Ser atmósfera: sobre los límites de la narración

[…] Se maneja muy bien en los estados de conciencia caracterizados porque somos alguien con una historia que nos atraviesa. Es decir, que estamos tratando de satisfacer las necesidades más o menos conscientes de nuestro ego. […] Pero no siempre estamos inmersos ese juego, ¿verdad? A veces, nos salimos del marco en el que imperan esas reglas, dejamos de ser historia y podemos ser atmósfera. […]

«Be water my friend.»

Esto es una ida de olla, así que no me hagáis demasiado caso. 

Bueno, no me hagáis caso en nada. Me arrepiento de lo que escribo en una media de 17 minutos y 12 segundos, más o menos en el intervalo en el que las hormigas se comen una patata frita. 

Ya sabéis que a mí me mola mucho la teoría narrativa. Me pone como tapir en época de celo. Pero, como todos los inventos humanos, quizás haya cosas que se pierda, o que acontezcan fuera de su mirada. Y ya sabéis lo que repito tantas veces: las violencias que ejercen paradigmas y teorías no suelen estar tanto en lo que dicen o en el terreno que iluminan, sino en lo que callan y relegan a la oscuridad más absoluta. 

Pensadlo un poco. La teoría narrativa es muy competente a la hora de abordar cómo nos protegemos, qué lugar ocupamos en el mundo y cómo éste nos condiciona, cómo conservamos la seguridad, qué violencias padecemos, y los recursos que ponemos en marcha para resolver las situaciones que nos depara la vida y preservar nuestro deseo. 

Se maneja muy bien en los estados de conciencia caracterizados porque somos alguien con una historia que nos atraviesa. Es decir, que estamos tratando de satisfacer las necesidades más o menos conscientes de nuestro ego

Por ejemplo, como madres y padres nos resulta muy complicado salirnos de ese guión en el que buscamos sentirnos personas valiosas y reconocidas ante la mirada de los otros. De esa historia que nos contamos para que tenga sentido nuestra parentalidad y nuestra vida. Y en ese juego del deseo, que nunca se satisface, lo habitual es que coloquemos a nuestras pequeñas y a nuestros pequeños en un lugar (investidura) que les otorga un papel principal —con mala suerte como objetos, y con mejor tino como sujetos— en esa narrativa vital que casi siempre nos acompaña. 

Pero no siempre estamos inmersos ese juego, ¿verdad? A veces, nos salimos del marco en el que imperan esas reglas, dejamos de ser historia y podemos ser atmósfera

Igual ya empiezas a intuir por dónde van los tiros. 

Hay estados de conciencia en los que una o uno pierde conexión con los requerimientos de su ego. Es como si dejásemos de ser nosotras o nosotros mismos, y nos convirtiésemos en parte del todo. Pero no me refiero a las experiencias místicas de Santa Teresa de Jesús, sino a algo mucho más mundano que, hipotetizo, tiene una gran repercusión en nuestra vida y en la de las personas a las que acompañamos, porque arropan —dan gustito, calorcito— de una manera muy especial. 

A mí, por ejemplo, me pasa cuando Mariña y yo cachorreamos —me encanta esa palabra, no sé dónde la escuché— con Amara en la camita. El tiempo deja de ser un río y se muestra como una marea: suave, pero formidable. Pero también me pasa, a veces, en el trabajo, por ejemplo, con técnicas que comento mucho en mis cursos como, por ejemplo, al dejarme llevar por la “ola de la seguridad”. En esos momentos, dejo de ser una máquina deseante que debe coordinar medios y fines —un profesional al servicio de una institución o de unos objetivos—, y me convierto en una curiosidad amable que no tira y empuja de nadie, sólo resuena con lo que esa persona siente, comunica o desea comunicar. 

Me libero, y al desatarme, es muy probable que las personas a las que acompaño sientan algo parecido a esa misma sensación de ligereza o libertad. Nos convertimos en un flujo que, como un torrente, se adapta a los requerimientos del contexto, pero crea su propio surco por donde fluir en el futuro también. Y en ese fluir, son controlar el descenso, a veces, nos encontramos con cosas preciosas que nos llevamos, o no. 

Qué más da.

Pero lo curioso de todo esto es que, para llegar a este punto —puntazo, diría yo— uno debe separarse de su propio ego. Es decir, dejar de ser un sujeto que se protege y que desea, y confiar en que no va a pasar nada malo sólo por ser. ¿Ser qué? Ser en el sentido más heideggeriano: sólo ser. Y eso es algo que, por definición, no se puede narrar. No hay protagonista, por lo que tampoco puede haber un inicio, un desarrollo, personajes secundarios, ni un final pretendido o real. 

Y es que, ¿hay acto más generoso y liberador separarse un rato del ego?

Se sale fuera de toda lógica asociada a la narración o la productividad. Por eso, no hay manera de reflejarlo en los informes —hacerlo sería alta traición a la humanidad—, pero tampoco manera de comunicarlo en formaciones regladas o no. Sin embargo, algo me dice que, para las personas a las que tengo la suerte de acompañar, podría tratarse de una experiencia que afiance de manera especial su seguridad. La nuestra, también. 

¿Cómo? Me niego a explicarlo. Intuyo que las palabras sólo pueden delimitar la experiencia, como las olas impiden que pongamos una frontera clara al mar. 

Es algo que no se cuenta. Se vive, y ya está. 

Y tú, ¿has tenido alguna experiencia similar?

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Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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