Investir el síntoma

[…] aparece el síntoma, le damos sentido para digerirlo, nos calmamos, ese sentido coloca a la infancia como objeto de nuestro deseo, la infancia se rebela, no lo entendemos, nos angustiamos más, y esa infancia necesita repetir el síntoma para calmar nuestra angustia en el mismo juego, ya conocido. […]

Cuando una niña o un niño desarrolla un síntoma —un síntoma no es más que un recurso que el contexto familiar, profesional o social interpreta como un problema—, los padres y las madres casi necesariamente iniciamos un proceso de digestión: como el síntoma, por su propia naturaleza, tiende a la permanencia, necesitamos explorar y ensayar diferentes formas de relacionarnos con él. Procuramos darle un sentido que permita la convivencia, y que minimice la angustia o la vuelva, al menos, soportable. 

Date un minuto para revisar tu vida. Seguro que atisbas algo de verdad en lo que digo. 

Con ello no quiero decir que dejemos de angustiarnos, pero sí que, dentro de las opciones realistas disponibles —si nuestro sufrimiento no nos ha llevado a difuminar los límites de la realidad— elegimos la parte, el sentido o el relato que mejor conjuga salvaguardar la dignidad de nuestras hijas e hijos, y de nosotros como sujetos y como familia. Volvemos a un equilibrio que, aunque precario, es probablemente al que mejor podemos aspirar en esa crisis tan intensa. 

No es extraño, entonces, que invistamos al síntoma de la infancia como algo que, aunque sea preocupante, angustioso o doloroso, encaja en la historia que nos contamos para sentirnos valiosas o valiosos y con el protagonismo que merecemos en nuestra vida. Esto nos calma de manera muy eficiente —funciona estupendamente bien, habida cuenta de las circunstancias—, pero tiene una contrapartida: al dar valor an síntoma, le otorgamos un poder especial sobre nosotros —es el indicador de que nuestras hijas e hijos tienen un lugar privilegiado en nuestro deseo— y, lo que es peor, sobre ellas y ellos. 

Porque, ¿qué experiencia suelen tener ellas y ellos en estos momentos? 

Pues quizás lo primero que te haya venido a la cabeza sea que se trata de una vivencia bastante grata, ¿no? Si mi madre o mi madre me percibe como alguien con valor, es decir, con un lugar privilegiado en su deseo, eso parece intrínsecamente agradable. Y, en efecto, algo de eso hay: las niñas, niños y adolescentes pueden disfrutar del lugar que les otorga el síntoma dentro del relato que da valor a sus progenitores o figuras de referencia, pero está realidad también tiene un reverso tenebroso, como La Fuerza. Y éste pasa por el hecho de que, cuando los adultos miramos a la infancia convirtiéndola en el objeto que tiene el potencial de satisfacer nuestro deseo, no es extraño que se sienta amenazada, al verse reducida y “cosificada” en la mirada del otro. No es extraño que, entonces, emerjan actitudes de rebeldía que vinieran a comunicar algo así como “joder, aita, ¡yo no sóy sólo eso!”

Adultos e infancia nos encontramos entonces atrapados en la ambivalencia que provoca el síntoma: por un lado nos proporciona cierto goce, pero por otro nos angustia hasta sacarnos de nuestras casillas. 

Hasta aquí la definición del problema: aparece el síntoma, le damos sentido para digerirlo, nos calmamos, ese sentido coloca a la infancia como objeto de nuestro deseo, la infancia se rebela, no lo entendemos, nos angustiamos más, y esa misma infancia necesita repetir el síntoma para calmar nuestra angustia en el mismo juego, ya conocido. 

Coño, sobre esto se podrían escribir un millón de libros. 

Si el problema es difícil de definir, porque acontece en el terreno de lo inconsciente, a saber,  del cuerpo, más complicado es encontrar una posible solución, porque ésta  a menudo no responde a la lógica del taller —hay una avería que requiere conocimientos expertos—, a la que nos hemos acostumbrado. 

Trataré de dar alguna pista para que tengáis por dónde explorar, y que no os devore la angustia asociada a estos procesos. 

La primera es que, a menudo, quitamos valor al hecho de explicar y visibilizar estos procesos: cuando hacemos visible la secuencia en la que resuena el inconsciente y el cuerpo, no desde la culpabilización, sino desde la curiosidad natural que nos sugieren los procesos humanos, estamos regalando a las personas a quienes acompañamos la oportunidad de activar su “observadora interna” y de introducir una pausa, una grieta, por la que se cuele un atisbo de su función ejecutiva. En un proceso de alquimia, lo automático se torna consciente, y eso implica un cambio invisible pero formidable en los acontecimientos, entre otras cosas, porque pasamos del ámbito de lo reactivo —lo que pasa—, al del deseo —lo que quiero—. 

Acepto lo que me pasa, pero incorporo mi deseo. 

Otra cosa que ayuda mucho es entender —y dejar claro— que no hay nada de malo o de “patológico” de gozar del síntoma  (syntome, en términos lacanianos) que han desarrollado nuestras hijas o hijos

¡Basta ya de culpar a las familias por los síntomas que desarrollan las infancias! 

Es parte inevitable del proceso, porque no lograrlo, nos expondría a una angustia desgarradora. Necesitamos investir al síntoma para tolerarlo en nuestra vida, y eso está bien, porque, cuanto más y mejor lo toleremos los adultos —ojo con lo que voy a soltar—, más recursos otorgamos a la infancia para soportar su propia angustia, a saber, para estar presente en el único terreno del que pueden germinar, crecer y desarrollarse formas más productivas de lidiar con la falta y el deseo. 

El problema no es que invistamos al síntoma, sino que éste reduzca nuestra mirada hacia nuestras hijas e hijos. Porque ellas y ellos tienen valor más allá de las formas todavía limitadas de las que disponen para protegerse y preservar su identidad y sus anhelos. Y no es extraño que, en este ambiente de crisis, sientan que hay partes, experiencias, vivencias, rasgos y recursos que están siendo relegados a la oscuridad, o al cubo de la basura, limitándolos por completo. 

La pregunta que procede ahora es, ¿cómo y desde dónde estamos mirando? Y sobre todo, ¿qué nos estamos perdiendo?

No olvides que todo síntoma es, también, anhelo —y temor— de ser reconocido por el otro en la mirada que una o uno se preserva para sí mismo.

¿Resuena con tu vida? 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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