Traicióname | sobre la conciencia cínica en la paternidad

[…] Lo que hay implícito en estos relatos recurrentes es que traición es equiparable a maldad, y que está justificado cualquier tipo de castigo ante esa afrenta imperdonable. Y acojona, ¿verdad?  […]

«Traicióname. Cuando pase, ten por seguro que no te voy a juzgar.»

Bueno, a ver… siendo sincero, es probable que te juzgue —ya me conoces—, pero luego haré lo posible por hacérmelo mirar.  

La traición tiene muy mala prensa, ¿sabes? Seguro que has visto películas en las que el mayor de los pecados es traicionar la confianza de alguien, decepcionándole al hacer algo que, supuestamente, no “se esperaba” de ella o de él. Luego, el malo suele acabar recibiendo su merecido, bien en forma de venganza del héroe o porque le llega el karma que lo devuelve a su lugar.  

Lo que hay implícito en estos relatos recurrentes es que traición es equiparable a maldad, y que está justificado cualquier tipo de castigo ante esa afrenta imperdonable. Y acojona, ¿verdad?  

Sin embargo, hija mía, lo que difícilmente te van a contar los relatos de Hollywood es que es imposible vivir dignamente manteniendo a rajatabla esa supuesta lealtad. Primero, porque pertenecemos a diferentes sistemas en los que operan distintos códigos de lealtades —de manera que, si cumplo con un código, fallo al otro; o si trato de cumplir con ambos, tengo que asumir cierta suerte de fractura mental—. Y segundo, porque mantener fidelidad a las lealtades visibles e invisibles implica, casi necesariamente, negarse el derecho a diferenciarse; a saber, a decir que no a lo que nos viene dado o impuesto, y sí a lo que nos lleva a sentir que merece la pena vivir.  

Así que, me reafirmo: tienes el derecho a traicionarme. A darme donde más me duele. Y, transcurrido el tiempo necesario, no voy a pensar que lo haces para joderme o porque te la pela mi existencia, sino porque la vida nos lleva a conflictos difíciles de gestionar, y porque tú tienes, también, necesidades importantes que tendrás que ir aprendiendo a satisfacer en el entorno complejo en el que te ha tocado vivir.  

Irremediablemente, voy a proyectar sobre ti mis anhelos. No hay manera de evitarlo. Algunos tendrán que ver con las cosas que torpemente —es decir, presuponiendo estúpidamente que eso es lo que deseas y necesitas— entenderé que te vendrán bien; y otros con deseos narcisistas, en plan: “quiero que mi hija sea así para presumir”.  

Pero tú tendrás que elegir cuáles de mis mierdas te viene bien comer y cuáles me vas a devolver en un tupper, en plan: “mira, aita, para ti”.  

A fin de cuentas, todas esas lealtades están, de alguna manera, muy relacionadas con lo que se supone que yo pienso que debe ser el mundo, las relaciones y nuestra forma de hacer las cosas. Pero, llegados a este punto, me gustaría contarte un secreto. Un secreto que espero saber expresar suficientemente bien:  

«Soy un maldito cínico: en realidad no confío en que haya ningún sustrato real que me permita argumentar que ésa es la mejor forma de vivir.»  

Se siente el alivio en el pecho, ¿a que sí?  

Vivo simulando que tengo unos valores firmes. Que mi personalidad está construida en pilares sólidos y formidables. Pero, cada vez que he tratado de indagar en qué se basa mi moral —las normas que rigen mi vida— o mi ética —los razonamientos que me llevan a pensar que esas normas son legítimas—, no encuentro nada más allá. Solo un vacío que me confronta con lo más absurdo de nuestra existencia. Un vacío que ni siquiera puede sostener para qué merece la pena vivir.  

Permanecer en ese vacío tiene sus inconvenientes. Uno se siente desgarrado y solo, sin nadie a quien confesar esa maldita lucidez. Pero, si se sostiene el tiempo necesario, también emerge cierta curiosidad por si podría haber algo más allá: un sentido, una guía, una forma de estar en esta vida que la convierta en algo menos oscuro, absurdo y tétrico. Es decir, cierta voluntad —¿o deberíamos decir “curiosidad”?— para persistir. Porque, ante los ojos del ciego —y como ciego me siento—, cabe la posibilidad de que haya algo que, con la debida preparación de los sentidos, con el apoyo de la razón o con la maquinaria necesaria, se pudiera llegar a percibir.  

Pero ese vacío, que es consustancial a mi experiencia y a la de tantas y tantas otras, también me previene de que ninguna moral es definitiva, ningún pensamiento tiene todas las claves y ningún profeta está legitimado para decir a nadie cómo debe vivir. Es decir, que esas lealtades que, sin duda, todavía vives como murallas formidables carecen de cimientos y pueden tambalearse frente a la más ligera brisa. Y que, llegado el momento oportuno, si quieres, las podemos derribar juntos. En plan: “a la de tres”.  

Porque no pertenecen al mundo de los valores, sino al del cinismo que es necesario para seguir conectado con un mundo maldito que necesita vivir en la ficción de que las ideologías tienen bases sólidas. No me los creo, así que no me jodas, hija mía, y no te los vayas a creer demasiado tú.  

Esa ausencia de raíces, es decir, esa conciencia del vacío y del sinsentido, me ayuda un montón a acercarme a las personas que son ideológicamente opuestas a lo que cínicamente sigo afirmando yo. Rehúso la discusión y la violencia porque los percibo en su inmadurez, como hace pocos años estaba yo, cuando no había tenido el coraje de enfrentarme con el sinsentido que sostiene esta existencia que nos ha tocado vivir.  

A fin de cuentas, no me sale condenar un estadio previo de lo que ahora soy yo.  

Así que descuida, que tampoco me va a salir enfadarme contigo si me traicionas, si eliges otros valores o si navegas por un rumbo que yo no puedo entender. Los cínicos somos invulnerables al cabreo reactivo a la afirmación de la otredad.  

Tú traicióname. Sé que te va a costar, como nos costó a los demás participar de las traiciones que no pudimos evitar o que nos hicieron más autónomos, dignos, valiosos, honorables, sensibles y dichosos, con o sin nuestra voluntad. Traicióname y conecta con tu deseo, aquel que te hace más vital y, con suerte, un poco más feliz.  

Sé consciente de que no rindo demasiada pleitesía a mis valores, a mis maestros, a los grupos en los que me refugio ni a mi forma de estar en el mundo. No me cuesta demasiado mandarlos al carajo para que tú seas libre para volar a tu manera, resistir y sobrevivir.  

Traicióname. Sé la otra que deseas ser.  

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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