La vergüenza del pobre

[…] Seguramente nunca lo supo, pero esa persona le había hecho un regalo envenenado. Un presente que cambiaría su vida a mejor, pero también le reportaría un sufrimiento excepcional, de los 12 a los 50 años, y que caería, también, sobre su hija. […]

Provenía de una familia muy pobre, afincada en un país de Latinoamérica. Según me contó, nunca había sufrido ningún tipo de discriminación o humillación por ello: en el pequeño pueblito eran apreciados por su honradez a la hora de ganarse la vida. Disponían de un pequeño terreno en el que cultivaban sus alimentos, y tenían un pequeño gallinero al que trataban de sacar el máximo partido posible. 

Sin embargo, el terreno no daba para alimentar tantas bocas en la familia, por lo que algunos de los hermanos —incluída ella— tuvieron que aceptar diferentes tareas o trabajos asociados a la servidumbre: limpiar casas de los más pudientes, adecentar establos, cuidar de animales o cultivar en tierras que no eran suyas. 

Había sido una niña con unos rasgos que le hacían destacar frente al resto: una profunda honradez, una gran inteligencia que le permitía rendir sobradamente en los estudios, y una fuerza de voluntad tremenda. Características todas ellas muy bien valoradas en un contexto humilde, incluso por las familias pudientes a las que atendía. 

Por eso, un día se produjo un suceso clave. Uno de esos puntos de inflexión que, cuando acontecen, uno no es del todo consciente de que le van a cambiar la vida:

—Yo creo que tú eres especial —le dijo la persona para la que trabajaba, y a la que tanto por su estatus como por su calidad personal, valoraba—. Te mereces algo más en la vida. Si estudias y te esfuerzas, podrás ser lo que quieras. 

«… Podrás ser lo que quieras.»

Al principio, ella no dio demasiada importancia a esas palabras. No era la primera vez que escuchaba algo parecido, pero había algo en el tono de voz de esa figura formidable, adulta, que prendió dentro de ella, como una pequeña semilla que empieza a brotar en tierra bien abonada. 

«Soy diferente. Tengo la capacidad de conseguir otra forma de vida.»

Seguramente nunca lo supo, pero esa persona le había hecho un regalo envenenado. Un presente que cambiaría su vida a mejor, pero también le reportaría un sufrimiento excepcional que también acabaría recayendo sobre su hija. 

¿Cómo unas palabras amables pueden causar tanto daño?

Cuando empezó a brotar la expectativa de una vida diferente, también se produjo una grieta que, como el valle del Rift, comenzó a separar su vida, su historia, su futuro, del de su familia. Cuanto más se imaginaba capaz de llegar a lo más alto, y más fantaseaba con ello, y peor se sentía en el lugar en el que le había colocado la vida. 

«Puedo ser mejor, de otra manera.»

Con este tipo de ideas, llegó una motivación poderosa para estudiar y ascender honradamente de clase social, además de una voluntad arrolladora para conseguirlo: trabajaba como una mula, cuidaba del negocio familiar, y estudiaba sin descanso para lograr sus objetivos. Sus días podían resumirse en levantarse, hacer lo que había que hacer, y desfallecer rendida a la cama. 

«Seré una gran abogada. Lucharé por los derechos de las personas que merecen una defensa justa. Y tendré mis necesidades económicas y materiales suficientemente cubiertas.»

«Seré respetada y admirada.»

Pero, cuanto más se imaginaba como una abogada de éxito, más vergüenza sentía de pertenecer a un estrato tan bajo de la sociedad, al que sólo se le permiten trabajos asociados a la servidumbre. Entró, así, en un círculo vicioso, en el que, cuanto más deseaba salir del barrizal, más presente en el mismo se sentía: más atorada, sucia, y avergonzada, como una mariposa que ha caído en un pozo de alquitrán, y no va a conseguir volar nunca. 

La envidia y la vergüenza se fueron abriendo camino, hasta ser temas centrales en su vida. 

Con tan “mala suerte” que, llegado el momento, se topó con el techo de cristal que somete a las clases bajas, y les impide crecer para dar el salto a cierta opulencia: su padre enfermó gravemente, quedó discapacitado, y alguien tenía que cuidarle. Sin dudarlo, ella levantó la mano; pero, entonces, pudo escuchar el «boom» con el que se venía al traste todo su futuro. El suelo tembló y todo, absolutamente todo, se vino abajo como lo que en el fondo era: el cuento de la lechera, o un castillo de naipes. Porque la realidad es que los astros deben estar exacta y perfectamente alineados para que una persona sin recursos acceda a la clase media. 

Ahora, permitidme un salto de treinta y muchos años…

Cuando su hija comenzó en la escuela, los profesores se dieron cuenta de que tenía, también, capacidades excepcionales. 

«Es más madura que los demás.»

«Su cerebro va, por lo menos, un curso por delante.»

«Es un diamante en bruto.»

Palabras, todas ellas, que, a nada que seamos un poquito sensibles, podemos imaginar cómo impactaron en una madre con esa historia de vida, en la que alguien descubre que puede ser “más que los suyos”, y pone toda la voluntad y el esfuerzo para lograrlo. 

Te lo digo yo: «ojalá ella sí que pueda conseguirlo.»

La niña había recibido el mismo regalo envenenado: «puedes ser diferente, tener un lugar mejor, y debes darlo todo para conseguirlo». Un mandato con el que crecería toda su vida. 

—Quiero ser jueza —me dijo, cuando la conocí, y seguramente tenía madera para ello. El problema era que a pesar de toda esa capacidad, abrumadora, indudable, las notas no acompañaban: la historia se repetía sin contemplaciones ni miramientos. Sólo que esta vez la protagonista no era tanto la niña, sino una madre fascinada ante la posibilidad de hacer posibles sus propios sueños. 

Y eso es muy peligroso, porque, cuando la vida o las personas que nos acompañan nos niegan el protagonismo que podríamos tener en nuestra historia, solemos perder el control sobre cómo nos sentimos y sobre los acontecimientos. 

Como educador, era consciente de que no se podía meter mano al tema así, de manera directa. No podía destruir el sueño de ambas —era efectivamente el deseo de las dos, aunque el de la niña estaba muy condicionado—, y dejarlas en la miseria o el vacío asociado a la falta de sentido en la propia historia de vida. Pero había algo que sí podía hacer: poner en valor las dificultades o violencias invisibles que la gente pobre tiene que afrontar, y ayudarles a reinterpretar la historia de la madre, porque, en el fondo, pudiera no ser una historia de fracaso —como ella se contaba—, sino de éxito. 

—Es verdad que no pudiste ser abogada, y que esto fué para ti, a los 17 años, una verdadera tragedia —creo que dije—. Puedo imaginar tu desolación al descubrir que no era posible cumplir tu sueño, a pesar de todo el esfuerzo invertido en ello. Imagino que el mundo tuvo que desmoronarse debajo de tus pies, y la sensación de decepción y vacío que tuvo que prolongarse durante tanto tiempo. Pero, quizás, lo que toque ahora sea revisar lo que hiciste después, cuando recuperaste las ganas de vivir tras ese tsunami o ese terremoto. 

—Me viene a España. 

—No renunciaste a una vida mejor, ¿verdad?

—Es verdad, pero fue muy duro —me contestó—. Estuve mucho tiempo prácticamente sola, trabajando en cualquier cosa, y me trataron como a una perra. 

—¿Y cómo lograste llegar a este punto? —dije, recorriendo con la mirada una casa digna y preciosa. 

—La verdad es que ahora es otra cosa. Tengo trabajo y me tratan bien. Dicen que soy la única capaz de acompañar bien a algunos abuelos —trabaja en una residencia de ancianos, en la que está muy bien reconocida, a pesar de no tener formación formal en geriatría. 

—Y eso, ¿qué dice de ti?

Se emociona. 

—Te lo digo yo, si me lo permites. 

Asiente, y me permito dar un vuelco a la conversación: 

—Que, a pesar de todas esas dificultades, sí que has logrado salir de la miseria. 

Llora con más fuerza. 

—Que, gracias a todos tus esfuerzos, tu hija, aquí y ahora, pertenece a otra clase. Que, gracias a ti, tu hija estudia en igualdad de condiciones que el resto. Que, gracias a todo lo que has hecho en tu vida, y que tanto esfuerzo ha supuesto, tu hija puede fracasar en los estudios, sin sentir la misma humillación ni la misma vergüenza. Porque le has garantizado otro sustrato. Se lo has ga-ran-ti-za-do. Gracias por tu esfuerzo. 

Eso ayudó mucho a esta madre para poder aflojar la gran presión que ejercía sobre su hija para que triunfe con los estudios, y que tanto malestar había generado a ambas, durante tantos años. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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