[…] hay dolores que son tan intensos que no pueden ser acompañados desde la calma, porque eso implica, en la mayor parte de las ocasiones, el mensaje implícito de que la persona afectada no es suficientemente valiosa, o que lo que le ha pasado no importa. […]
Muchas madres y padres me compran la idea, pero casi nunca lo hacen los profesionales de los centros de acogida.
Ojo a ella.
«Cuando las niñas y los niños están muy agitados, muchas veces necesitan de un adulto que sufra con ellos, y que se permita desregular emocionalmente para expresar, como es debido, su sufrimiento.»
¡Qué burrada, Gorka!
Casi puedo escuchar el afilar de los cuchillos.
Esperad. Dejad que me explique antes de hacer de la txarriboda una fiesta.
Cuando una niña, un niño o un adolescente sufre, y ese dolor ha superado determinado umbral, no necesita sólo sentirse acompañado, sino también que el otro se vea tocado. Y hay dolores que son tan intensos que no pueden ser acompañados desde la calma, porque eso implica, en la mayor parte de las ocasiones, el mensaje implícito de que la persona afectada no es suficientemente valiosa, o que lo que le ha pasado no importa.
Y da igual lo que digas, porque lo que ya ha comunicado el cuerpo es lo que importa.
Necesitan que el dolor sea compartido, pero no gestionado, ni colonizado, ni resuelto, ni evitado. Necesitan impactar a la figura que en ese momento puede proporcionar algo de seguridad, para no estar solos en ello.
«Mi sufrimiento es real. Mi mundo importa.»
Joder, me acabo de cargar toda la red de centros residenciales de España, y todos sus protocolos.
Ya sé, parece que se me ha ido la castaña. Que lo único que quiero es llamar la atención, y que ya no sé cómo hacerlo. Pero, si te apetece, puedes abrirte un poco a tus propias experiencias.
¿Qué necesitaste tú, como niña, niño, o adulto que lo está pasando francamente mal, cuando comunicaste tu sufrimiento?
Porque me cuesta pensar en que me vas a dar una respuesta típica de instagram, en plan, que alguien estuviera en calma, regulado, que se agachara, se colocara a mi misma altura, mirándome a los ojos…
Porque yo, sinceramente, se los sacaría con un punzón, y bebería con gusto la sangre que brotase de la herida.
A veces, quizás no sea tan mala idea desregularse con la infancia, como forma de acompañar sin filtro. Y juntos, en la misma nave, atravesar esos momentos, hasta llegar al alivio, la seguridad, o lo que sea que haya al otro lado, disfrutando también juntos de lo que llegue tras esa experiencia o esos malos momentos. Haciendo, quizás, un gesto que enraice, cristalice, o sostenga esa transición, y que comunique algo así como “qué bien”, “ya pasó”, “qué mal rato” o “vaya marrón, pero es sólo un marrón, y no el tema que va a definir nuestra relación o nuestra vida”.
Y es que, a veces, el sufrimiento puede y debe resonar en un cuerpo real, a saber, en una persona que permanece —ojo a esto— a pesar de todo lo que despierta el dolor, y que no se esconde del sufrimiento.
Muchas veces, la seguridad no llega con la gestión del conflicto, sino con que alguien pueda permanecer en nuestros malestares más intensos. Eso es lo que nos puede ayudar, en un futuro más o menos lejanos, a habitarlos.
Porque aquí cabe otra pregunta, ¿qué pasa cuando un adulto que tiene la obligación de acompañar y proteger se esconde explícita o implícitamente del sufrimiento de su hija o hijo, o del sufrimiento que la resonancia con éste le provoca?
¿Qué se suele comunicar en esos momentos?
En los momentos de desregulación emocional muy intensa, quizás la clave no sea resolver nada —eso es lo que gusta vender, y funciona conectando con la angustia de madres y padres desesperados—, sino “sufrir con”, “regresar con” y, si se puede, “nombrar con” nuestras hijas e hijos lo que hemos vivido y lo que nos ha pasado.
Lo que nos ha hecho pasarlo mal, pero también lo que deseamos.
Hasta volver a un estado de verdadera mentalización, en el que podamos ofrecer a la infancia, desde la curiosidad, diferentes relatos posibles de los acontecimientos. Porque nuestro papel como madres y padres que sufren con nuestras hijas e hijos, no es tanto buscar soluciones, o dar con ellas —spoiler no funciona—, sino ofrecerles diferentes oportunidades de narrar su propia historia, para que puedan anclarse a ellas cuando llegue la tempestad y todo se mueva bajo ellas y ellos.
Y para eso, toca vivir la experiencia, en toda su intensidad, con ellos. A veces, acertando; otras, metiendo la pata hasta la cadera; en ocasiones, reparando. Aceptando el papel encarnado, visceral, que estamos jugando como adultos también en el sobrevenir de sus emociones y los acontecimientos.
A veces, la infancia no necesita soluciones, no necesita calma, no necesita que los adultos sepan o resuelvan, sino estar verdaderamente acompañada ante la abrumadora intromisión del dolor que que tiene el potencial desorganizarlo todo, hasta el sistema de apego.
Pero os dejo con una pregunta… sin maldad.
¿Cómo encaja en el sistema de protección a la infancia (residencial o no) todo esto?
¿Cuál es la demanda profesional implícita en lo que hacemos?
¿Qué nos pedimos? ¿Qué pedimos a las familias? ¿Y qué pedimos a las chavalas y a los chavales al respecto?
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
