[…] Sea como sea, en la mayor parte de las ocasiones el problema no es “el problema”, sino la rigidez que se impone en su afrontamiento al quedar sólo una narrativa autorizada acerca del mismo. […]
Cuando algo preocupa mucho en casa, como por ejemplo, un hijo o una hija que está sufriendo demasiado, o teniendo comportamientos que superan a los adultos, suele haber alguien que se angustia demasiado. Normalmente suele ser la madre, por la carga patriarcal que implica la crianza.
Pero, si la madre se angustia demasiado, el resto de los miembros de la familia se pueden ver obligados a reaccionar de alguna manera, normalmente con la voluntad implícita de cuidarla o, al menos, de no empeorar las cosas.
Si hay una buena relación con el padre —y éste está presente, cosa que no es tan habitual como parece—, éste puede asumir una actitud complaciente con ella, como diciendo “descuida, no estás sola, me tienes a tu lado”. Y si hay, también, una relación satisfactoria con alguno de los hijos, no es extraño que éste trate de cuidar también de ella, mostrándose más solícito y disponible: “mira, ama, yo soy bueno, por lo que tú eres una buena madre”.
Estos gestos son, sin duda, muy valiosos para una persona que, por esa carga cultural que se impone a las mujeres, seguramente se sienta que está fallando, y que incluso está perdiendo su lugar en el mundo: “no soy una buena madre y, por tanto, no hay ninguna dignidad que pueda sostenerme, pero, al menos tengo el apoyo de los míos”.
Pero, ante esta situación, suelen acontecer, al menos, dos eventos muy significativos. El primero es que el hermano que está mostrando dificultades puede sentirse muy solo, al sentir que el resto de la familia cierra filas alrededor de la madre. Y muy culpable, porque, si todos están dejándole de lado, lo más probable es que sienta que él ES EL ÚNICO PROBLEMA que angustia a su madre, y hace sufrir a toda la familia. Y el segundo, es que la angustia de esa madre —que también puede ser un padre, pero no es lo habitual, ni mucho menos— SILENCIA al resto de miembros de la familia, colonizando la narrativa de los acontecimientos. No porque lo desee, ni porque no sea capaz, sino porque la cultura le impone una posición en la familia que no es justa para ella, ni para los suyos.
Nos encontramos, entonces, con familias con una sóla narrativa rígida acerca de lo que pasa, dominada por la angustia, es decir, por esa sensación que emerge del cuerpo cuando sentimos que tenemos que actuar de manera rápida, urgente e imperiosa, pero sabemos que nada de lo que intentemos va a tener resultado. Es decir, la respuesta de lucha a tope, contenida por el vagal-dorsal (colapso).
Es como si estuvieran implícitas estas premisas:
«Algo terrible nos está pasando y nos puede pasar.»
«Necesitamos actuar de manera urgente.»
«No soy suficiente.»
«No soy competente.»
«Nada funciona.»
«No hay esperanza.»
No es extraño que, en estas condiciones y con todas estas presiones, estas mujeres sientan que lo están haciendo mal, que no están a la altura, porque no están logrando revertir la situación que está desgarrando a toda la familia. Es lo que tiene la angustia, que nos reduce el campo de visión, y nos lleva a sentirnos los únicos o los principales protagonistas de los problemas. Pero, si la angustia no mediara, quizás podrían darse cuenta de que las vivencias de su hijo o hija, tienen que ver con algo mucho más complejo.
Con el padre que se aparta de él para sostener a la madre, cuando la hija o hijo más le necesita, quizás porque el mismo patriarcado también le impone a él el lugar de protector, en vez de sostén de los afectos.
Con el hermano que, sin pretenderlo, ha asumido el rol del hijo bueno.
Con la escuela que se empeña en patologizar conductas que son funcionales en este entorno complejo.
Con el sistema de salud mental que se empeña en diagnosticar algo que no es enfermedad, sino un sufrimiento coherente con el contexto.
Con el silencio que se construye en torno al relato de la madre, validándolo, sosteniendo, pero negando otras visiones más amables y comprensivas sobre el sufrimiento.
Con el patriarcado, que impone unas cotas de exigencia y culpa inasumibles para las madres que acompañan el sufrimiento de sus hijas e hijos.
Con las y los profesionales, que hacemos nuestra esa angustia y nos empeñamos en sugerir soluciones que no funcionan, porque no se anclan en los recursos que tienen las familias.
Con la imposición de la cultura y la angustia de enfrentar con soledad este tipo de problemas, y que todos acabamos naturalizando o normalizando.
Con el modelo teórico de los profesionales que habla de capacidades y habilidades, juzgando severamente a las familias e invisibilizando la sistémica en juego.
Y con la propia angustia, que lleva a focalizar la atención en un sólo problema, olvidando que hay otros elementos de estrés significativos, incluídas las respuestas naturales que las personas damos a esa bola en el pecho, y que normalmente la agravan o perpetúan en el tiempo.
Sea como sea, en la mayor parte de las ocasiones el problema no es “el problema”, sino la rigidez que se impone en su afrontamiento al quedar sólo una narrativa autorizada acerca de su naturaleza, los sentimientos presentes, los protagonistas implicados, los testigos autorizados para tener voz, los valores en juego, las reacciones posibles, las respuestas deseadas, las posibles consecuencias, la influencia del contexto, las intenciones, las esperanzas, las historias que son visibles y las que quedan eclipsadas por los estados del sistema nervioso en juego.
Por eso, en la mayor parte de las ocasiones la solución no pasa por propuestas, pautas o consejos, sino por formular las preguntas adecuadas, autorizar el relato íntimo de todos los participantes y dedicar a todo ello suficiente cuidado, cariño y tiempo.
Por ejemplo, ¿qué pasaría si le preguntásemos a ese chaval que sufre quién es para él el testigo mejor autorizado para nombrar, explicar o simbolizar, tal y como él necesita, su sufrimiento? ¿Qué pasaría si más allá de lo que impone el documento de derivación, le invitásemos a las sesiones que tenemos?
Pero esta es una conversación para la que no está preparado el sistema de protección a la infancia, cuyo poder radica en el privilegio de determinar qué es saludable o no para la infancia y sus familias. Una violencia radical contra los relatos que construyen la identidad, la dignidad, los esfuerzos por hacer justicia y el sentido de agencia de las personas.
Sé que suena duro, pero todavía vivimos anquilosados en la idea de que no se le puede dar poder a las personas “usuarias”, porque seguramente harán un mal uso del mismo.
¿Qué dice eso de nosotros, de la formación que recibimos, de la cultura profesional que habitamos, de nuestra vulnerabilidad, y de nuestros miedos?
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
