[…] La libertad, bien entendida, no tiene tanto que ver con la toma de decisiones de manera racional, sino con el derecho que podemos presuponer a las personas de hacer las cosas impulsivamente y mal. […]
La libertad, bien entendida, no tiene tanto que ver con la toma de decisiones de manera racional, sino con el derecho que podemos presuponer a las personas de hacer las cosas impulsivamente y mal.
¿Pero, qué dices, Gorka?
Sé que lo que digo va en contra de toda la tradición de occidente, que coloca a Sócrates como el primero de los filósofos de la historia, y el paradigma de referencia en la definición de esa libertad; y que también va en contra de lo que nos han dicho tantos profesores de filosofía robotizados, que ensalzaron su figura, como “matrona del pensamiento”, y fuente de verdadera sabiduría.
Creo que podemos definir dos tipos de libertad. La que tiene que ver con el HACER, y la que tiene que ver con el SER. Y creo que la primera está supeditada a la segunda.
A ver, me explico.
LIBERTAD PARA HACER implica disponer de la suficiente función ejecutiva como para tomar una decisión sin ser esclava o esclavo de los propios impulsos. Mientras que la LIBERTAD DE SER se relaciona con la capacidad que pueda tener una persona en concreto para reconciliarse con su propia SOMBRA —creo que el término es de C. G. Jung—, aceptarla y cuidarla, satisfaciendo de manera más o menos benevolente las necesidades que ésta pueda tener.
Hasta ahí parece sencillo de entender. Pero las cosas cambian un huevo si renunciamos a entender la libertad como una CUALIDAD—algo que se tiene o no—, y nos acercamos a ella como el PROCESO que parece que es. Un proceso que tiene un inicio, un desarrollo y un final. Un inicio que se da con la aparición de una determinada PARTE PROTECTORA con la que nos relacionamos mal, un desarrollo en el que la misma recibe diferentes miradas, gestos y mensajes por las personas presentes o las que podamos considerar, y una final, en el que permanece un regusto dulce o amargo que predisponga al sujeto a establecer en el futuro con ella un determinado tipo de relación. Una relación que puede orientarse a la ACEPTACIÓN y los CUIDADOS, favoreciendo los procesos de integración; o al control facilitando la sobre exigencia, al maltrato, la escisión o la disociación, que la mantengan ALERTA al sentir que nada ni nadie puede satisfacer las necesidades legítimas que son su razón de ser.
Lo ves, ¿verdad?
La paradoja de la libertad es, en consecuencia, que para que emerja esta LIBERTAD DE SER es necesario permitirse cierta impulsividad. Una impulsividad que permita ver, reconocer y aceptar la sombra que forma parte de nosotras y nosotros mismos, habitualmente acompañadas y acompañados de alguien que la sepa recoger. Porque la aceptación de nuestras PARTES PROTECTORAS EXILIADAS, a menudo asociadas al sufrimiento y al trauma, normalmente requieren del buen trato del que pocas veces o nunca han podido disponer.
No hay integración sin que alguien mire con TERNURA lo que nosotras y nosotros no podemos tolerar.
Detrás de cada parte protectora exiliada hay una HISTORIA a la que no tenemos acceso, y que normalmente tiene que ver con las aspiraciones, deseos, y necesidades que pretende satisfacer.
Por ejemplo, una de las partes protectoras con las que las personas y sociedad peor se llevan es con la VÍCTIMA, una actitud que suele emerger por primera vez cuando una persona es víctima de una violencia contra la que no se puede defender.
Las víctimas son habitualmente rechazadas, cuando no violentadas. En una sociedad capitalista y patriarcal, son tachadas de débiles e impotentes, demandantes de una ayuda que nadie está dispuesto a proporcionar, entre otras razones, porque coloca a la persona cuyo apoyo demanda en dos polos sumamente desagradables: como salvadora (sobreimplicada en algo que no va con ella) o como agresora (enemiga que causa daño por no salvar o proteger). Con el añadido, amigas y amigos, de que una víctima coloca a las personas en un lugar muy complicado, en el que, si ayudan, quizás se sobre impliquen en un conflicto que no les toca, pero si pasan del asunto se van a sentir mal.
Y eso no mola nada, claro que no.
Por eso, la persona que “se hace la víctima” —cuidado con esta expresión: la gente no se hace la víctima, sino que lo es— sufre una forma de violencia brutal que provoca procesos de RETRAUMATIZACIÓN. Pensemos que, cuando este tipo de respuesta protectora aparece, muchas veces se da en paralelo la reviviscencia del trauma, por lo que la respuesta del entorno es clave para que se recupere o sufra más. Y, de ser esto último, lo habitual es que la persona tienda a recurrir a ese recurso en el futuro, porque ser víctima es una buena forma de recibir, al menos en un primer momento, el trato que una o uno necesita en ese mundo que ahora se percibe como violento y hostil.
Pero a lo que vamos…
Detrás de toda víctima hay una historia que nos pasa desapercibida. Y es justo con esa narrativa con la que nos conviene conectar.
Hay algo maravilloso en las víctimas —sí, también en las que buscan ansiosa o compulsivamente a alguien que les salve de sus males—, y creo que ese núcleo brillante tiene algo que ver con la DIGNIDAD. Piensa que, al fin de cuentas, una víctima no es otra cosa que una persona que sigue buscando la protección y el apoyo que sabe que merece, porque, al menos, en alguna parte de su interior, todavía se quiere bien. Hay en las víctimas, por tanto, una ESPERANZA DE REPARACIÓN que las motiva a seguir adelante, incluso cuando se siente a todo el mundo en contra, incluso cuando se sienten y padecen los sucesivos rechazos y violencias a las que se tienen que enfrentar.
Hay, en las víctimas, un anhelo de seguir adelante. De ser reparadas y, entonces, poder retomar el control de su propia vida. Y, si las miramos todavía más de cerca, hay un profundo sentimiento de solidaridad con otras víctimas de violencia que también anhelan cierta reparación, porque han estado en el infierno, saben que pueden volverlo a estar y todavía sienten cierta esperanza de que se puede salir. Por eso, son muy sensibles al sufrimiento de otras personas afectadas por la violencia, y suelen estar dispuestas a actuar.
La faena es que los ESTADOS DEL SISTEMA NERVIOSO que suelen acompañar a esas partes protectoras no permiten esta mirada validante y comprensiva hacia uno mismo. Porque, cuando están ansiosas, sus respuestas invitan a pasar al acto; y cuando están apagadas, deprimidas, no hay esperanza que permita encontrar algo valioso allí.
Por eso es tan importante que nosotras y nosotros, como profesionales “expertos” —nótense las comillas, que no están por casualidad ahí— en violencia, podamos acercarnos a ellas con compasión y seguridad, invitándoles a través de nuestra aceptación honesta a mirarse desde esa atalaya en la que no suelen estar: el estado vagal-ventral (la calma, la seguridad). Es eso lo que puede facilitar, en última instancia, los procesos de integración, que no son otra cosa que la aceptación de la propia sombra, poniéndola en valor.
Será entonces, tras mucho apoyo, primero por parte nuestro, y luego desde su propio interior, cuando la persona pueda aceptar su sombra. Pero, para hacerlo, debe haberla sentido en su plenitud. Porque sólo cuando las partes protectoras emergen sin filtros pueden recibir los cuidados que necesitan, impregnándose de ellos en todo su esplendor. Y sólo si se produce esa integración, la persona podrá liberarse del sometimiento de esas partes protectoras, que ahora se saben atendidas y escuchadas y, por tanto, con menos necesidad de reaccionar o de hacerse ver.
Si te das cuenta, es lo mismo que pasa en las niñas y niños que desarrollan un APEGO SEGURO: hay a su lado cuidadoras (o cuidadores) que los aceptan incondicionalmente, a través de los cuidados de sea lo que sea lo que emerja de ellos, confiando en la capacidad que tiene su propio sistema nervioso para la autorregulación.
Así que…
¡Chúpate ésa, Sócrates!
La libertad implica, en última instancia, el derecho a ser INPULSIVOS, DESREGULADOS… y una mierda con valor.
¿Se ve?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
