[…] Lo que viene después, ya te lo imaginas. Un charco de sangre en el suelo, y una cuchilla. Policía, ambulancias, médicos y un ingreso hospitalario prolongado, con interconsulta a psiquiatría. […]
Para ella, situar un diagnóstico en el espectro autista era equivalente a salvar vidas.
Sabía que la sintomatología que se reúne en torno a la etiqueta del TGD (trastorno generalizado del desarrollo) es muy ambigua, siendo compatible en igual medida con un trastorno del apego o un “trastorno” —nótense mis comillas— del espectro autista, y conocía la importancia que, como médico psiquiatra, todo el mundo daba a la bata blanca.
Así que, ante la duda, siempre ponía en los informes que las y los niños a quienes atendía eran autistas. Hacer lo contrario era condenarlos a la intervención de los servicios sociales, unos personajes poco cualificados que interpretaban cualquier dificultad severa relacionada con el vínculo, como una acusación manifiesta hacia esas madres y esos padres, con el añadido de que sus informes, muchas veces, se habían utilizado —torpe y erróneamente— para relacionar causa y efecto al defender judicialmente declaraciones de desamparo.
Se daba la casualidad, además, de que el tratamiento pautado para las niñas y los niños autistas, en una primera aproximación, no era tan diferente entre ambos casos: los autistas necesitaban orden, estructura, relaciones estables con sus referentes significativos, una mirada desculpabilizadora… justo lo mismo que les venía bien a las niñas y niños con un trastorno del vínculo, lo que le permitía enfocar las sesiones con las madres y padres de manera muy efectiva, sin levantar las lógicas resistencias asociadas a la culpa y la vergüenza, que tanto daño hacían a las familias.
Y si algún profesional se negaba a aceptar su criterio, no importaba demasiado, porque sus estudios como médico y el estatus con el que estos le investían marcaban la diferencia ante cualquier administración competente. Siempre prevalecería su criterio.
Pensaréis que estas cosas no pasan, ¿verdad? Que los manuales de diagnóstico son suficientemente explícitos y concretos como para impedir o, al menos, dificultar, diagnósticos interesados, subjetivos o erróneos, pero en la práctica las cosas no son así. Las etiquetas diagnósticas muchas veces tienen más que ver con una lucha de poder, con las decisiones orientadas a la intervención, con la narrativa predominante en el profesional, o con la agenda oculta que predispone a la acción, que esa supuesta objetividad que se nos presupone a las figuras profesionales.
Por eso, cada vez que escuchamos una valoración o un diagnóstico, deberíamos formularnos, al menos, las siguientes preguntas:
¿Qué impacto tiene en la persona afectada?
¿Qué impacto tiene en las personas que cuidan de ella, y especialmente en su familia?
¿Qué impacto tiene en las figuras profesionales y, especialmente, en su dignidad y sentido de agencia?
¿A quién interesa o beneficia?
¿Promueve, de alguna manera, en el sistema la idea de que todos lo están haciendo bien, salvo la persona afectada por el síntoma?
¿En qué tipo de concepción de la salud mental se encuadra?
¿A quién exime de responsabilidad?
¿Qué tipo de soluciones proyecta?
Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, el diagnóstico de trastorno del espectro autista, tuvo un impacto muy potente sobre el chico afectado y su familia. Un impacto que, en un primer momento, pareció positivo, porque la familia se relajó al quitarse de encima el dedo acusador de los servicios sociales. Pero también le ayudó a minimizar, por ejemplo, el maltrato que el chaval había sufrido desde su más terna infancia: violencia doméstica, exclusión de la familia, bulliyng, etc., permitiéndoles atribuir todos los problemas a su condición, sin aceptar ni considerar la interferencia del trauma.
Progresivamente, la actitud de las y los profesionales que orbitaban al chico y su familia —que no eran pocos, y apenas tenían experiencia con TEA— se enfrió. Yo creo que se sintieron impotentes, y optaron por la derivación a recursos específicos como posible solución a las dificultades que el chico presentaba. Esto, propinó un fuerte golpe al chaval, que vio como todo su mundo relacional se venía abajo en el momento que más lo necesitaba, sintiéndose profundamente sólo y desamparado ante el devenir de los acontecimientos, que no entendía. Se sintió, de nuevo, en su apego ansioso ambivalente extremo, abandonado y rechazado.
Intuyo que las y los profesionales se sintieron profundamente aliviados, como pasa tantas y tantas veces con las chicas y chicos con estos rasgos relacionales: que, al principio, uno se siente impelido a ayudarles, pero, cuanto más se les ayuda, más exigen, hasta el punto de que la presión sobre estos profesionales “salvadores” es inasumible, por lo que, para protegerse, activan el rechazo y el abandono.
Pero, por otro lado, la psiquiatra pudo continuar su trabajo sin la interferencia, tan enojosa, de los servicios sociales especializados, calmando a su propia niña herida, tantas veces separada a la fuerza de su figura de apego, cuando ésta estaba profundamente enferma de un cáncer que, durante largas crisis, apenas le dejaba levantar la vista.
La familia, por su parte, aceptó que el chaval iba a ser siempre así, hagan lo que hagan. Y se reafirmó en la idea de que estaban haciendo bien todo, lo cual dejó su capacidad de mentalización en suspenso, empezando los progenitores a mirar más hacia sus propios problemas y sus propias cosas. Actitud que el chico revivió, en uno de sus peores momentos, como otro abandono.
Lo que viene después, ya te lo imaginas. Un charco de sangre en el suelo, y una cuchilla. Policía, ambulancias, médicos y un ingreso hospitalario prolongado, con interconsulta a psiquiatría. Pero, esta vez, con el psiquiatra del hospital, por la alarma un poco más receptivo a otras ideas. Un psiquiatra que no quiso enfrentarse a su compañera, y le devolvió en caso, con un informe pegado. Un informe al que no hizo caso la otra, que siguió empeñada en un diagnóstico que, para ella, seguía salvando vidas.
Porque a ella, coño, a ella, le hubiera salvado la vida.
Antes de terminar, dejadme que diga una cosa. Tanto riesgo hay en confundir los diagnósticos en ambos sentidos. Llamar TEA a un TA, como TA a un TEA. Hay artículos en este blog que explican eso. Con el añadido de que muchas veces se los considera, cuando no lo son, categorías excluyentes. Pero el riesgo no está tanto en la etiqueta, como en las implicaciones que esta tiene con todo el mundo. Por eso, por favor, haceros siempre esas preguntas.
Gracias.
* Ya sabéis que siempre altero datos del relato para que no sea posible identificar a las personas afectadas.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com