[…] Todo comienza cuando un entorno capacitista —profesionales incluídas e incluídos— etiqueta tempranamente a una niña como “incapaz” porque presenta evidentes diferencias respecto al comportamiento de sus iguales en el área cognitiva, afectiva o social, y a la que automáticamente se le atribuyen determinadas carencias, en un atajo heurístico garrafal. […]
Hay personas a las que sólo se les ha permitido encontrar sentido a su vida desde el rol de “tonta útil”.
No hablo en femenino por casualidad. Hay hombres que pueden quedar, también, seducidos por esa narrativa, pero parece evidente que afecta más a las mujeres, por el componente de género que culturalmente se les impone.
Quizás sean las mujeres neurodivergentes o afectadas por el trauma complejo las más propicias a caer en esta trampa, dada la atribución de incapacidad —a menudo, irreal y sumamente dañina— con la que conviven.
A que te suena un poco, ¿verdad?
Todo comienza cuando un entorno capacitista —profesionales incluídas e incluídos— etiqueta tempranamente a una niña como “incapaz” porque presenta evidentes diferencias respecto al comportamiento de sus iguales en el área cognitiva, afectiva o social, y a la que automáticamente se le atribuyen determinadas carencias, en un atajo heurístico garrafal.
Porque la infancia que se sabe diferente y que, por influencia del mundo adulto, también se siente peor, carente o deficitaria, sigue teniendo la necesidad de dar sentido a su vida, pero acomodándose a las expectativas de un mundo adulto contra el que no puede luchar, entre otras cosas, porque la victoria es imposible frente a esa apisonadora gigante, blindada, que ruge y hace estallar las piedras a su paso.
No es extraño que en estas circunstancias, a saber, en estado de bloqueo o colapso, con un mundo adulto que sólo las reconoce en la carencia (no eres suficiente), demasiadas veces sobreprotector, constreñidas por las limitaciones que impone el género (tienes que ser buena, no dar guerra, someterse, y estar para los demás), acaben cediendo y acomodándose al contexto, encontrando su lugar y su sentido en ser complaciente —buena, sumisa y útil— con los demás.
Recuerdas cómo se siente el colapso, ¿verdad? Es la peor de las sensaciones posibles: impotencia, desesperanza, soledad y extrema vulnerabilidad, con el añadido de que una o uno siente que eso nunca a cambiar cambiar.
Y aquí la pregunta no es si has empujado alguna vez a alguien a este estado, sino si te has podido percatar de la que has liado, y si has estado dispuesta o dispuesto a reparar.
Ser complaciente es un recurso muy valioso cuando alguien se necesita proteger de este tipo de violencias —sí, es violencia imponer a alguien un lugar en el mundo y una sóla forma de funcionar en él—, porque ofrece un lugar en el que una puede sentirse digna (soy buena con los demás), hacer justicia (os equivocáis; sí que valgo), sentir agencia (tengo un impacto en mi vida a través de la de los demás) y pertenencia (soy parte de la manada de personas buenas, y eso trasciende mi individualidad).
De hecho, podría verse como una forma de rebeldía o resistencia legítimas contra la imágen de sí misma que el mundo trata de imponer.
Quédate con esto, que lo vamos a retomar.
Vaya por delante que el problema no es nunca actuar de manera complaciente o tener una parte complaciente —que casi todas y todos la tenemos—, sino que la persona se identifique con la complacencia como si fuera parte inamovible de su personalidad. Algo que es sumamente fácil que ocurra cuando el mundo nos impone un lugar y nos vemos obligados a aceptarlo, porque acaba habiendo cierta coherencia entre cómo se percibe la persona afectada, y cómo la perciben los demás.
¿O acaso no has sentido tú alguna vez que eres tal y como te ven? Pues imagina que esa mirada que define y encorseta no puede variar.
Hay personas que, tras muchos años, acaban sintiendo que no existe una alternativa a la complacencia, salvo un vacío que se las puede tragar. Es un vacío negro, profundo, en el que no se vislumbra apenas nada que tenga sentido o que las pueda sostener. Y entonces, la complacencia deja de ser una reacción somática, una forma mimética de adaptación, para ser un baluarte defensivo contra lo que no se puede nombrar.
Lo que un tío muy complicado de entender llamaba “lo real”.
La complacencia es bastante eficaz para iniciar una relación de pareja, por ejemplo, con un hombre que busque a una mujer que encuentre su sentido en el cuidar. Y para una mujer de estas características, a veces es muy estimulante acercarse a un supuesto “hombre de valor” que le pueda ofrecer una dignidad diferente a la que hasta la fecha ha podido disfrutar (mira qué guapo y que listo es). Se trata de una complementariedad en la pareja muy frágil, porque está probablemente basada más en las heridas de la infancia, que en un proyecto de vida que ambos puedan construir en igualdad.
Sea como sea, el verdadero problema suele aparecer cuando llegan las hijas y los hijos. Seres por naturaleza rebeldes, que tratarán de salirse con la suya desde su egocentrismo infantil, y a los que hay que poner límites no sólo para guiar su conducta, sino para que puedan regularse emocionalmente, desarrollar recursos complejos, y construir su deseo en base —paradójicamente— a lo que no puede ser.
En estos momentos, no es extraño que estas mujeres sientan que no pueden frustrar a sus hijos, y que recurran a la complacencia, porque es el único recurso del que disponen conectado con el sentido y la seguridad.
A partir de ahora, imagino que os estáis imaginando el percal. La “tonta útil” —nótense las comillas, por favor— dando a las hijas e hijos lo que necesitan, evitando de todas las formas posibles frustrar. La pareja reprochándole su actitud. Ella tratando de hacer las cosas en ese vacío que hemos descrito, asustada, perdida… y volviendo a la complacencia que le da seguridad. Los hijos confusos, angustiados, rebelándose más y más, en un grito desesperado que clama por una respuesta que les permita cierta estabilidad.
Y ahí es donde entramos las y los profesionales —madre mía— en un evidente isomorfismo con el maltrato que estas mujeres sufren por parte de sus parejas, reprochándoles que “no ponen límites”, y diciéndoles cómo los tienen que poner. Empujándoles como demonios al mismo vacío que les resulta imposible sostener. Y, lo que es peor, haciéndoles quedar como incapaces e inútiles cuando no logran lo que no pueden conseguir, pero no por falta de capacidad, sino porque les estamos exponiendo al mismo tipo de violencias que han sufrido en el pasado y ahora siguen padeciendo: un atentado flagrante contra su competencia, su dignidad, y su sentido de agencia, que les deja abocadas a un colapso nervioso desde el que no se puede funcionar.
Un colapso cuya repercusión va a ser notable en el sistema familiar, porque cuando la “tonta útil” se desvanece, se disuelve, o se hunde, lo más probable es que la pareja se ancle más en la lucha contra ella, y que las niñas y los niños más se activen para asumir un control que sencillamente no saben o no pueden mantener.
Te conviertes, así, en parte del problema que deberías ayudar a solucionar. Porque, ¿te has visto alguna vez en una situación así?
Lo digo en cada formación. Cuidado porque los profesionales somos esencialmente incompetentes. Lo somos porque enfrentamos problemas complejos que se resisten a cualquier planificación o esfuerzo de predicción, y porque nuestro propio sistema nervioso autónomo nos invita a soluciones que, lejos de ayudar a las personas, las ancla más en sus dificultades, porque reaccionamos igual que otras y otras ya reaccionaron la misma realidad.
Entonces, Gorka, ¿qué coño hago en estos casos?
Te lo he dicho antes, pero fijo lo has pasado por alto.
La complacencia no es una mera reacción pasiva, o una respuesta automática. Si la ves así estás alimentando el relato de la carencia y la incapacidad. La complacencia es, en la mayor parte de los casos, un relato de justicia y resistencia, que ha pasado inadvertido en un mundo capitalista y capacitista que a estas mujeres les ha privado de su valor.
Empieza por ahí.
Por éste y otros esfuerzos —fructiferos o no— que ha podido hacer “La Cenicienta” para sentir que es competente, digna, con una vida que tiene sentido, y con impacto en sus circunstancias y en la de los demás. Es la mejor forma de construir en ese vacío otra alternativa posible a su realidad.
No hay recetas, pero sí hay algo que podemos hacer siempre: no repetir. No forzar, no humillar, no exigir lo que no se puede. Y acompañar, aunque duela, el momento en el que esa parte complaciente empiece a desdibujarse, asumiendo una mirada de proceso que sea incompatible con la foto fija en la que el mundo ha obligado a estar a estas mujeres. Sostener con nuestra presencia esa incertidumbre, aunque todavía no se pueda saber aún qué o quién vendrá a ocupar ese espacio.
Un vacío que, con el tiempo, puede tornarse en un lienzo en el que dibujar, o escribir desde una nueva libertad.
Para que “La Cenicienta” pueda construir su escapada ella solita, sin el príncipe, con el tiempo necesario, sin que el hechizo acabe tan rápido y de manera tan fulminante con la historia de autonomía y determinación que acaba de comenzar.
¿Se ve?
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
