[…] cuando las teorías “encajan” en un determinado “engranaje”, no suele ser por su veracidad, ni por su valor moral, sino por los beneficios económicos que reporta en términos de coste y beneficios, y su funcionalidad respecto al poder. […]
Nada que no sepas:
Deberíamos ser un poco más críticas y críticos cuando observamos que una teoría triunfa en un determinado contexto.
Puede que nos mole protones de los gordos, o que hayamos invertido ambos riñones en formarnos, pero, si algo encaja demasiado bien en un lugar, sospecha, tía, sospecha.
Porque cuando las teorías “encajan” en un determinado “engranaje”, no suele ser por su veracidad (la condición que les permite acercarse a la supuesta realidad), ni por su valor moral (su afinidad o coherencia con los ideales que deberían guiar la conducta del individuo y la sociedad), sino por los beneficios económicos que reporta en términos de coste y beneficios, y su funcionalidad respecto al poder.
Es decir, que saquen tajada tanto el personal técnico encargado de implementarla (técnicas/os), como las personas que dirigen el cotarro (empresarias/os, políticas/os, etc.), muchas veces con intereses que nada tienen que ver con promover la protección de la infancia, el cuidado de las familias, o la promoción de servicios públicos de calidad.
¿Significa esto que tenemos que rechazar radical y visceralmente cualquier teoría que huela a mainstream? Claro que no, chorralaire. No me entiendas mal. Pero es necesario que miremos con lupa las formaciones que nos meten hasta en la sopa, porque, por mucho que utilicen términos muy blanquitos como “buen trato” o “interés superior del menor”, no dejan de ser productos que se compran y se venden en el contexto de instituciones que, como todos los sistemas, cuyo interés preponderante es sostener el equilibrio en el que están, y los intereses de los que las conforman.
No lo negaré nunca. A mí, por ejemplo, la teoría sobre el apego y sobre el trauma me ha dado un montón. De hecho, podría decir que es la base sobre la que he construído el edificio de mi saber y práctica profesional. Y estoy sumamente agradecido a las personas con quienes me he formado, porque lo han hecho francamente bien, con un cuidado y profesionalidad que sólo puedo agradecer.
Pero, si estas teorías están triunfando hoy en día en el sistema de protección a la infancia, y cada vez más en el sistema educativo, ojo con ellas, porque seguramente haya una narrativa que alguien nos está tratando de colar. Vale, no nos pongamos conspiranoicos, que igual no hay una élite de reptilianos moviendo los hilos, pero de lo que sí estoy seguro es que los sistemas están vivos, son sabios y sólo permiten que prosperen ideas que perpetúen su equilibrio y sus estructuras de poder.
Y eso, amigas y amigos, es lo que hacen las teorías sobre el apego y el trauma: justifica el inmovilismo del sistema que las adopta, colocando la responsabilidad exclusivamente —esta palabra es clave— en las familias vulnerables o en la infancia vulnerada, obviando las violencias que el sistema ejerce sistemáticamente y que, en gran parte de ocasiones, explican mucho mejor el estrés cronificado que las personas padecen, y los síntomas que han tenido que desarrollar para lidiar de la major manera posible con él.
Poner la atención, por ejemplo, en “la herida”, la llamemos trauma, apegos inseguros, estilos educativos, o como te salga del ñete, es también, en los contextos donde curramos, una de las formas más eficaces de desviar la atención sobre las condiciones relacionales que, precisamente, explican que ese trauma, ese apego inseguro o ese estilo educativo que tan poco nos mola se exprese.
Esta semana, por ejemplo, he estado trabajando con una mujer que estuvo muchos años en un hogar para mujeres que han sufrido maltrato, en el que la disciplina era muy severa y estricta. Y, en ese contexto, en el que no podía decidir prácticamente nada y donde estaba sometida por las figuras profesionales, bajo la amenaza de que la expulsaran y la dejaran en la calle si no se sometía, se le reprochaba que fuera demasiado “pasiva” o “sobrerotectora” con sus hijos, cuando, en realidad estaba atrapada en un reflejo vagal-dorsal que te ca*gas, como resultado de esa violencia profesional que padecía. Y, claro, en ese estado, la única forma que tenía de conectar un poco con sus hijos y sentirse madre, era darles lo que ellos le pedían.
Y, claro, la tronca, que ahora vive en un piso de alquiler, haciendo la vida que se merece, sin presiones ni normas absurdas, ya no tiene ningún comportamiento de estos, porque puede hacer lo que le sale del nabo que no tiene, y ha recuperado una dignidad, una esperanza y un sentido de agencia que la institución nunca debió arrebatarle.
Pero, claro, si decimos que esta señora tiene trauma, un apego de mier*da, o que es demasiado pasiva —como se hizo y se le dijo—, nadie se va a fijar, ojo, en esta violencia que es la que, en últma instancia, explica no sólo su sufrimiento, sino los ajustes u desajustes creativos (síntoma) que ha tenido que desarrollar para protegerse, proteger a los suyos, librarse del estrés cronificado o tóxico que sea posible, o preservar su deseo.
Imagina por un momento que se nos va la olla, organizamos unas jornadas en un anfiteatro que lo flipas, con café, pastas y apoyo sindical —que si no nos crujen—, orientadas a promover el buen trato institucional hacia las familias. Bua chaval, se me salen los ojos. Con la parte de denuncia de la violencia estructural e institucional que toca, también. Y en la que más del 50% de los ponentes no sean profesionales con chaqueta y corbata, sino las propias familias violentadas por sl sistema, las personas menores de edad —ya adultas— que sufrieron la vulneración vicaria de sus derechos —si jodemos a la familia les jodemos a ellos y ellos también—, o las y los profesionales —sin vínculos con la administración que causó el daño— que han ayudado a reparar los destrozos que causaron la coerción y el abuso de poder.
Tenemos que hacerlo.
Está claro que es más fácil hablar de buen trato, de apego, de trauma, en un código blanquito, que nos deje en un lugar privilegiado, en plan, mirad, colegas, yo sí que sé hacerlo bien; perpetuando un modelo donde el experto es una persona que no convive con el sufrimiento no se impregna día a día, en el contexto de un compromiso o una relación humana de la que no puede desvincularse o escapar.
Desde una posición de privilegio frente al sufrimiento humano real, preservando las violencias tan flagrantes que ejerce un sistema todavía anclado en el modelo asistencialista, en el que la peña debería estar agradecida de lo que reciben de gratis, en vez de ser cuidadanos con derechos.
Piensa en el profesional que no siente ni padece, o que sí que siente, pero siempre “siente bien”. Lo conoces, ¿verdad? El profesional esencialmente Apolíneo, que ha renunciado a Marte (a los límites con sus superiores, y la justicia), como forma de garantizarse los clientes y el sustento profesional, y que ahora confía más en el compadreo que en la justicia social.
El profesional sumiso ante los requerimientos de la administración y el capital.
El maldito 95% (el dato me lo saco de la minga, como en cualquier estadística).
Noto que me voy calentando, pero dejadme, que ya no puedo parar.
Nos guste o no, las teorías sobre el apego y el trauma —que repito, me molan y me como a bocaos, así de contradictorio soy— quizás no sean más que otra forma de adjudicar etiquetas descriptivas o, lo que es peor, diagnósticas a la infancia y a sus familias, como forma de que el sistema evite la responsabilidad. Porque si al niño lo que le pasa es que tiene un apego desorganizado, y a su madre que tiene nosequé mierda de “enfermedad mental”, automáticamente quedan relegadas a un segundo plano las condiciones estructurales y relacionales que sostienen el estrés cronificado o tóxico, en las que muchas veces participamos las figuras profesionales porque las familias no son un sistema cerrado, co*o, sino que están abiertas a las influencias de un contexto del que dependen para sobrevivir.
Son demasiadas las veces que somos parte del problema. Digiere esto.
Os lo cuento de otra forma. Esta vez, aplicando los mitos que sostienen el equilibrio de los sistemas humanos. Mito de armonía: el sistema está bien, son las familias las que tienen el problema. Mito de expiación: no ejercemos violencia de ningún tipo, son las familias las que son “resistentes al tratamiento”, pero el tratamiento es co*onudo, claro que sí. Mito de Salvación: tomo mejorará mágicamente cuando las familias se percaten de lo bien que hacemos las cosas, de lo buenos que somos, se den la hostia, o se articulen —ojo a ésto— medidas de protección.
Porque las medidas de protección —a veces, necesarias— pueden entenderse también como el síntoma que delata un fracaso del sistema, pero que también lo oculta, porque evita los ajustes necesarios que permitan ajustar los recursos disponibles a las necesidades de la infancia y sus familias.
«Es que no disponemos de este tipo de recursos», ¿te suena?
Y así, tan pichis, sin que se nos caiga la cara de vergüenza cuando vamos a un congreso a presumir de nuestra labor, sabiendo que entre el público no va a haber nadie —porque se les ha callado la boca, y no existen protecciones eficaces ante la violencia profesional— que levante la mano y diga, con las palabras justas y adecuadas, que te calles gili*ollas, que tú eres el primero que nos hizo daño desde el lugar con el que te premia el corporativismo profesional.
Y toda esa mierda, se acaba sustentando en las teorías, paradigmas, y profesionales que “encajan”. Es decir, que pagan el precio que requiere su sueldo.
Encajan.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Buahhhh brutal tu reflexion es q lo veo tal cual muy necesaria esta mirada critica gracias Gorka por ayudarme a cuestionar nuestras practicas. Muchas gracias
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