Al borde del abismo: sobre la fragilidad de las partes protectoras 

[…] Mi recurso para hacerme visible fue dibujar, pero no para disfrutar de la creatividad o expresarme, sino tratando de hacerlo perfecto. Por eso, siempre dibujaba prácticamente lo mismo: unas caras cómicas que me quedaban fenomenal, pero que eran demasiado parecidas, porque no me atrevía a explorar más allá de lo que me hacía sentir reconocido. De hecho, vivía con pavor que se descubriera que era un fraude. […] 

Cuando una niña o un niño ha hecho un esfuerzo formidable para lograr cierta seguridad, es muy complicado que deje esa actitud o hábito. Incluso si parece —repito, “parece”, que tenemos tendencia a juzgar sin tener ni pajotera idea— perjudicial para él o para sus personas cercanas.  

Se articula así, una narrativa de base: “si me ha costado mucho llegar hasta aquí, no lo dejaré por nada en el mundo, porque lo que hay al otro lado es el vacío el horror absoluto”.  

Llegan, así, a un punto en el que aparece una actitud rígida, inflexible, de la que no pueden prescindir, unida a una ansiedad o un miedo atroces. Porque no hay nada peor que depender de una sola cosa en la vida, máxime si esa actitud o comportamiento es rechazado por parte de un entorno que es más fuerte y capaz de imponer restricciones.  

Recuerdo cuando era niño. Siempre he sido un chico gris, que no llamaba la atención por nada. No era guapo, no era especialmente listo, no era gracioso, era malo en el deporte y tampoco tenía muchos amigos; pero pintaba medio bien, al menos, en relación a otras y otros compañeros.  

Mi recurso para hacerme visible fue dibujar, pero no para disfrutar de la creatividad o expresarme, sino tratando de hacerlo perfecto. Por eso, siempre dibujaba prácticamente lo mismo: unas caras cómicas que me quedaban fenomenal, pero que eran demasiado parecidas, porque no me atrevía a explorar más allá de lo que me hacía sentir reconocido. De hecho, vivía con pavor que se descubriera que era un fraude. 

Es un ejemplo de cómo actúan estas actitudes protectoras. Por un lado, nos permiten obtener cierta seguridad (“soy valioso”) y una mirada (“estoy presente en ti”), pero por otro retroalimentan el miedo, porque, cada vez que uno reproduce esta actitud o conducta, conecta en paralelo con toda su fragilidad (“y si me falla esto, ¿qué hago?”). Esto suele llevar a actitudes cada vez más caóticas o rígidas, porque se retroalimentan en círculos viciosos que causan daño, del tipo, por ejemplo, de que cuanto más me protejo, más ansiosa o ansioso me siento, y eso me lleva más a protegerme y a retroalimentar mi ansiedad y mi angustia.  

Por eso es tan difícil cambiar algunas conductas infantiles: no atienden a razones porque, al otro lado, está la angustia, la desintegración y el olvido. Una desesperanza y una impotencia que ellas y ellos ya han sentido, y que funciona como fuego que prende la gasolina de un bólido sin frenos, que no puede parar porque, para él, estacionarse es morir para siempre. 

Los profesionales tendemos a culpar a las niñas y niños, y a sus familias, de este tipo de conductas, sin tener ni pajotera idea de lo que están pasando. Y, en el peor de los casos, a presentarles programas que presionan, invaden o les trasladan tácitamente la idea de que hay algo mal en ellas y ellos, cuando, en realidad, su conducta es sólo una respuesta a un ambiente insensible, que no ha podido, sabido o querido, acompañar, reconocer o cuidar de ellos. Por eso, la mayor parte de los programas —sí, casi todos— que se aplican a la infancia vulnerable o vulnerada no son más que un parche que sirve más a los intereses de los profesionales (“mira, ya estamos haciendo algo”) que a las de la infancia y sus familias. Con el añadido de que, si esos maravillosos e inmaculados programas no funcionan, se refuerza la idea que más daño les hace: que hay algo malo, incorregible y vergonzoso en ellas y ellos. Cuando no somos mucho más bestias —maltratadores, digo— y luchamos para que no hagan lo único que les ha dado un mínimo de seguridad hasta este momento. 

Sí, amigas y amigos, las y los profesionales de los ámbitos social, educativo y sanitario, causamos mucho más daño que el que creemos. Muchísimo más. Lo que pasa es que confundimos no tener pruebas del daño que hemos causado —porque no tenemos la mirada educada, porque el verdadero daño acontece después o porque estamos en un rol de poder en el que cualquiera nos dice algo—, con no haber causado daño. Y éste es, seguramente, el riesgo más peligroso de nuestro trabajo.  

Algo así colgué hace poco en LinkedInn, esa red que “me encanta” porque está llena de profesionales estupendos, y el post se llenó de comentarios diciendo que, claro, hay gente que lo hace fatal, pero yo soy el puto amo. A ver, gilipollas, que no te enteras de nada. Estoy hablando de ti, y de los muertos que seguro que has dejado por el camino.  

Ojalá una supervisión orientada a reconocer los errores que pudimos cometer en el pasado y que ahora podemos ver porque nuestra formación, conciencia o lo que sea, ha mejorado. Sería una cura de humildad estupenda que nos permita situarnos de manera más curiosa, honesta, sensible, ante las diferentes realidades que acompañamos.  

Aceptemos que el error es la norma, quizás entonces empecemos a estar mejor situados.  

A fin de cuentas, no hay mucha diferencia entre nosotros y las actitudes de esas niñas y niños vulnerados, que necesitan aferrarse rígidamente a una idea, conducta, protocolo, que les permita sentirse valiosos, mirados y protegidos ante la hostilidad del mundo.  

¿Lo ves ahora? 

Venga, que es sencillo.  


Lecturas relacionadas:  

GONZÁLEZ, A. (2020). Lo bueno de tener un mal día. Cómo cuidar de nuestras emociones para estar mejor. Barcelona: Planeta 

SCHWARTZ, R.C. (2015). Introducción al modelo de los sistemas de la familia interna. Barcelona: Eleftheria 

WHITE, M. y EPSON, D. (1990). Medios Narrativos para fines terapéuticos. México: Paidós 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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