Un hombre con tetas 

[…] Al regresar con mis compañeras y compañeros, les conté lo que me había pasado, descojonándome de la risa. Y ellos me correspondieron, riéndose de la situación y de mis pechos, ahora más turgentes y sensibles, aunque mancillados en su masculinidad con pelos. […] 

Soy un hombre con tetas.  

Sí, con tetazas. Grandes, maternas, lechosas.  

Y, además, trabajé durante muchos años en un servicio en el que, a veces, teníamos que trasladar bebés de un lugar a otro. Vamos, que las condiciones eran cojonudas para la tormenta perfecta.  

Una catástrofe que llegó en el momento más inesperado.  

Si no recuerdo mal, aquel día tenía que llevar a un bebé de unos tres meses a la visita con sus padres. Él y yo no nos conocíamos de nada. Lo tomé en brazos, le hice alguna carantoña y me dispuse a llevarlo al coche. Pero, durante el trayecto, ocurrió algo terrible, innombrable, horroroso:  

El bebé trato de mamar de mí.  

Colocó sus morritos pequeñitos en mi pezón y ¡chuic!, ¡chuic! 

Lo primero que recuerdo es una explosión eléctrica por todo mi cuerpo. Y lo segundo, un impulso de soltarlo y dejarlo caer al suelo.  

¡Suelta, bicho! 

No lo hice porque la corteza prefrontal actuó a tiempo.  

Al regresar con mis compañeras y compañeros, les conté lo que me había pasado, descojonándome de la risa. Y ellos me correspondieron, riéndose de la situación y de mis pechos, ahora más turgentes y sensibles, aunque mancillados en su masculinidad con pelos.  

Por aquel entonces, tendría yo unos 24 o 25 años, más o menos.  

13 años después, con 38, y los pechos más grandes, tuvimos a nuestra hija.  

Días antes del parto, mi mujer me contó que, a veces, cuando las mujeres no pueden atender al recién nacido, los hombres pueden colocarlo en sus senos y dejar que succione sus pechos. Que alimento no va a tener, pero que es importante que, en esos primeros momentos, la niña o el niño se sienta seguro, y que lo haga de la forma que es natural, succionando para adquirir la impronta y el vínculo necesarios en un momento tan vulnerable.  

Hostia, claro.  

El parto no fue bien. Fue inducido, muy largo, con sufrimiento fetal, parteras maravillosas, un ginecólogo gilipollas, y acabó en cesárea, con la niña ingresada metida en un tupper, y llena de cables durante 12 horas.  

12 horas de soledad y angustia en un momento crítico para ella.  

12 horas que pudieron condicionar su desarrollo temprano, y que, hasta cierto punto, explicarían que fuera una bebé de alta demanda y una niña con muy alta sensibilidad, muy reactiva al peligro.  

Y, si de algo me arrepiento, a fecha de hoy, es de no haberla acompañado como se merecía en esos momentos tan críticos. Era la única persona físicamente capaz de desplazarme hasta allí y de estar con ella. Pero no pude hacerlo.  

Para mí, en esos momentos, la incubadora, los cables, eran una barrera infranqueable. Otra era el miedo de no ser consciente del daño que sufría, ni de las implicaciones que éste pudiera tener a medio o largo plazo. A fin de cuentas, no respiraba bien, y eso sonaba grave… joder, en mis oídos era terrible.  

Sea como sea, me quedo con la sensación de que no estuve a la altura. Con todos los recursos que se me presuponen, y sabiendo que dar teta podía protegerla más que todos los cuidados médicos.  

Y sabiéndome con grandes pechos. Maternos y lechosos. Perfectos para lo que tocaba.  

Dicho esto, regresemos a la primera historia. Sí a la del bebé cabrón que… ¡Coño! 

Buscaba la seguridad conmigo.  

Un bebé, al igual que mi hija, afectado por el abandono temprano, que buscaba esa vinculación que necesitan todas las personas para sentir que una figura suficientemente sabia, fuerte y amable, protege, calma y consuela.  

Y recuerdo mi reacción de grima, y me doy asco a mí mismo.  

Pero, sobre todo, me da asco el sistema de protección a la infancia que tenemos, en el que se permite que gente como yo, tan desconectadas de las necesidades de la infancia, hagan un trabajo tan delicado. Y, además, se descojonen de ello.  

Es verdad que voy a perdonarme la vida, colegas. Por aquel entonces, no disponía de los conocimientos y la experiencia que tengo ahora. Pero que nadie, repito, nadie, en las múltiples cenas en las que he soplado más de la cuenta y he acabado contando la misma historia, jajaja, tío, eres un hombre con tetas, me dijera, oye colega, que ese bebé te buscaba para sentirse seguro en un momento especialmente tenso y doloroso, habla muy mal de los currelas que tenemos.  

Al menos de la empatía que tenemos con los bebés, siendo éstas las personas más vulnerables.  

Pero también habla mal, pero que muy mal, de que no dispongamos de espacios para hacer esto. Justo esto. Buscar espacios y elementos que nos permitan conectar nuestra propia historia con la historia de las personas a quienes atendemos. Funcionamos en un modo teleológico de pseudomentalización, desconectados de las duras realidades con las que trabajamos, escudándonos en teorías y palabrejas guays, para evitar conectar con lo importante.  

Por ejemplo, con el dolor de no haber sabido interpretar bien las necesidades de mi hija, cuando más me necesitaba.  

Con la estupidez de un sistema que prioriza las necesidades de los profesionales frente a los bebés a los que atiende.  

Con el hecho de que todas y todas evitamos muchas veces hablar del trauma, porque aceptar su presencia implicaría necesariamente una revolución en protección a la infancia.  

Venga, lo digo ya:  

Con el orgullo de ser un hombre con tetas. 

Grandes, maternas y lechosas.  

Una verdadera fiesta.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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