en un aliado, en vez de en un enemigo”. Porque, cuando se acompañan las transiciones es cuando una persona puede mirar desde la seguridad sus estados más chungos e iniciar un diálogo curioso y compasivo con ellos.  

Si aceptamos que estar bien tiene que ver con transicionar entre estados, a saber, con la pendulación del sistema nervioso autónomo, todo cambia. Repito, todo cambia. Y lo que más me mola entre todos estos cambios, es que las y los docentes pueden empezar a verse como una pieza clave en el sostén de las mismas situaciones que les preocupan y, por tanto, con capacidad y esperanza para hacer algo al respecto. Y estás haciendo mucho, qué coño, todo, acompañando una transición de estado. Es decir, devuelve el sentido de agencia a los profesionales de las escuelas, dándoles la oportunidad de recuperar la seguridad y dignidad que sienten haber perdido tras tantos casos fallidos. Porque este es el trauma de las y los profesionales del ámbito escolar: no podemos hacer nada para ayudar a la infancia que, día tras día, vemos que está sufriendo.  

Sí, hablo de profesoras y profesores quemados. No sólo por la inmensa y estúpida burocracia a la que tienen que responder, sino también por la impotencia que implica estar expuestos a las respuestas protectoras o traumáticas del alumnado, con la sensación —más que natural, por cierto — de NO PODER hacer nada con eso.  

Lo digo y me marcho despacio.  

Esta mirada hacia la infancia y la sintomatología que padece debería formar parte de los programas de PREVENCIÓN DE RIESGOS LABORALES de todas y todos los miembros de las comunidades educativas. Porque no es el mal comportamiento de niñas, niños y adolescentes lo que quema, sino la impotencia y la desesperanza de no saber qué hacer con eso.  

Sensaciones que conectan con lo que el alumnado vulnerable padece por las respuestas de adultos que piensan en soluciones, en vez de en cómo está sintiendo y reaccionando su cuerpo.  

Porque estar bien en la escuela, amigas y amigos míos, no es sólo cosa de niñas o niños.  

¿Se ve? 

¿O pongo un ejemplo? 


Lecturas relacionadas:  

DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria 

GONZÁLEZ, A (2021). Las cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos emocionales. Bilbao: Planeta 

LEVINE, P. y KLINE, M. (2016). El trauma visto por los niños. Despertar el milagro cotidiano de la curación desde la infancia a la adolescencia. Barcelona: Elaftheria 

PADILLA, J. y CARMONA, M. (2020). Males Tamos. Cuando estar mal es un problema colectivo. Madrid: Capitán Swing Libros 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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